domingo, 8 de marzo de 2015

SUEÑO, LOCURA O VIDA

Me sentía muy fatigada. Ya no sólo era pasar los días y las noches casi en vela cuidando a mi marido. Era el dolor de verle enfermo. Él había sido un hombre vital y activo, siempre dinámico.  Quizá por eso yo me acostumbré a apoyarme demasiado en él, me hice dependiente. Pero ahora era al revés, era él quien necesitaba de mí. Estaba muy enfermo y no podía moverse. Su mente y sus músculos tenían la imperiosa necesidad de movimiento, pero la fatídica falta de secreción de un neurotransmisor por un problema grave en su cerebro se lo impedía. El ilustre psiquiatra Enrique Vázquez había sido condenado a lo que más le dolía, la inmovilidad.

 Así pasaba yo mis días y mis noches moviendo al que antes me movía a mí, pues antes yo solía tener mucho miedo a equivocarme y me dejaba guiar por él. Físicamente me cansaba, porque pesaba mucho, pero lo que más me derrumbaba era verle angustiado. Él dormía sólo a ratos, igual que yo. Quería estar siempre pendiente de él. Cuando rendida por el cansancio me dormía, entre sueños deseaba despertar por ver si él requería mi ayuda. ¡Ay, cómo me gustaría que todo esto no fuese sino un mal sueño! Porque la verdad es que para mí se estaba convirtiendo en una pesadilla.


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Aquella noche como otras, después de cargar con su peso y que consiguiera hacer pis. me quedé dormida y entre mi angustia soñé que mi marido agonizaba y un médico de gesto serio me decía:

- Le queda muy poco. Despídase de él.

Sobresaltada me desperté y le oí roncar. “¡Menos mal! ¡Qué susto! Creí que me quedaba sin ti para siempre y eso no lo puedo soportar”. Me dije a mí misma: “Elena, tienes que tranquilizarte. Respira hondo, relájate. Piensa en algo bonito.” Y volví a dormir.



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Esta vez soñé que estaba en el campo más hermoso que nunca pude imaginar. Con las montañas de fondo, un verde prado lleno de hermosas flores. El cielo tenía un color violáceo que se reflejaba en un lago. Me sentía muy feliz. Notaba el calorcillo del sol y una suave brisa. Pero no era yo. Era una margarita que sólo puede moverse si la acaricia el aire. Estaba clavada en tierra y si nadie me empujaba permanecería inmóvil. Para mí, ese aire ligero era como mi amante . Me daba empuje, movimiento, vida y placer. Pero yo quería ser otra cosa.



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Y de repente, ya no soy flor. Soy una mujer que está dormida. Una mujer dormida que intenta despertar. Quiero despertar y ser útil a alguien. Intento despertar con todas mis fuerzas pero el sueño me vence y mis ojos se cierran. Pienso que sólo con desear despertar lo conseguiré pero es muy costoso. Por fin lo consigo. Desperto o sueño que despierto, y otra vez soy yo, Elena. Tengo veinte años y voy a casarme con un joven sano, apuesto, inteligente y fuerte que me dice:”Elena, sé tú misma. Yo te amo. Me gustas como eres. Te quiero”.

Pero yo no pensaba igual de mi misma. Me sentía torpe, muy torpe al lado de la persona que admiraba tanto. Tenía la sensación de que mis vivencias no eran reales, me parecía estar dormida y necesitaba despertar. Pero mis párpados pesaban. Tocaba las cosas y me pellizcaba para comprobar mi realidad, pero a veces en los sueños también se siente el tacto de las cosas. Ya no podía saber si estaba despierta o dormida.



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Un rayo de luz entró por la ventana. Amanecía. Yo estaba echada sobre la cama y desperté. En este día como en todos debía olvidarme por completo de mí misma y dedicarme a él. Me esperaba mucho trabajo. Tareas rutinarias que me llenaban de hastío. Lo único que me tranquilizaba era pensar que le ayudaba. Aunque estuviera acabando con mis fuerzas. “¡Qué cansada estoy! Tengo que levantarme pero no tengo aliento. Me duermo, irremediablemente me duermo.”



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Desperté en una cama de hospital. Paredes claras y unos señores con bata blanca se dirigen a mí.

- Bueno, está usted recuperada de la operación y en principio no hay motivos para que vuelva a sufrir otro infarto. En unos días le daremos el alta. Sobre todo intente eliminar la tensión. Procure que alguien la ayude con su marido.

Yo me decía a mí misma: “Creo que esto puede ser un sueño, pero no lo sé seguro. Si lo es, quiero despertar, y si no lo es necesito sentirlo más real.


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Volví a despertar. “¿He estado enferma o lo he soñado? No lo sé. Sigo teniendo esta asquerosa impresión de que nada es cierto, de que no soy yo. A esta sensación los psicólogos la llaman desrealización y despersonalización. En cierto grado es normal, pero si se repite puede ser indicio de una neurosis severa, o algo peor.  Tengo sueño, mucho sueño.”



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Al abrir los ojos me encontré en un lugar desconocido para mí. Estaba en una habitación que tenía rejas en la ventana.

- Acuda usted a la terapia de grupo, señora Vázquez ¡ Gertrudis! (dirigiéndose a la enfermera), no te olvides de aumentarle la dosis de neurolépticos a la paciente nº 625.

- ¿Y mi marido? ¿Dónde está? Tengo que cuidarle, está muy enfermo. Sin mí no puede moverse. Yo soy sus manos y sus pies.

- Tiene que afrontar la realidad. Su marido hace más de veinte años que murió.

“¡Eso es mentira! ¿no? ¿Estoy soñando? ¿Estoy loca? No lo sé. No lo sé. Calma, calma. Nada de esto me está pareciendo real. Quiero despertar, despertar. ¡ Tengo que poder!”


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Estoy sentada. Pero ¿dónde estoy sentada? Estoy sentada en una silla de ruedas. No me puedo mover. Él está frente a mi y me habla:

- ¿Por qué no te casaste, Elena? Entiendo que me rechazaras a mí, pero tenías muchos pretendientes.
- Quería ser independiente.
- Pero no puedes. Ya no puedes moverte sola. Estás enferma. Tu cerebro ya no segrega dopamina. Es algo biológico. Necesitas ayuda.

- Me gustaría que esto fuese un sueño y poder hacer algo para el mundo y para ti, moverme hacia un objetivo. Pero no puedo. Estoy paralizada. Sólo me queda la esperanza de que esto no sea cierto, despertar.


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De repente me encontré frente a un espejo. Pero ¡Dios mío! ¿Qué es esto?  Se refleja la cara de un hombre . ¡Ay! Soy un hombre. Soy mi marido cuando era joven. Miro hacia mi derecha y veo una muchacha. ¡Ay! ¡Soy yo! Soy yo y estoy fuera de mí y yo no soy yo. Esto debe ser una pesadilla.


Ella-yo me dice:

     - Estás muy guapo recién afeitado

     Y yo-él respondo:

- Me gustaría dejarme la barba. Pero poco me importa dejar de ser un poco yo si con eso te agrado más a ti.

Ella-yo me dice

- Te quiero tanto que a veces quisiera dejar de ser yo y ser tú pues tu eres tan fuerte, tan capaz, y yo tan dependiente…

Yo-él:

- Sólo soy fuerte porque tú me ves así. En realidad soy muy inseguro. Todas las noches, cuando duermo le pido a mi inconsciente que me muestre en sueños mi camino, que me ayude a resolver mis problemas y a ser más fuerte. Y eso debe ser lo que tú ves en mí.

Me sentía muy hombre. Estaba enamorado de Elena. La pena era que ella no quería  casarse conmigo porque decía que quería ser independiente. Tengo miedo de perderla. Me gustaría despertar y verme casado con ella.



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Me había quedado dormido en aquella silla, con mi traje y mi corbata negros. El féretro de mi esposa yacía junto a mí.

- ¡Elena! ¿Por qué has tenido que dejarme? Preferiría haber sido yo el enfermo. Todo me parece confuso. Quizá nada de esto sea real.


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- Enrique, despiértese usted que es hora de tomarse la pastilla.

- Mi mujer ha muerto.

- ¡Otra vez con delirios! Usted nunca ha estado casado, quería ser independiente, pero ya sabe que aquí en la residencia le queremos como una verdadera familia.
La enfermera desaparece.



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Todo está muy oscuro. Me falta el aire. Estoy tumbado entre cuatro paredes muy próximas a mi cuerpo. ¡Por los clavos de Cristo! ¡Qué angustia! ¡Estoy enterrado en vida! ¡ Que alguien me ayude! ¡La más terrible de las agonías, no puedo moverme! ¡Aaaaaaaaah!



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Todo cesó. Llegó la paz. Vi el túnel, la luz y por fin de nuevo el sol. Una mañana de primavera. Una suave brisa me mece. Algún insecto se posa sobre mí y lleva mi néctar a otra flor. No siempre fui vegetal. Tengo recuerdos de otras vidas, pero la vida es eterna. Y para vivir hay que morir un poco. El que no muere, no vive, el que no vive, no muere. Dar, recibir. Todo, nada. Ciclo que se repite hasta el infinito…


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- Si, sí. No hay duda
Dijo el joven médico, Enrique Vázquez:
- Psicosis delirante crónica desencadenada por situación estresante en una personalidad límite con trastornos de la identidad.


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Desperté a la vida. Otra vez en el hospital. Pero ahora el médico me sujetaba por los pies y cabeza abajo me dio una palmada en el trasero que me dolió y lloré. Después de los correspondientes arreglos me llevaron con mi madre. Ya la conocía por dentro pero ahora noté su maravilloso tacto por fuera. Gracias a ella yo podría empezar a construir desde aquel día mi vida y mi realidad.



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… Pero ¿Qué es lo real?¿Qué no lo es? ¿Estoy soñando o es locura? ¿Empiezo a vivir o quizá ya he vivido muchas veces y otras muchas he de vivir? ¡Tengo tantos recuerdos con identidades diferentes! ¿Quién entiende este Misterio, el de la vida, el de la muerte, el del ser, el de no ser? Creo que al olvidarme de mí, dejar de ser yo para ser parte del todo me he encontrado con lo divino, pero no lo sé seguro. Tal vez sólo fue un sueño.

Por Rosa Velasco

viernes, 6 de marzo de 2015

MORIRME ME VIENE FATAL, Y MÁS EN NAVIDAD

No me lo puedo creer. No me explico como me ha podido pasar a mi.

Yo que pensaba que era una chica lista y que como dicen de nosotras, podíamos  hacer dos cosas a la vez. ¡Qué pena! al final va a resultar ser una leyenda urbana. Espero que los hombres no se den cuenta de este detalle, porque lo tienen bastante interiorizado y con lo simples que son, les costaría asimilarlo.

Ya sabía yo que escribir a Alicia por el móvil mientras conducía, no era una buena idea. Aunque pensándolo bien, lo hacía cada día y nunca me había pasado nada, ni un simple susto. No tenía porque imaginarme que me iba a pasar hoy, precisamente el 24 de diciembre de 2015, el día en el que al final de la cena de Nochebuena, íbamos a decir la su familia que nos casaríamos el 29 de febrero del año que viene.

Si, el 29 de febrero. Cuando vi que 2016 era bisiesto, me propuse hacer algo especial ese día, y ¡qué mejor que casarme!. Alicia dice que le parece una tremenda tontería, que si me me he dado cuenta del frío que hace en Burgos en febrero. Pero me da lo mismo, soy así de original.

Y ahora, aquí estoy, en una cuneta con el coche empotrado en un árbol, con un frío espantoso y pensando en todo ésto.

Pero, un momento, no estoy segura si estoy viva. Supongo que sí, porque noto como el cinturón de mi flamante Audi A4 me está aplastando el pecho y no me deja respirar muy bien. Menos mal que tengo un buen par de tetas que me han amortiguado un poco el golpe contra el airbag, que si no igual me hubiera partido alguna costilla. Noto también el sabor del de la sangre cuando trago. Así que definitivamente debo de estar viva.

No me puedo morir ahora, precisamente ahora que tengo un montón de planes.

Cuando me presentaron a Alicia, me pareció una perfecta estúpida. Pero según la fui conociendo me di cuenta que tenía algo que la hacía especial (y no hablo precisamente de la ropa con la que viste). No se sí era su forma de ver la vida o simplemente lo atractiva que era, pero tenía algo que hizo que con el tiempo me sintiera atraída por ella. Tampoco sabría decir si era una atracción sexual o simplemente como la de una amiga a quién confiar mi día a día. El caso es que al cabo de poco tiempo empezó nuestra relación.

Que no, que no. Que ahora que pienso todo ésto no me puedo morir, que me viene fatal.

Menos mal que hoy me he puesto el vestido de mi modisto favorito (y por desgracia difunto), Óscar de la Renta y la ropa interior de Victoria Secret. Imagínate que viene una ambulancia a atenderme y llevo unos simples vaqueros, un jersey sin marca y unas bragas de 8,90 €, menudo chasco.

Que bien que ya no me duele el pecho ni tampoco noto el sabor de la sangre al tragar. Menos mal.

Espera un momento, ¿a ver si lo que está pasando aquí es lo que no quiero que pase? No, no y no. Que no me quiero morir ahora. Que me quiero casar el 29 de febrero. Que llevo puesto un vestido de 4.379,95 € del señor de la Renta, con unos tejidos vaporosos y una pedrería impresionante, y quiero que la familia de Alicia vea lo buena que estoy. Y mejor no hablo del sujetador ni del tanga, que haría que más de uno y de una se cayeran de culo al verme.

Que he dicho que no, que hoy no me muero.

Me temo que por mucho que me empeñe no lo voy a poder evitar, que ya no estoy entre los vivos. No me duele nada y noto que mi alma está empezando a elevarse. Veo mi cuerpo ahí abajo y yo subiendo y subiendo. La verdad es que me veo ahí en el coche y he de decir que hay que joderse lo buena que estoy. ¡Qué lástima de cuerpo desaprovechado!

Menos mal que el mensaje que ha causado mi muerte lo he escrito desde mi iPhone nuevo.

¡Óscar, prepara la colección primavera-verano, que estoy subiendo!

Por Armando Benedicto

jueves, 5 de marzo de 2015

La familia y otras figuras del belén

Laika y Nati tomaban café en uno de esos locales de aire decadente y talante acogedor que invita a la tertulia y la confidencia.

Laika detestaba la Navidad y se había citado con su amiga para  pedirle opinión sobre el plan que tenía proyectado ese año para escapar a la inevitable reunión familiar. Los vapores del café irlandés la ayudaban a convencerse de su resolución. Nati pidió un té verde mientras escuchaba a su amiga. A pesar de ser tan diferentes y de tener puntos de vista tan opuestos en muchos temas, eran inseparables desde la infancia.  Su amistad era inquebrantable. 

Siempre se apoyaban en las penurias y compartían sus alegrías. Y sólo ellas penetraban en los secretos de la otra.

Incluso se enamoraron del mismo chico, Juan, que después de picotear a ambas se decantó por Laika con la que se casó y con la que pretendía acudir a la cena navideña en casa de su madre, como sucedía desde hacía varios años.

Nati, por el contrario, adoraba estas fiestas, tenía un espíritu infantil y bonachón, por eso no le importó que Juan la dejara por Laika, al contrario, se alegró por su amiga del alma.
No compartía ese irracional rechazo de Laika por todo lo que rodea a estas fiestas que ella encontraba entrañables y un pretexto para reencontrarse con la familia.

Pero este año iba a ser diferente. Laika quería romper con ese encuentro lóbrego con la madre de Juan, los hermanos de Juan y las cuñadas de Juan.

Todos formaban un pintoresco belén multicolor donde las figuras flotaban en  una atmósfera densa que acababa por asfixiar a Laika.

Por un lado, estaba la madre de Juan, que como un papel absorbente dominaba a su hijo y le obligaba a ir a su casa todos los años, con la excusa de su incapacidad física. 

Por el otro, los hermanos varones, simples alfeñiques en manos de sus dominadoras esposas, que respondían al modelo repetido de su madre. Apenas hablaban u opinaban, se limitaban a dejarse querer o manipular.

Pero los personajes más  patéticos eran las cuñadas: la “pija” venida a menos y  la “choni” venida a más, caras opuestas de la misma irrealidad.

Titina, la pija,  que arrastraba las eses y agitaba delicadamente la mano en el aire cuando hablaba, se casó  pensando en una buena alianza entre su prosapia y el próspero negocio inmobiliario de Germán. Pronto se vio obligada a trabajar dando clases particulares al cruzarse con la crisis. De nada le sirvieron sus buenos modales ni sus impostados gestos para seducir al contrario. 

En cambio la choni, diminutivo de su propio nombre, pero que Laika utilizaba con tono peyorativo, era una mujer vulgar, de cerebro plano y cuerpo redondo que había tenido suerte al encontrar a Jaime y su pescadería, negocio tan lucrativo que les permitía alardear constantemente de su tarjeta de crédito.

La única “normal” de la familia era la hermana pequeña de Juan, ecologista convencida que estudiaba Ciencias Medioambientales  y formaba parte de una ONG que por esas fechas realizaba actividades altruistas y más encomiables.

A veces, durante la cena, Laika entornaba los ojos y los imaginaba a todos flotando en el espacio, como peces espaciales envueltos en una mezcla de olor a pescado y a perfume de imitación y engullidos por un agujero negro  diseñado por Armani.

Este año quería romper la cadena, además sospechaba que Juan tenía un lío. Demasiados viajes, demasiadas reuniones. Ya lo descubriría. De momento, tenía pensado irse de viaje a un lugar soleado y olvidarse de todo lo relacionado con la Navidad. Su amiga era la única destinataria de su secreto.

Cuando salieron de la cafetería a Nati se le cayó algo al suelo. Laika se agachó a recogerlo. Sorprendida miro fijamente a Nati y de repente le dio una sonora bofetada y se fue corriendo, llorando. En la mano llevaba el mechero que había regalado a Juan por su cumpleaños. La vida tiene estas paradojas, tu mejor amiga te puede traicionar.

El 23 de diciembre, al volver del trabajo, Juan encontró una nota firmada por Laika: esta Navidad no me esperes a cenar: estaré en una playa del Cribe tomando el sol y bebiendo leche de coco.  Te dejo los impresos del divorcio para que los vayas leyendo. A pesar de todo te deseo una feliz Navidad.  

Por Carmen Alba 

miércoles, 4 de marzo de 2015

FELIZ NAVIDAD

Hoy es veinticuatro de diciembre del año dos mil catorce. Hace un frio que pela. Las calles de esta pequeña ciudad están recubiertas de nieve. Están desiertas. Solamente, aparte de algún trasnochado, la fría bruma cargada de hielo circula por ellas. 

Heliodoro está sentado delante de la chimenea que caldea el salón de su casa. Tiene encendida una televisión que mira sin ver. Solamente escucha los ruidos que provienen de ella. Su gesto es adusto, como todo él. Gesticula, de cuando en cuando, acorde con aquello que llega a su intelecto. No es consciente de ello y eso hace que su gesto se avinagre con aquello que no es plenamente dominado por sus sentimientos. 

Heliodoro tiene ochenta años. Hace siete que su mujer le dejó para siempre con un te quiero Helio. Desde entonces vive solo y su gesto y modales son avinagrados, huraños, hoscos y desabridos. Una mujer viene a arreglar su casa y hacerle la comida todos los días. Sus tres hijos, dos mujeres y un hombre vienen de cuando en cuando a visitarle. Son visitas rápidas, como si tuvieran prisa. Le indican la posibilidad de internarle en una residencia para que esté mejor. Ya sabe él que no tienen oportunidad de estar en su compañía constantemente. Antes de que transcurra una hora está nuevamente solo. 

Piensa en su amada Estefanía y sus ojos grises se anegan de lágrimas. ¡Cuánto ha cambiado todo en estos últimos años! Afortunadamente se encuentra ágil. Todos los días recorre unos cuantos kilómetros a buen paso y eso le hace estar en forma. A pesar de ello siente que sus fuerzas han menguado y de cuando en cuando desfallece. Pero no por ello decae ni se amilana aunque es consciente de todas las cortapisas que su avanzada edad conlleva.

 Nota el gran cambio que se ha efectuado en él. Antes era alegre y dicharachero, ahora es taciturno y desabrido. Antes veía como llegaba cada mañana sonriendo, ahora hasta el sol hace daño a sus ojos. Antes pasaba las tardes desde que se jubiló cogido de la mano de su esposa, viendo la televisión; ahora está solitario durmiendo lo que en ella ponen. Antes pasaba las noches notando el calor emanado de la persona que quería, ahora siente el umbrío frio de la soledad. Antes…

Heliodoro a pesar de sus años tiene el torso terso, el cabello plateado, el rictus amargo y desabrido, sus gestos son violentos y la mayor bondad que trasmiten es desdén. Sabe que antes no era así, pero… eso es lo que hay. 

Son las nueve y media de la noche. La televisión bombardea una y otra vez con paz, felicidad y bondad. Los villancicos suenan una y otra vez invitándonos a todos a abrir el corazón y ser mejores, este es el gran milagro de la navidad. 

Heliodoro ve este bombardeo de deseos de felicidad, paz y bondad y dice:

─¡Paparruchas!

Está acabando de tomarse una infusión que normalmente toma antes de acostarse. 

La televisión sigue martilleando con sus anuncios en los que te invitan a comprar productos, sobre todo colonias y a desearte una y otra vez con una copa de champán “Felices Navidades”

Heliodoro dice:

─¿Donde está la bondad y la paz, que tanto cacareáis ahora, el resto del año? ¡Paparruchas!.
Dejan los anuncios televisivos y comunican, por ese infernal y corrosivo aparato, que va a intervenir el Rey para felicitar la navidad a todos los españoles.
─Españoles, quiero desearles unas felices navidades y que el año que viene nos traiga lo mejor…
─Paparruchas ─dice Heliodoro apagando la televisión para marcharse a la cama─. Espero que todos estos anuncios no turben mi sueño.

Al día siguiente Heliodoro sale de su casa después de desayunar. En el portal se encuentra con su vecina Eloísa, vecina con la que no tiene ninguna relación desde tiempos inmemoriales, de forma natural aflora en su rostro la mejor sonrisa del mundo al tiempo que dice fuerte y claro:

─Buenos días Eloísa.

Esta le mira perpleja al tiempo de balbucear:

─Buenos días Don Heliodoro ─diciendo para sus adentros “¿será debido al espíritu de la navidad?”


Por Jesús Llamas

martes, 3 de marzo de 2015

EL PATITO FEO

No paraba de llorar. Nació de un parto rápido. Ya desde pequeño tenía prisa por salir al mundo.

Todo en su vida transcurriría muy deprisa.

Con casi cuatro años ya estaba acostumbrado a ver a su madre acostada sin poder levantarse de la cama. Y aunque lo hiciera muy bajito, la escuchaba llorar por las noches y lamentarse de su mala suerte. Aunque Marcos no lo entendiera muy bien, ya formaba parte de su día a día.

- ¿Por qué mamá está siempre acostada? - le preguntó un día a su padre.

- Verás Marcos, mamá está siempre en la cama porque está malita y no puede moverse de la cama.

- Pero es que yo quiero que venga conmigo a jugar al parque como la mamá de Lucía - le dijo con lágrimas en los ojos.

- No puede ser Marcos, mamá no puede ir contigo, le encanaría pero no puede. Venga, vámonos a los columpios que seguro que ellas están allí y que tenéis ganas de jugar y correr juntos por el parque - le dijo con un nudo en la garganta que casi le asfixiaba.

Cogió su bolsa llena de galgerías, dio un beso a su madre y salieron a la calle.

Dos meses más tarde, ya no vería a su madre tendida en la cama, ni la oiría llorar, ni lamentarse, simplemente ya no estaría. También tuvo prisa por perder a su madre.

Ya con ocho años, en los recreos del colegio, no jugaba ni al fútbol, ni a las bolas, ni a las chapas, ni a los juegos que jugaban sus amigos, era exraño y casi siempre solitario, de ahí que fuera el raro de su clase. A él lo que le gustaba era correr y normalmente sin compañía. Si a eso le sumabas que sólo tenía un padre y no un padre y una madre como la mayoría de los demás niños y niñas, ya era conocido como el "patito feo".

Pero él no se sentía raro, simplemente era así, feliz con las cosas que hacía. 

El día en que cumplió los nueve años, su amiga Lucía al darle su regalo le dijo:

- Toma Marcos, mi regalo. Son unas súper zapatillas para que corras tanto como un señor negro que he visto en la tele, que parece que tuviera muelles en los pies.

Y empezó a correr con su padre. A ir con él a todas las carreras en las que podía participar. Y así a los nueve años, consiguió ser campeón de Madrid en su categoría. También tuvo prisa por ganar carreras.

Así era su vida, todo transcurría muy rápido. Tuvo prisa por enamorarse de Lucía, por terminar sus estudios, por trabajar, por vivir con ella, por tener a Ángela... todo iba demasiado rápido.

Hasta que un día, sintió que no quería correr más, que quería pararse y disfrutar sin prisa de su hija y de Lucía. Que tenía justo lo que quería, que con ellas todo tenía sentido. 

Ese día, llegó pronto a casa, cenaron sin prisa, y cuando terminaron, las cogió de la mano y se sentaron tranquilamente para ver su película favorita. Se quedaron dormidos en el sofá. Eso si, sin ninguna prisa.

Por Armando benedicto

lunes, 2 de marzo de 2015

NO TENGAS MALA IDEA

A través de la ventana contemplaba la nieve espesa y densa caer. Ya quedaba poco para que terminara el año. Dentro Quique y Laura  jugaban. 

Un hermoso árbol de Navidad decoraba el amplio salón. Estaba lleno de bolas de colores: azul , rojo, dorado, plateado e incluso algunas transparentes incoloras. Junto al árbol una chimenea encendida caldeaba la estancia y daba un ambiente cálido  y acogedor. Quique y Laura correteaban alrededor del árbol hasta que una de las bolas cayó al suelo, haciéndose mil añicos.

Por cierto, no me he presentado: soy Flupy, duende navideño y mi misión es hacer feliz a la gente y construir un mundo mejor. Hasta hace unos instantes vivía en una bola transparente que los niños han tirado al suelo. ¡Por fin libre!

Menos mal que no han advertido mi presencia, pues hubieran querido manipularme como un muñeco.

Arnulfo, nuestro vecino, no es un buen hombre. Siempre anda de pelea o maltratando a otros. Es muy egoísta con todo lo que eso supone. 

Como soy pequeñito, paso por debajo de la puerta de su casa y me cuelo dentro. Él está durmiendo. Con la intención de hacerle mejor persona, trepo hasta su cabeza, me cuelo por un oído y llego hasta su cerebro. Tiene dos mitades.  Es divertido, hay un montón de curvas y pliegues blanditos y me deslizo por ellas. Siento felicidad y me carcajeo en este medio nuevo para mí. De repente dejo de sentir este gozo y aparece el pánico pues veo un ser mucho más grande que yo, negro, con los ojos inyectados en sangre con unas enormes garras y unos colmillos descomunales, luego, aparece otro deforme y pegajoso gritando con una horrible voz grave y distorsionada. Después otro enorme y  gris, chorreando una especie de gelatina parduzca, asquerosa. Pero…Qué es esto? ¿dónde me he metido?

Claro. Caigo en la cuenta de que estos bichos nauseabundos son las feas y malvadas ideas de Arnulfo. Para que sean mejores, intento dialogar con ellas, hablándoles de lo bonito que es querernos y hacer buenas obras. Pero no me hacen ningún caso y salen corriendo.

 Lo peor de todo, es que al entrar, les he mostrado el camino al exterior y hacia allí salen todas corriendo, gritando, igual que yo grité: ¡ Por fin libre!

Arnulfo se siente vacío,  más tonto que de costumbre

Yo me siento fracasado en mi misión de hacer feliz a los demás.  Al salir fuera, los  pensamientos de Arnulfo, al ver la luz son mucho más peligrosos. Corren tras las personas y éstas huyen despavoridas. La ciudad se tiñe de miedo. Los edificios parecen más altos que nunca, impidiendo ver el sol. Todo  se vuelve temor ante tanta maldad.

Pero ocurre algo insólito: una idea se encuentra con otra y ante su ansia de matar, entra con ella en una bestial pelea, en la que al clavar sus enormes colmillos en la otra, la hace agonizar y finalmente morir.

Las demás al verlo, hacen lo mismo, se enfrentan unas contra otras, hasta que al final se matan todas. ¡Vaya! por fin una buena noticia. Así podremos vivir tranquilos. Ellas solas se han eliminado.

En cuanto a Arnulfo, he tenido que prestarle algunos de mis pensamientos, pues se había quedado hueco, sin ideas, como un pelelillo. Y claro está, aunque esté mal que yo lo diga, mi mente es bastante mejor que la suya.

Decido volver a casa con Quique, Laura, Ernesto y Lucía, sus papás y Ricki, el perrito. Los pequeños  se ponen muy contentos de verme y como ya se sabe que los niños juegan y se meten cosas en la nariz, así Quique hace lo propio conmigo. Y así trepo hasta su cerebro. ¡Guau! Todo un mundo de luz y color se presenta ante mis ojos. Un bello arcoiris, lucecitas de todas las tonalidades, estrellas vivas, luminosas…

Está claro que este muchacho tiene unas ideas maravillosas. Me parece que me voy a quedar aquí, jejeje.


Por Rosa Velasco

domingo, 1 de marzo de 2015

Un regalo de Navidad

Como cada día de la semana Alberto vuelve a AZCA: bancos, oficinas, tiendas… sabe que allí no queda nada para él, no encuentra donde ir.  Madrid es grande pero, después de andar y andar, siempre acaba en el mismo lugar. Allí  subió y bajo, como los ascensores del edificio donde perdió los mejores años de su vida y después la vida entera.

Ahora se apoya indolente en las esquinas, hasta que alguien repara en su aspecto sale y “cortésmente” le invita a alejarse, a buscar un lugar más discreto en el que mostrar su pobreza. A veces tiende su mano pidiendo una ayuda. No está muy seguro de para que la pide, en realidad no la desea, ya no tiene fuerzas para empezar de nuevo. No merece la pena, se ha conformado. Le basta con algo caliente en el estómago y un rincón resguardado del frio donde pasar la noche.

Ve cómo se apresuran los transeúntes, apenas le miran, ni les mira, son sombras de una vida lejana, recuerdos y palabras empañadas entre el vaho que sale de sus bocas. Hombres y mujeres rodeados de gente, envueltos en sus exclusivos abrigos y arrebujados sobre sí mismos, para los que el éxito lo es todo. Lo importante es tener, es poder. Sentir la envidia de los otros, demostrarse y demostrar que está entre los mejores.

Un grupo sonriente y bullicioso se acerca a él, en avanzadilla dos chicas se destacan por su alegría, es contagiosa.  Se queda mirando embobado, se han parado a dos pasos, puede oír lo que hablan.

--¿Estas segura de que es lo que quieres? Con todo lo que has trabajado…
--Si mi marido y yo lo hemos pensado y repensado. La única manera es alejarnos de todo esto. No nos vemos, no hablamos y ahora esperamos un hijo. ¡Te das cuenta voy a tener un hijo!
--¡No, no puedo… tú mamá! ¡Chicos vamos, que se nos congelan las ideas!
Alberto, sin apenas darse cuenta avanza tras ellos. Oye el murmullo de las conversaciones pero, sus oídos solo escuchan una voz, esa voz que cuenta planes a su amiga.
--Ya hemos encontrado nuestra casa, está un poco lejos, es un bajo en un bloque de cuatro pisos con un trozo de jardín ¡tendré que plantar cosas!
--Pero… si tú no entiendes nada de eso.
--Puedo aprender ¡soy capaz de hacer muchas cosas! ja, ja, ja… Juan, yo y nuestro hijo, tendremos más de uno, si, seguro.
--¡Estáis locos, según están las cosas y dejáis el trabajo!
--Dejamos “este trabajo”. No te olvides, hay que trabajar para vivir. ¡Juan, daos prisa nos tenemos que ir!

Al oír el nombre, no puede evitar volverse. ¡No puede ser! Alberto se ve frente a sí mismo, cuando todo lo que les rodea era su mundo. Aquel en el que no cabían familia ni amigos, no había sitio, sólo trabajo y más trabajo, reuniones, viajes…Lo tenía todo y no tuvo nada.

Quiere llamarle: Juan, Juan…, la voz no sale de su boca, él pasa rozándole sin apenas mirarle y se meten todos en una cafetería. Le fallan las fuerzas, se apoya en la pared, al lado de la puerta mirando hacia dentro y espera, espera hasta que Juan sale con su chica de la mano. Empiezan a andar deprisa, huyen del frio, Juan pasa su brazo por encima de los hombros de la mujer morena y risueña que va a tener un hijo: su nieto.

Aunque solo es mediodía, las luces brillan y los villancicos resuenan en el aire. Despacio, muy despacio, Alberto empieza a caminar sin rumbo. En su cara sombría y gastada se dibuja una sonrisa que le hace más humano, más hombre. Esa misma sonrisa permanece en ella, cuando por la mañana encuentran su cuerpo, sin vida, acurrucado en un rincón de los bajos del complejo empresarial. 

--Ha muerto de frio, mira su expresión.

Solo él sabe que es de felicidad. Su nieto conocerá a su padre, no cometerá sus mismos errores.  
 
Por Mayte Espeja

sábado, 28 de febrero de 2015

Navidad

Padre nos prometió una gran sorpresa para cuando tañera la última campanada del año. Madre supuso que, por fin, había encontrado un trabajo serio, como Dios manda. Se arrodilló y comenzó a rezar dando gracias al Señor. Yo solo podía pensar en la bicicleta BH que llevaba dos años pidiendo a los Reyes, pero que nunca llegaba, y Merlín y Tábata eran demasiado pequeños para entender el universo de padre…

Padre era de esa clase de personas que siempre conseguía que algo maravilloso sucediera. Recuerdo nuestra última comida de Navidad. En la calle había comenzado a nevar petardos, villancicos y serpentinas. Madre, entre fogones, preparaba un caldo con esqueletos de pollo, huesos rancios de jamón y picadillo de cebolla. Lloraba. Siempre lloraba con la cebolla y se secaba los mocos y las lágrimas con un ajado trapo que llevaba, a modo de condecoración, sobre el hombro. Yo trasteaba con un pequeño belén de figuritas desiguales e incompleto, dirigiendo guerras entre soldados, ovejas, marranos, el desnudo madelman y el niño Jesús de porcelana del sinfonier que parecía, por lo grande, un bebé de verdad. Los gemelos gateaban por el frío suelo de terrazo tiznándose las manos, cuando él abrió la puerta. Sonreía, con esa sonrisa mellada, blanca y enjuta que le hacía tan especial. Tenía el pelo cubierto de nieve y venía en chaqueta y sin bufanda. Me levanté corriendo para abrazarle, a la vez que le quitaba a Merlín una vieja pandereta con la que intentaba aplastar a una fila de hormigas, que se habían instalado en el comedor. Me pidió silencio con el dedo puesto en sus labios, y se dirigió a madre. Le tapó los ojos, le besó en el cuello y le preguntó algo que no alcancé a entender. A continuación, de una bolsa de plástico sacó un envoltorio mojado de papel de periódico, dentro del cual tenía una hermosa gallina. “Para la cena”, dijo. Madre pegó un respingo y le preguntó de dónde demonios había sacado ese bicho sin desplumar… “Lo cambié por el abrigo”, continuó satisfecho. A padre se le borró la sonrisa cuando ella le ordenó que cerrara la puerta de la cocina. Me miró con ojos de niño al que acaban de pillar en una trastada y, aunque me dedicó un simpático guiño, supe que madre le iba a regañar muy fuerte. Mi corazón empezó a galopar dentro del pecho, luego continuó por el sendero de mis sienes y a lo largo del valle de mi cuello, como esos caballos de las películas de vaqueros, que llenan de polvo la pantalla. Merlín estaba sentado a mi lado mirando hacia el lugar del que provenían las voces, señalándolo con su diminuto dedo, entretanto Tábata, muy quieta, hacía muecas con la cara, y se ponía roja, como si estuviera a punto de ensuciar el pañal. Padre salió, poco después, cabizbajo, triste, parduzco, con la gallina agarrada aún por el pescuezo… Se agachó hasta donde yo estaba y, mágicamente, sacó una chocolatina de detrás de mi oreja. Aquello me emocionó. Me hubiera encantado aplaudir, abrir las ventanas y chillar a los muchachos que jugaban en la plaza que mi padre era un mago de verdad como los que salían en la tele y que hacía aparecer chocolate en las orejas, pero el adivinó mis intenciones y negó con la cabeza y con los ojos. No era un buen momento. Nadie volvió a hablar en mucho rato. Solo madre, algún tiempo después, cuando cogió a Tábata en sus brazos y le olisqueó el culo mientras repetía: “¿qué vida te espera, mi niña..?”.

La expectación era máxima, por conocer la sorpresa, cuando comenzaron a sonar los cuartos. Madre y yo nos mirábamos intentando adivinar qué era aquello tan asombroso que había preparado esta vez. Esa noche madre estaba bonita, muy bonita. Tenía recogido el pelo en un moño de horquillas, como una princesa de la tele que era muy rica y desayunaba diamantes, y había coloreado sus mofletes con reiteradas secuencias de pellizcos frente al espejo. Cuando dieron las doce, y todo en la calle comenzó a oler a petardos, padre se dirigió a su habitación y, en pocos minutos, salió con una chistera algo descolorida y una imponente capa negra de paño forrada de rojo brillante. En su mano lucía una varita mágica nueva, reluciente y negra, con los extremos remarcados de blanco. No quise parpadear para no perder ni el más mínimo detalle y los ojos comenzaron a escocerme. En ese instante, murmuró unas palabras ininteligibles e hizo aparecer un conejo dentro de la descolorida sopera de loza. Se le cayeron las lágrimas. Era su primer lepórido. Yo comencé a aplaudir frenético, feliz, muy feliz, con esos aplausos ahogados desde lo de la chocolatina, admirando a aquel mago de verdad, que sonreía y saludaba a un público imaginario… Madre también lloró. Lloró de golpe y de rabia. Lloró desbordando las cuencas de sus ojos, mientras le abría la puerta de la calle... Dijo que ya no aguantaba más, y siguió llorando; que era un fracasado, y las lágrimas le mojaron las zapatillas; que con tres críos que cuidar tenía bastante, y el charco que formó era tan profundo que comenzó a reflejar las luces de fiesta de la calle… Después, yo también lloré. Supe, a pesar de que la escena de la puerta se había repetido en otras ocasiones, que esta vez era la definitiva y que le perdía.

La señá Joaquina, la presidenta, quizá enternecida o algo enamoriscada de padre, desde que vinimos del pueblo, nos cedió un trastero y allí le escondimos. Fue nuestro secreto. Lo sigue siendo. Cada tarde, acudo fiel al cuarto para llevarle algo de comida y abrazarle. Ya casi no le reconozco. Él continúa ensayando su truco, el que –según dice– le convertirá en el mejor mago del mundo. Cierra los ojos con fuerza; se cubre con un trapo rojo; pronuncia las palabras mágicas y desaparece…

Yo me marcho aplaudiendo, gritando “bravo” y fingiendo que no le veo, como cuando era niño. Sé que solo así podrá dormir tranquilo.


Por María Sergia Martín

viernes, 27 de febrero de 2015

Hollina

Erase una vez una niña que quedó huérfana al  morir sus padres y fue entregada al cuidado de una viuda rica con dos hijas, a cual más fea. La niña huérfana entró en la casa con las bendiciones de las autoridades,  ya que  la familia que la acogió poseía excelentes referencias en el entramado social y eclesiástico del lugar.

Los primeros días transcurrieron tranquilos, mientras la viuda y sus hijas se dedicaban a observar a la pequeña criatura con curiosidad,  procurando además mantener las apariencias de cara a las visitas que los vecinos, curiosos a su vez, les hacían. No pudieron por menos que darse cuenta de las cualidades que la adornaban, era una niña sana, hermosa y deseosa de cariño. Se mostraba servicial y cautelosa con las tres mujeres y se esforzaba por adaptarse a las nuevas circunstancias de su vida, a pesar de la tristeza que a ratos la invadía.
Con el paso de los días, la viuda y sus hijas empezaron a calibrar las ventajas e inconvenientes que para ellas tenía la nueva presencia en la casa. La madre viuda decidió que no quería hacer más gastos de los habituales y, a pesar de la remuneración administrativa que recibía a cambio del cuidado de la niña, escatimó todo lo que pudo a la hora de comprarle ropa, ofrecerle comida, ni una sola de las galguerías que prodigaba a sus hijas  le estaba permitida a la advenediza.

Por otro lado, las hijas, presumidas y vagas como eran, pensaron rápidamente en delegar en la pequeña las tareas de la casa que ellas tenían encomendadas y dedicarse a la vida muelle. Si la pequeña hacía las tareas domésticas, podrían ellas dedicar más tiempo a sus cosas y no se verían interrumpidas por aquel ser despreciable y abandonado a su suerte.
Así, de la noche a la mañana, dejaron de llamarla por su nombre y pasaron a llamarla Hollina, por el tiempo que dedicaba a mantener encendida durante el día la chimenea y  por la noche limpia de cenizas.  Dormía en un pequeño cubículo en la cocina, sin posibilidad de ducharse o cambiarse de ropa, lo que la iba haciendo cada vez más borrosa y mimetizada con el ambiente de los fogones.

Pasaron los años y, un día, las hijas de la viuda vinieron con la noticia de un rodaje que se iba a hacer en el pueblo, andaban buscando actrices para el papel principal. Habría un casting a los pocos días y convocaban a todas las jóvenes del pueblo al evento. Las chicas mayores estaban exultantes, querían quedarse con el papel principal y protagonizar una historia del cine por la que serían conocidas en el mundo entero, saldrían del pueblo, vivirían en grandes hoteles y serían seducidas por los galanes más guapos del mundo. Había mucho en juego y pidieron a su madre que les comprara vestidos y les procurara entrada en los salones de estética más reputados de la ciudad, con el objetivo de deslumbrar el día del casting.

No se preocuparon por conocer cuál era el tema de la película ni el papel a interpretar, se lo jugaron todo a ofrecer la mejor apariencia.  La madre desembolsó abundantes caudales, a regañadientes, también hay que decirlo, porque no tenía mucha fe en la cabeza de chorlito de sus hijas, ni en sus posibilidades de lograr la apariencia de belleza que establecía el canon de la época.

El día del feliz acontecimiento llegó y las hijas de la viuda de presentaron  con sus mejores galas, esperando ser recibidas entre aplausos mientras la alfombra roja se desplegaba ante ellas.  El director de la obra las recibió cuando llegó su turno, les pidió que subieran al escenario e interpretaran la parte de la obra que más les había gustado.  Ellas no supieron de qué les hablaba y dieron unos paseos de un lado a otro del escenario mientras tomaban conciencia del ridículo al que se estaban exponiendo. No sabían ni por asomo de que iba a tratar aquella película. No les interesaba en el fondo. Ellas ya habían hecho todo el esfuerzo por aparecer favorecidas.
El director se impacientó y les pidió que abandonaran el escenario para dar paso a otras candidatas.  Ellas obedecieron mohínas, pero no resignadas y, al bajar, preguntaron qué habían hecho mal.

- El papel, ¿no conocéis el papel?- les dijo el director.
- ¡Ah claro!, se nos olvidó con los nervios, dijo la más atrevida. ¿Podemos quedarnos a ver como lo hacen las siguientes?
- Por supuesto que no-  respondió de malos modos el responsable- También las demás están nerviosas, no sólo vosotras.

Su orgullo había quedado malherido y pensaron que habían sido estúpidas, pero a la vez odiaron a este director de escena desconsiderado y poco sensible a sus indudables talentos. Así pues, se dirigieron a su casa a buscar el consuelo de su madre, quien por su cuenta se había enterado del título de la película: “Cenicienta”. Se sintió  furiosa por el desdén con que habían sido tratadas sus hijas, y pensando en desagraviarlas,  les pidió que acompañaran a Hollina al casting, que vieran los vecinos que allí no se hacían distingos.  Pensó para sus adentros que las chicas podrían reírse un poco de la confusión y del ridículo que inevitablemente haría Hollina en el escenario.

Muy sorprendida, la joven se vistió con la ropa usada que le dejaron, se lavó y peinó y acudió al casting sabiendo al menos el título de la obra que sus hermanas le habían comunicado. Ya sabía de qué iba la obra, su madre le había contado el cuento siendo una niña, hacía ya muchos años…

Hollina triunfó, manifestó un talento natural y una identificación plena con el personaje central. El director de escena, feliz de dar con una tan buena actriz, le concedió el papel y la alejó de aquellas malas brujas.


   
Por Eugenia Corral