viernes, 28 de febrero de 2014

Otra Navidad es posible

Marta detesta la Navidad, su obligado consumismo y las aparentes muestras de bondad que todo el mundo practica y que mueren apenas comienza el año. Va sentada en el autobús, el último,  ya se sabe que en este día el mundo se paraliza a mediodía. Por eso esperó, confiando en perderlo para tener la coartada perfecta y no acudir a la inevitable cena de Nochebuena. Otra vez a escuchar las ocurrencias de su cuñada, esa mujer de cuerpo convexo y lengua bífida con la que siempre acaba discutiendo entre densos vapores de resentimiento.

Intenta pensar en otra cosa. Mira distraída al resto de los pasajeros. Apenas se ha llenado la mitad del autocar. Busca caras felices y no las encuentra. Las conversaciones que escucha no son muy navideñas, precisamente. 

En el asiento opuesto al suyo va sentado un chico que enseguida despliega el ordenador y bucea por el ciberespacio. Le recuerda a sus sobrinos. A ella las tecnologías la han pillado tarde.

El vecino de asiento, Alberto, ajeno a las cavilaciones de Marta, va a pasar la primera Nochebuena con la familia de su chica. No le agrada demasiado, sobre todo la madre, que parece sacada de una película de Almodóvar, con esos peinados imposibles y esa forma barriobajera de hablar y gesticular. Pero va incluida en el lote y tiene que aceptarla para ser aprobado. Le gustaría cenar solo con su chica y olvidar a la familia. Aunque a la que realmente le gustaría conocer del variopinto universo de personajes que le ha descrito su novia es a la excéntrica tía Marta, enemiga acérrima de la Navidad. Seguramente la verá y compartirá con ella muchas aficiones.

El autobús inicia la marcha. Juanjo, el conductor, ha solicitado trabajar ese día para olvidar. Es la primera Navidad sin su Paula, el dolor es muy fuerte y quiere estar solo, trabajando. Cuando acabe la jornada, volverá cansado, se tomará un hipnótico y se meterá en la cama. 

A los pocos minutos, se oye un ruido ronco y áspero procedente del motor. Los pasajeros se alarman. Parece que atrás se ha formado una nube de humo negro y espeso. Juanjo intenta salir de la autopista para detenerse. Afortunadamente, encuentra un bar de carretera. De esos que aparecen en las películas, pequeño, familiar. Cree que la avería es importante; llama a la compañía de seguros y le contestan que en estas fechas podrán tardar más de lo normal, hay poco servicio. Se lo dice a los viajeros y entran en el local, unos quejándose, otros, diríase que reconfortados. Se distribuyen por las mesas del recinto que a esas horas están todas libres y esperan. Los dueños, una pareja de edad indeterminada y carácter afable, les traen cafés y bebida y unas tapitas y dulces, obsequio de la casa. ¡Qué fastidio! Una noche así, la familia esperando y el autocar averiado. Va pasando el tiempo y los del seguro no llegan. Entonces, la pareja del bar les hacen una oferta: ¿por qué no cenan allí? Ya es tarde, no van a llegar a tiempo y podrían pasar una Nochebuena diferente, con personas desconocidas, sin obligaciones afectivas ni familiares. A veces son la mejor compañía.

La verdad es que todos se van impregnando del espíritu de aquellos singulares desconocidos que huyen también de las fiestas y parecen haber encontrado una forma diferente de pasar por ellas.

Al poco rato están todos contando sus vidas, olvidando su dolor y alejándose de la imagen aburrida de todos los años. Es como una catarsis colectiva tras la cual todos se sienten liberados, reconfortados.

Para Marta, Juanjo y Alberto ha sido la mejor ochebuena, la más sincera que han pasado en muchos años. Cuando llega el servicio técnico todos se sienten mejor. Llegarán tarde a la cita. Pero les da lo mismo. 

Mañana será otro día. 


  1. Por Carmen Alba

jueves, 27 de febrero de 2014

Two hundred

Por fin se produjo la noticia que miles de madrileños llevábamos tiempo esperando. Se había dado portazo a las pretensiones del anciano, y asqueroso, una cualidad no quita la otra, ni la pone, pero en este caso conviven, magnate bostoniano, que quería instalar en la periferia de Madrid un Las Vegas europeo.

Ya no habría que emprender otra nueva reforma laboral que deteriorara aún más las actuales condiciones aprobadas por la reciente y nefasta legislación. Ni nos preocuparíamos por todas esas multimillonarias infraestructuras que se pondrían al servicio de ese anciasqueroso, que no sabemos si se iban a amortizar, pues había fundadas sospechas de que el pretendido negocio era un subterfugio para conseguir dinero fresco de todos nosotros, facilitado por unos gobernantes que pondrían el cazo, y así saldar las millonarias deudas contraídas por el americano allá en el lejano oriente. Tampoco habría que temer por la nómina de serviles prostitutas, por los bufones y los cuentistas que pudieran pulular por las habitaciones de los hoteles de lujo haciendo felices a los distinguidos tahúres, ni por los desalmados prestamistas que permanecerían apostados en las inmediaciones de los locales de juego, para ofrecer dinero a los desdichados ludópatas a un interés casi suicidante. Situaciones que me resultaban harto desagradables.

A las pocas semanas, escuché otra noticia que, aún siendo opuesta a la anterior, no me desagradó demasiado. Para qué mentir, dado su carácter patrio, hasta me gustó. Las autoridades regionales habían permitido, después de muchos años de prohibición, la instalación en Madrid de dos casinos, mucho más pequeños, apéndices de otros situados a más de treinta kilómetros de distancia. Pero en este caso, y eso suponía un tanto a su favor, no habría que modificar la legislación y, muy importante a mi parecer, no se iba a relajar la prohibición de fumar en locales públicos.

Escuché que uno de ellos estaba situado en un edificio histórico a unos pasos de la fuente de la diosa Cibeles. Se habían conservado todas las singularidades de la construcción original, por lo que aconsejaban su visita, aunque no fuera para jugar. Además, te ofrecían por internet entradas gratuitas para dos personas. Y hacía meses que no salía de casa más que para trabajar.

Pensé que un lunes sería el mejor día de la semana para conocerlo. Me perfumé, me vestí lo más elegante que pude -cambié el jersey por una añosa chaqueta y la cazadora por una desfasada gabardina- y me arreglé un poco el mostacho. Camino del casino, una gitana que me ofreció una ramita de romero -y yo se lo acepté a cambio de unas monedas, me sentía generoso- me auguró una noche muy dichosa. No estaba nada mal para empezar.

En la puerta del edificio, una despistada rubia con pinta de extranjera, envuelta en un abrigo de piel, parecía buscar un cartel con los precios o los requisitos para poder entrar. Me dirigí a ella para brindarle la mitad de mi entrada y, por un momento, me creí George Clooney en la película “Un día inolvidable”, a dos pasos de una Michelle Pfeiffer de treinta años.

Con un inglés americano, intercalado con alguna palabra en español, aceptó mi ofrecimiento. Una vez dentro, sin apenas articular palabra, ya que aún me temblaba la boca, y todo el cuerpo, de la emoción, le dejé un aflautado “hasta luego”. Peor, un aflautado y patético “see you later”.

Recorrí las lujosas salas del palacete, sin quitarme a la rubia de la cabeza, admirándome de los detalles tan extraordinarios que ocupaban cada rincón, terminando la ruta en un majestuoso salón repleto de ruletas. Allí volví a encontrarme con la Pfeiffer, que, desde la mesa más lejana, me obsequió con una hipnotizante sonrisa.

Dudé, pero me acerqué a ella, que aprobó mi atrevimiento con otra sonrisa. Pensaba que iba a esparcirme por la moqueta como el vino vertido de una copa. Me preguntó si iba a jugar y le contesté que no. No era mi intención. Sólo pretendía gastarme algunos de los cuarenta y cinco euros que llevaba en tomar una copa, por lo que le ofrecí una, que, con otra deliciosa sonrisa, aceptó. En ese momento noté la evaporación de mi estado líquido.

Ocupamos una mesa en un rincón, donde la luz de una vela amplificaba aún más su belleza. “¡Qué calor!”, me dijo en su idioma, y sus dedos se dirigieron al botón superior de su abrigo, que todavía llevaba puesto, y se lo desabrochó. Continuó con los dos siguientes y, para refrescarse, agitó la prenda por el lado de los ojales, regalando a mis ojos, tras un body casi transparente, un seno de Play Boy.

Tras  observar cómo me goteaba la baba me preguntó si me gustaba. Le dije que sí, con cara de gilipollas, y me contestó: “two hundred”. Entreabrí la boca, con un mayor gesto de idiota, hasta que reaccioné y deduje que me pedía doscientos euros por acostarme con ella. No dije nada, pero ella añadió ahora con un español casi perfecto: “Si no tienes, seguro que en la cafetería de la esquina encuentras a alguien que te lo presta. Búscalo y te hago pasar la mejor noche de tu vida”.

Me besó en los labios Michelle Pfeiffer y yo, más parecido a un Groucho Marx sin cigarro que a George Clooney, y aún sabiendo que al día siguiente tendría que pedir a mi hermano el doble de dinero para devolverlo en concepto de usura, salí con largas zancadas, dejándome el culo atrás, en busca del bendito prestamista.

Por Vicente Briñas

miércoles, 26 de febrero de 2014

Alisado japonés

Ernesto tenía luz propia. Lo supe porque me deslumbró en el momento en que le besé. Nos casamos, quizá algo precipitadamente, pero yo ya estaba de tres faltas y estas cosas es mejor normalizarlas cuando los abultamientos del cuerpo no son aún demasiado evidentes. Tuvimos una niña y fuimos felices. A Ernesto lo ascendieron y un buen día se lió con su secretaria. Me lo confesó tranquilo, con una mueca ridícula, mezcla de lástima y de alivio, y me pidió que no hiciéramos un drama de la situación; más que nada por nuestra hija. Ese mismo día me corté los rizos, que él tanto veneraba, a navaja, yo misma, y en el suelo de nuestra propia cocina. Lo cierto es que estuve algo descentrada en esa época. Lo maldije durante meses, pero luego entendí que haberme casado con un hombre como él, con tanta luz, comportaba ciertos riesgos. 

Pasó el tiempo y, aunque me costó, rehíce mi vida con un señor de Cuenca, que vivía en el piso de arriba, y que se dedicaba a la venta de pequeños electrodomésticos a domicilio. Le conocí un día soleado, tomando el ascensor, cuando llevaba una caja de una plancha alisapelos promocional que, según él, causaba furor entre las jovencitas. Era un tipo sereno, atractivo con prudencia, pero sin luz, un hombre mate y sin brillos, lo que me dio cierta tranquilidad y equilibrio. Conseguí ser moderadamente feliz entre sus pocas luces y mis muchas sombras.

Un día sonó el teléfono. Era Ernesto. Se disculpaba por el daño que me había causado. Me explicó que me amaba, que había roto con su novia y que quería volver conmigo. No dejaba de llorar desde el otro lado del teléfono. Me dijo que había alquilado una casa cerca de un lago y que me esperaba. Qué romántico había sido siempre, pensé. Por supuesto que no le contesté que sí, faltaría más, tenía que hacerle entender lo mal que me había sentido y la angustia y la soledad en la que me sumí cuando me abandonó… Quise que sufriera como yo lo había hecho y antes de darle una respuesta le hice suplicar; rogar por una segunda oportunidad; tenía que verle arrastrado reclamando mi amor y mi perdón… Tras diez minutos de súplicas, ruegos y llantos, que a mí se me hicieron interminables, claudiqué rendida. 

Lo dispuse todo en casa. Envié a mi novio a la recogida del melocotón a Murcia, lo primero que se me ocurrió, y lo curioso es que no se extrañó. Cogió sus pocas pertenencias y salió por la puerta con ese aire sereno y apagado que era su seña de identidad. A la niña la mandé con mis padres y me preparé un pequeño bolso de viaje en el que no faltó un conjunto de lencería en satén rojo sangre y mi plancha de pelo para el alisado japonés, que tanto me favorecía. Metí las coordenadas de la casa del lago en el GPS de mi coche y corrí como una loca a los brazos de Ernesto. Hasta sin coordenadas le hubiera encontrado tan solo con seguir el sendero de su luz. Me estaba esperando de pie en un bonito porche cuajado de flores. No me dejó hablar, me besó, me tomó en sus brazos y, mientras me desnudaba, me condujo directamente a la cama… Me dejé amar y lo amé como una bellaca, una y otra vez, hasta que, extenuados, quedamos dormidos el uno en brazos del otro…

A la mañana siguiente, Ernesto preparó un baño de espuma para los dos. Me indicó que estaba muy bonita con el pelo lacio, que ese corte me favorecía. “Es alisado japonés”, le dije orgullosa. Menos mal que me había traído la alisadora. Allí, en la bañera, reanudamos nuestro deseo, en el mismo punto donde el sueño lo interrumpió la noche anterior. Salí la primera del baño, quería arreglarme el pelo antes de desayunar y, mientras él permanecía aún dentro jugando con la espuma, le dije que le amaba, que siempre lo había hecho y que jamás le había podido olvidar. Ernesto comenzó a llorar. Me enterneció. Y es que soy una sentimental que no puede ver llorar a un hombre; esas cosas me desarman. Entendí que se daba cuenta del tremendo error que había cometido al abandonarme… Lloraba como un niño al que se le escapa el globo que le acaban de comprar. Cuando se serenó me pidió perdón. Vi la luz en sus ojos, en sus labios, alrededor de su cuerpo, sobre su cabeza. Me dijo que le perdonara otra vez porque se había vuelto a equivocar. Había discutido con su novia y en un impulso estúpido me había llamado a mí… ¡Que se había peleado con su novia y en un impulso es-tú-pi-do me había llamado a mí!.. ¿A mí?.. No quería creer lo que estaba escuchando… ¿Había sido utilizada como una vulgar vía de servicio en una pelea de enamorados? Ernesto me había puesto de nuevo la vida patas arriba… Me estaba diciendo que me dejaba, el muy canalla, y aún veía su luz… Dejé de plancharme el pelo y me senté en la taza del váter para no caer desvanecida. Me dijo que lo de anoche había estado muy bien y que podíamos repetirlo los tres… ¿Los tres?.. ¿Qué me estaba proponiendo este libertino tarambana?.. ¿Un trío con su novia?.. ¡Valiente degenerado indecente..! 

Me levanté, le insulté, le maldije, le escupí, le puse la cara roja de bofetones y me tapé los ojos para que no me cegara la luz… Tomé mi plancha de alisado japonés y la arrojé al agua… La luz de sus ojos, labios y cuerpo desapareció engullida por sus propios estertores. Era la primera vez en mi vida que le veía tan apagado y tan convulso.

Por María Sergia 

martes, 25 de febrero de 2014

¡El pan!

Aquella familia no tenía nada en especial. Su estructura era la tradicional de la época. Y cada uno de sus miembros asumía el papel  que le había correspondido desempeñar en dicha estructura. 

Paco era el cabeza de estirpe y nadie osó poner su liderazgo en duda. Hombre de corta estatura, no muy fuerte, con carácter firme que irradiaba a todos miembros una  cierta sensación de seguridad.   

Marta, su mujer, ejercía diversas funciones con abnegación y siempre en silencio. Mientras observaba los pasos de los vientos y como se le iban aclarando los cabellos y como el tiempo iba borrando sus agraciados rasgos de la bella “pueblerina”. 

Con el paso del tiempo Marta se comenzó a sentir sola, seria, pensativa y paseaba suplicante de palabras dentro del pequeño castillo que había  conseguido fabricarse en su pequeña morada rodeada de inermes utensilios que parecían tener mil ojos que la miraban con lástima y clemencia pero a los que ella se aferraba con la necesidad de sentirse  útil y necesaria.   

A finales de cada mes, Marta recibía un puñado de escasas monedas con las que tendrá que mantener a su familia, sin que saliese de su boca queja alguna; ella siempre supo que en aquella cárcel la correspondía escuchar y trabajar.

Mientras, el bueno de Paco no se cansaba de repetir, en voz alta, con orgullo y seguridad su máxima: “Mientras yo viva, mi Marta no limpiará culos ajenos”. Y, a fe que su máxima la llevó hasta sus últimas consecuencias. 

Su mujer jamás tuvo que ocuparse de más funciones que criar a sus hijos, hacer comidas, lavar, planchar, cuidar animales, cargar arena, ladrillos, cemento para construir su chabola, hacer las vestimentas de la prole, dar lustre a las cuatro paredes… Y otros diversos menesteres.  

El jefe cumplía su parte del trato, se ocupaba de trabajar cuantas horas fuese preciso. ¡Más de veinticuatro horas diarias! Repetía, una y otra vez el bueno de Paco, y más si fuera preciso. Todo con tal de que sus máximas se cumpliesen y su autoridad no quedase en entredicho.

Con el paso del tiempo, de los sudores y las privaciones los cónyuges lograron atesorar unos ahorrillos con los que comprarse una pequeña máquina con la que trabajar los escasos periodos que aún les quedaban libres. 

Así fueron quemando sus calendarios conservando siempre la misma organización.  Fueron perdiendo vista, oído, engordando piernas, adquiriendo enfermedades mientras les volaba el pelo y cuerpo le les llenaba de arrugas, kilos y achaques que aminoraban y doblaban sus cuerpos.

Ahora inmersos ya en el invierno, sin apenas pasear por la primavera y sin cambiar de indumentaria Marta y Antonio se siguen soportando y mantienen siempre las mismas costumbres.   

Marta continúa cosiendo, planchando, cocinando, limpiando…. Y el bueno de Antonio, su  “Jefe”, ahora ya jubilado consume el tiempo examinado los vinos del barrio, dominando cartas y recordando los viejos tiempos en los conseguía el sustento de los suyos de chato en chato, de taberna en taberna.       

Los retoños fueron creciendo y formando sus nidos aunque regresaban  puntuales los domingos y fiestas de guardar al viejo hogar. 

Ayer domingo vimos a Antonio sentado en la orilla habitación que hacía las veces de comedor y sala de estar alrededor de una de la pequeña mesa redonda, cubriéndose las piernas con una pequeña manta a cuadros rojos y negros que le ayudaban a sobrellevar el frío y los años. 

Poco tiempo después se pudo escuchar su aún potente y autoritaria voz: “Marta el pan”. 

Y la buena de Marta, con sus cortas y encorvadas piernas, invadidas por múltiples vías oscuras fruto de sus incontables caminares arrastraba sus huesos esforzándose por aparecer a la mayor brevedad ante la presencia de su amo.

Sin esperar a su llegada, impaciente e insolente Antonio volvió a gritar:  "Marta, el pan!

Marta –dubitativa y temblorosa- acertó a contestar: “¡Ay, Antonio,  si te lo he puesto encima de la mesa!"

Antonio apenas si levantó los ojos, la miró, y sin mover un solo nervio contestó: "¡Ya!, pero no está cortado".

Por Jesús Ramírez

lunes, 24 de febrero de 2014

La instantánea

          
Le había vuelto a suceder. ¿Cómo una imagen podía despertar en él tantos recuerdos? Había arribado a Valdoviño como un náufrago sobrevive a una tempestad. Todos le esperaban; le recogió un coche, llegaba don Luis, el director del centro. Al tomar contacto con la realidad, desestimó todas las consignas que desde Madrid se le habían marcado. Comenzó por eliminar las llaves de las habitaciones, fuera taquillas, los niños contarían con dormitorios  decorados con sus ídolos, se celebrarían sus cumpleaños, nada de ropa prestada. Se los llevaría al centro comercial y los equiparía  para el nuevo curso. Una vez al mes irían al cine, se organizarían rutas los fines de semanas, no se contarían los yogures… quería lograr un hogar para todos.
“No se fíe”, era el comentario que más escuchaba. “Estos niños están muy bien aleccionados”. “Estos niños son víctimas de sus circunstancias”, respondía él.

Estos pequeños habían tenido en su corta vida experiencias durísimas, como dormir en una bañera mientras su madre ejercía la prostitución en la habitación de un hostal de carretera, o presenciar la llegada de un padre borracho a media noche y despertarlos para que le calentaran la cena. Pero Luis se había propuesto que tuvieran una existencia lo más normalizada posible, aunque solo lo lograba por momentos. En una ocasión, empeñado en hacerle entender a Juan Carlos, un chico de ocho años, que había que aprender a conjugar el verbo haber este le dijo: “Yo lo que quiero saber es cuántos sacos de patatas tengo que vender para comprarme unas zapatillas nuevas”.

Y, tal vez por esa fuerza que engendra la esperanza, le costó ver la  cara oculta de la luna. Los niños estaban encantados con las novedades que Luis había implantado, y un fin de semana al mes, como recogía la ley, lo pasaban con  la familia, ala que, entusiasmados, contaban las novedades. Fue en uno  de esos fines de semanas Luis echó en falta su magnífico equipo fotográfico, ese que su padre le había regalado al acabar su licenciatura y que sería el último regalo antes de su  muerte repentina. Esa cámara le ayudaba a plasmar solo los instantes que él deseaba y que conformaban “su vida”, desde una representación teatral de los niños, hasta una hermosa luna llena. Pero no estaba, alguien había entrado en su habitación y se la había llevado. Aguardó esperanzado a la tarde del domingo, cuando los niños volvían al centro, no tuvo que esperar mucho para saber qué había pasado con su equipo. “Nos han comprado una bicicleta a cada uno!”, dijo el más pequeño de los Barreiros. Llamó el lunes a la abuela,, que era la que se hacía cargo de aquellos niños. Bajaba por la cuesta del pueblo con sus ropajes amplios, su pañuelo negro en la cabeza, su larga vara de eucalipto y seguida por un par de hermosas vacas. “¡Imposible, mis rapaciños no!” Afirmaba indignada al tiempo que su mirada sobrevolaba la plata que adornaba el salón.

Y así pasaron algunos años hasta que decidió volver a Madrid. Le prepararon una despedida y, en el último momento, cuando se acercaba la hora de coger el autobús, Bea, la mayor de las Barreiros le dio una foto de todos sus hermanos tomada uno de esos fines de semanas en los que visitaban a la familia y le dijo: “Nos la hicimos para que tuvieras un recuerdo de nosotros. Nos la hizo un amigo de papá con una cámara como la tuya”, le dijo el más pequeño de la saga. 

¡ Es tan increíble lo que una imagen puede evocar!



                                                                                       Por Parapeto



domingo, 23 de febrero de 2014

Enigmática amenaza


Terminé de escribir la canción y decidí incluirla para mi siguiente concierto. Llegó el día. Todo estaba preparado aunque aún quedaba un rato para que el evento comenzase. Un hombre desaliñado, aparentemente borracho, que estaba en primera fila se acercó a mí y me preguntó por qué no empezaba el recital. Le contesté que aún no era la hora. El sujeto en cuestión se enfadó mucho y comenzó a gritar diciendo que él merecía que cantara para él y se marchó.

Un poco extrañada por lo sucedido, pensé que todo estaría mucho mejor  sin él dando la lata. El concierto transcurrió con alegría y en paz. Los espectadores y yo disfrutamos mucho.

Cuando llegué a casa tenía una carta extraña, sin remitente, que me decía que era una zorra, que él sólo quería estar conmigo y que yo le ignoraba. Inmediatamente, pensé en el tipo del concierto. Seguramente se trataba de un degenerado. Pero, ¿cómo habría conseguido mi dirección?

Pasados unos días olvidé el incidente y volví a mi música; continué componiendo y con los conciertos, feliz y sin pensar en nada más. Pero al salir de casa encontré otra carta. Estaba en el mismo tono que la anterior y decía: “Maldita zorra, te entretienes con tu música y con tus amigos. Te lo voy a hacer pasar muy mal. Te mataré”. Este mensaje me hizo sentir muy incómoda, tuve  miedo al pensar que podría tratarse de un loco peligroso que fuera capaz de hacerlo.

Los mensajes se repitieron una y otra vez y con ellos mi nivel de ansiedad. Empecé a sospechar de todo el mundo: de mi vecino, de mi mejor amigo, del portero…

Transcurrieron los días y continuaban las notas. Cada vez estaba más asustada. Comencé a sufrir terribles dolores de cabeza. Lo achaqué a la falta de descanso debido a mi ansiedad. No recordaba mis sueños. Sólo sabía que me levantaba cansada a pesar de haber dormido.


Un día conecté la cámara de vídeo para grabarme cantando para un vídeo-clip y se quedó encendida sin querer. Al día siguiente visualicé el contenido. Cuando vi lo que estaba grabado me llevé una sorpresa. Vi como me levantaba dormida, tomaba un papel y escribía y lo colocaba en la entrada de la casa. Después me volvía a acostar. Caí en la cuenta: era yo quien me escribía los anónimos, los insultos y amenazas. Los escribía dormida. Me levantaba sonámbula. Era increíble: Mi peor enemigo era yo.

Por Rosa Velasco

sábado, 22 de febrero de 2014

Cosas corrientes

Nací un domingo de febrero, en una capital de provincias. De ese día no puedo contaros gran cosa,  porque apenas había llegado. Además, os diré que en esa época no se solían dar muchas explicaciones a los niños, cuanto menos a una recién nacida.  Si puedo contaros, de oídas, que al parecer mi padre quería un chico. Sueño que tardó varios años en materializarse poco tiempo y por partida doble. Pero esa es otra parte de la historia.

Eran los años cincuenta del siglo veinte. En esas fechas las cartillas de racionamiento daban sus últimos coletazos. Esto no quiere decir que con ello se hubiera llegado a la prosperidad; quedaba tiempo de incertidumbre, pero no para mí, era un bebé precioso y sabía llorar o reír según la necesidad… Mi abuela Isabel me auguraba un futuro esplendoroso.

Recordando su figura alargada y sus vivos ojos azules, no pude evitar una sonrisa mientras acercaba a mis labios la taza del té, con la que calentaba mis manos en una fría tarde de invierno. Como fogonazos rápidos primero, y luego deslizándose despacio, las imágenes de mi infancia llenaron la habitación y la calle accesible a mi ventana. Suavemente, como un río que te lleva, me trasportaron a tiempos y lugares de cosas corrientes y emociones sencillas. 

Entre las brumas de que están envueltos muchas veces, y la reelaboración que sufre con el tiempo todo recuerdo, emerge la escuela del pueblo de mi madre. Situada en la planta baja del ayuntamiento dividía en dos la principal y única calle. Dentro, los pupitres de madera gastada, con sus temibles tinteros de loza, capaces de, en un instante, teñir de azul indeleble papel, mesa y vestido… los tanques de aluminio o porcelana desconchada, en los que recibíamos nuestra ración de leche en polvo que previamente habían batido para disolverla, no recuerdo bien con qué, la maestra y los chicos mayores. Aún veo la perola renegrida por el humo de la salamandra que, ya encendida cuando llegábamos los pequeños, calentaba la estancia. En ocasiones,  a la leche se sumaba un trozo de queso amarillo y gustoso, que más que comer roíamos para que nos durase más. Las carreras a la salida y la música de los lápices dentro del cabás de madera, los gritos, las pequeñas y grandes travesuras hechas en la libertad de un pequeño pueblo, donde todo el mundo se conoce o tiene lazos familiares.

Otro sorbo de té y, esta vez, una carcajada. Éramos espías de los chicos y chicas un poco más mayores, entre los que se encontraba mi hermana, también el chulito de turno: ¡Chiquitos, chiquitos, mirad que alto meo!, gritaba Cirilo haciendo la correspondiente demostración subido en un poyete, tan alto que tuvo que cerrar la boca rápidamente ante la inesperada ducha y el regocijo de toda la chiquillería. 

Inolvidables las escapadas al río, a pescar, la emoción de encontrar un cangrejo agazapado tras levantar, con mucho cuidado, una piedra y otra, y otra… aventuras de las que siempre salía alguien remojado. 

Pero los días plácidos y de juegos a la sombra de los abuelos siempre llegaban a su fin. Y otra vez a la ciudad.

Jugar en la calle no era sencillo, tras la consabida recomendación: no habléis con extraños, mi madre se asomaba a la ventana varias veces y verificaba que no nos habíamos movido de la plazoleta y que todo estaba controlado… Mi hermana, otras amigas y yo chapurreábamos una jerga con la que nos dirigíamos a los extranjeros que visitaban la catedral, junto a la que vivíamos, y salíamos corriendo, lo mismo que hacíamos tras llamar a los timbres de las casas. 
Y, de fondo, una sensación extraña. No sé si era esa la realidad o es mi lectura de ese momento pero al evocar la ciudad en esos días  me invade un sentimiento de desamparo. Quizá la clave sea un padre enfermo y ausente y una madre ocupada en salir adelante en una situación difícil. 

Las cosas habían mejorado para algunos, para otros aún quedaban años de incertidumbre. Yo llevaba fatal que mi madre me enviara a hacer los recados, las pequeñas compras: dile al señor Gaspar que nos lo apunte. Eso era lo que menos me gustaba, ir a comprar al fiado es como si me mandaran a pedir. Me hacia la remolona pero, por más que lo intentaba, no conseguía que los hiciese mi hermana.

Una y otra vez la visita a los abuelos, los juegos en la calle, “soy la reina de los mares…”, la abuela contando historias  mientras cocina, el risco tras las casas, el río fluyendo incansable… 
Así hasta  aquel  día de agosto. Nos mandaron, a una prima de mi edad y a mí, a recoger las medicinas del abuelo, en un pueblo de al lado, a unos ocho o diez kilómetros. Teníamos once años, muchas ganas de hacerlo bien y nos habían dejado un burro con el que trabajaba el molinero, pequeño y gris, resabiado y huidizo. No conseguimos montarlo, cada intento terminaba en una caída, teníamos que tirar de él para que no se escapase. De Platero solo tenía el tamaño y el pelo. Pese al burro, conseguimos ir y volver hacia el atardecer. Subimos a la alcoba de los abuelos, el abuelo sentado en la cama y la abuela en una silla a su lado, nos recibió con un: ¿ya estáis de vuelta? Suavemente se metió entre las sábanas, dio media vuelta y se quedó quieto y en silencio para siempre.

Era agosto y, sin embargo, recuerdo un día gris, sollozos y vestidos negros. Después, todo fue diferente. Mi espacio de libertad junto a los abuelos se disolvió, como humo, en esa misma tarde.

El té se ha terminado. Contemplo el fondo de la taza, como si más adentro hubiera claves para entender mi vida. Alegrías y penas emergen, entre la niebla del tiempo, amores y desamores, encuentros y despedidas, los viajes, la universidad, un trabajo que no exige creatividad pero que gratifica… y tantas pequeñas cosas que se colaron en mi vida y han tejido mi historia. Imágenes en blanco y negro.

Hace unos años volví al pueblo de mis recuerdos y ya no estaba allí. Los sitios donde pase mi niñez, la casa, la escuela el río donde se lavaba la ropa, mientras los chiquillos buscábamos cangrejos o culebras que enredábamos en un palo, habían desaparecido. Quería reencontrar mis raíces y se han perdido enredadas en el espacio y el tiempo. 

Pero la abuela Isabel tenía razón: un futuro esplendoroso. Estoy aquí, en mi casa, con la ciudad a mis pies, dueña de mi vida y mis recuerdos y con una taza de té entre las manos.

Por Mayte Espeja

viernes, 21 de febrero de 2014

¡Qué grosería!

Suena el teléfono. 

Raro, muy raro. ¡A estas horas! Si  mis amistades saben que no hay nadie en casa más que yo, y conocen mi compromiso por reunirme en secreto con extraños personajes y debatir con ellos las soluciones más absurdas, en posición horizontal.  

Escucho una dulce y empalagosa vocecita femenina que me interroga con suma amabilidad desparramando una retahíla de bendiciones a la carreta.

-¿Es usted don José García del Valle?
- Sí, señorita en que puedo ayudarla.   

No sé si les había dicho, pero al otro lado del hilo telefónico sonaba una preciosa melodía de fondo que acompañaba la joven y modulada voz femenina. Mis oídos gozaban así de la desmedida ternura que provocaba la situación. 

- Buenas tardes don José, mi nombre es Natibel Fernández, directora de comunicación de la empresa de estudios de mercados;  podemos hacerle una breve entrevista, serán sólo unos minutos. 

Mientras mis ojos se juntaban y solicitaban mi descanso, los oídos se iban abriendo -más aún-. Comienzo a tratar de justificar mi actitud colaboradora: “Seguro que a esa joven la pagan por entrevista realizada, seguro que tiene una amplia  preparación académica,  pero no encuentra otro trabajo, están las cosas tan mal… Además,  a mi también me gustaría que si mis hijos se encontrasen en esa situación los ciudadanos les ayudasen y,… después de todo, me cuesta tan poco… 

- Pero rápido, por favor que iba a salir de casa en estos instantes, de hecho me ha cogido usted en la puerta –aclaro- y… 
-Serán sólo unos minutos -me indica la amable señorita.

Miró el reloj.

-Bueno, dígame.
- En primer lugar: ¿Qué edad tiene?
-59 años. Contesto con voz segura y firme, satisfecho de haber  sabido responder  a  la primera pregunta.    
-Lo siento señor, pero a su edad la  opinión ya no nos interesa.

Se oye un pitido punzante y continuo  en el auricular. 

Por Jesús Ramírez

Recordando

Al salir del trabajo, estaba enfadada consigo misma. Sin saber cómo se dejó convencer por su madre. Le había prometido que se acercaría al pueblo, no contaba con terminar tan tarde. Ahora no le apetecía meterse en el coche y hacer ciento y pico kilómetros para llevar unas flores, que ni siquiera había tenido tiempo de comprar. Al final decidió hacer el viaje, una vez compradas las flores  se puso en camino. Llegó demasiado tarde para visitas,  su madre estaba en casa de una de sus tías así que se quedó a dormir en la vieja casa de los abuelos.

Jacin no había vuelto al pueblo desde que murió su abuela. A pesar de que ya hacía tiempo que había dejado de ser una niña, echaba de menos las noches de verano en que la abuela contaba  las historias que, según decía, eran verídicas. Durante el viaje fue rememorando alguna de esas viejas historias, que la retornaban a su niñez.  

Hay lugares de los que no se pude huir, aunque intentes evitando una y otra vez se produce el reencuentro. A Jacin  le sucede hoy,  después bastante tiempo vuelve al pueblo de su padre. Sin saber porqué, no se sentía identificada con sus gentes, quizá por ese tenebrismo que parecían desprender, una mezcla entre religión y superstición que impregna los lugares y sus habitantes. Aún recuerda los paseos hasta el cementerio en las tardes de domingo. Era la visita obligada de clero (solía haber más de un representante  del mismo e incluía respetuoso besamanos) y de la gente del pueblo. No se paseaba en dirección contraria, algo que si se hacía cuando caía la noche. Había, además, otras costumbres que Jacin no entendía, ni ha intentado entender.

Un afán de privacidad enfermiza, cuando todo era público. Como lo del tío Saturnino y de sus hijos que, al llegar a la madurez, desarrollan esa enfermedad mental de la que no se habla sino en susurros. Se iban casando y teniendo hijos, a pesar de que todo el pueblo estaba seguro de que la parca les reclamaría pronto un nuevo tributo.

Sin  la abuela no tenía sentido visitar un lugar, del que lo único que la atraía era precisamente que ella allí estaba. A pesar de que ya hacía tiempo que había dejado de ser una niña, añoraba las noches teñidas de los relatos de la abuela. Imposible olvidar ese trayecto hasta la cama, el recelo y la huida de esa sombra que les mira y les sigue mientras se alumbran con el candil. 

Según contaba la abuela cada año, en la noche del día de difuntos,  la Santa Compaña se detenía en la puerta del tío Saturnino y reclamaba a alguno de sus hijos. También contaba que solo allí habían visto a la comitiva de ánimas en pena con sus luces titilantes. Es la noche en la que se abre la puerta entre los dos mundos y los muertos regresan para visitar a los vivos. En las casas se encienden mariposas (luces que arden en un platillo sobre una capa de aceite) que les indican el camino a  la mesa  que  está dispuesta, o que sirven de protección para que no vengan a molestar durante esa noche.  En esta macabra reunión se ponen en paz con los vivos: les reprochan los errores o faltas,  promesas incumplidas… piden lo que necesitan  para liberarse de esa cadena de penitentes y pasar al otro lado.

Pocos pueden ver a los espectros, filas fantasmales de sudarios con pies descalzos presididas por un mortal, portador de una cruz  y rodeado de una difusa luz que alumbra su pálido rostro. Condenado a vagar eternamente sin volver la vista atrás, hasta que algún incauto, sorprendido, reciba la cruz y la condena de vagar de la que solo se librará entregando el relevo a otro ser vivo. 

Aquellos que se crucen en su camino con la Santa Compaña puede que sólo oigan la salmodia del rezo de un rosario cuyas negras cuentas van desgranando, huelan el humo de sus velas u oigan arrastrar de cadenas… Si te topas con ella lo que hay que hacer es no escuchar, no hablar, no pensar,  no mirar, no aceptar nada que te ofrezcan;  si es un cirio es anuncio de una muerte próxima, si es la cruz quitas su maldición y la asumes tú.

Se había despertado sobresaltada, le pareció  oír ruido de cristales, guardó silencio,  nada… un sudor frio corrió por su frente. ¡Que tonta soy!  Volvió a dormirse. Al despertar se asomó a la ventana. Ese primero de noviembre amaneció nublado, las gotas de roció en las hojas temblaban con el viento, sus ojos recorrían el  trayecto mientras resbalaban lentamente. Entre la niebla divisó una figura que se alejaba.

Cuando se dirigió a la cocina, para prepararse el desayuno, al pasar por el salón vio cristales rotos. Era el espejo que colgaba encima del aparador, estaba hecho añicos y recordó: “tenéis que volver los espejos cara a la pared, así aunque esté detrás de vosotros no la veréis”. Se volvió hacia el retrato que había en el otro lado de la pared  y vio la figura desdibujada de su abuela.

Por Mayte Espeja

Medicina

La madre de Daniel estaba triste ante la indefensión de ver a su hijo enfermo. No tenía dinero para la operación que el niño necesitaba. Mientras le administraba la medicación pensaba en cómo iba empeorando y en los pocos recursos que tenían.

Ana trabajaba todas las mañanas como asistenta en una casa, aunque dada la situación no dudó en aceptar otro empleo por la tarde. Cuando terminaba sus jornadas estaba agotada, pero tenía que ocuparse de Daniel.

Así pasaban los días y la desfallecida Ana no reunía el dinero necesario, así que sin pensarlo mucho, decidió contarlo en programa de televisión para pedir ayuda. El niño estaba cada vez más débil, más pálido y con el ánimo peor al verse tan falto de fuerzas. Después del programa la cantidad recogida tampoco era suficiente.

Ana lloraba intensamente y sus lágrimas iban cayendo en la cazuela en la que pensaba hacer la comida. La llenó hasta arriba. Sin saber por qué y harta de no encontrar una solución, tomó un vaso y lo rellenó con su propio llanto y se lo dio a beber a Daniel mientras le acariciaba y le besaba.

Ana observaba con asombro cómo el color volvía a las mejillas de su hijo, mientras éste se movía con más fuerza. Poco a poco empezó a sentirse mejor y más alegre al igual que su madre. Todos los días Daniel se tomaba su improvisada pero eficaz medicina, acompañada de los cariños, para ir restableciéndose poco a poco, hasta alcanzar la salud completa. 

¿De qué estarán hechas las lágrimas de una madre para curar así? De Amor, probablemente.

Por Rosa Velasco

El océano es un puente de ida y vuelta

Primavera del 2008

Marcelo sale de su puesto del rastro de Madrid y se dirige al bar de la esquina con su amigo Juanjo. Se frotan las manos. 

- ¡Joder, qué frío hace hoy! -comenta  éste.
- Es que se nota cuando no hay sol, compañero. 
- Eso, y que no me muevo con la venta. No sé tú, pero ¡llevo una mañana!

Marcelo sonríe satisfecho cuando dice: “hoy me va de puta madre”.

Es que el género que vende es muy atractivo: bisutería y adornos de piedras naturales: amatistas, ágatas de distintos colores, cuarzos. Todas traídas de Uruguay y Brasil. 

Cuando vino a España, en el 93, trajo un buen surtido. Pudo pasarlas sin problemas, gracias a una amiga azafata. Al principio vendió algunas a un artesano, pero le pagaba poco. Así que estuvieron guardadas casi un año. Tenía ganas de conocer este país; entonces cogió su mochila y anduvo recorriendo de sur a norte. En Madrid tenía la referencia de unos primos de la azafata y luego, con cada viaje, hacía otros contactos interesantes. 

Al año dijo “basta” y buscó piso para compartir. Había gastado poco de sus ahorros. A cada lugar que llegaba, iba fabricando y vendiendo: pulseras, pendientes, collares, con una parte de las piedras traídas. 

El deambular le sirvió para aclararse las ideas, decidir qué hacer de su vida, además de conocer  la idiosincrasia de los españoles y las diferencias según la región. Se enriqueció en cultura y en vivencias.

Al fin se  instala en Madrid, por las posibilidades que le puede ofrecerle esta ciudad. Ahora no quiere ni pensar que tiene un título universitario: ha hecho arquitectura en Uruguay. Gestionó la convalidación, metiéndose en un laberinto burocrático sin fin. “Yo pensaba que la burocracia era un carácter nacional de mi país”. Nunca consiguió que le reconocieran su carrera universitaria.  

En una ocasión le preguntó Juanjo: “¿Por qué no buscas trabajo en lo tuyo? Ahora es un buen momento.”Obtuvo como respuesta: “Quita, quita, estoy bien así”.

Ahora vive solo en un piso viejo por esa misma zona. Tuvo dos parejas, una durante año y medio y otra que duró solamente tres meses. No funcionaron. ¿No eran las mujeres que buscaba? Si es que buscaba alguna… No quiere profundizar en el asunto. Se siente bien así; disfruta cada día de lo bueno: amigos, amigas, viajes cortos, solo o acompañado. 

El vínculo con su familia es, sobre todo, su hermana, que ha venido a verlo y a conocer algo de Europa.  También tiene un hermano. Su padre falleció el año pasado. 

Montevideo, 15 años atrás

Marcelo ha terminado la carrera de arquitectura. Pertenece a una familia acomodada. Su padre, teniente-general retirado, pudo pagar estudios superiores a sus tres hijos. 

Durante la infancia y la adolescencia, los hermanos han vivido en un círculo de familiares y amigos muy cerrado. Los amigos eran los colegas de su padre y sus hijos, sus amigos. La hermana era muy preguntona.

- ¿Por qué nos lleva y nos trae al colegio, un soldado? 
- Porque hay gente muy mala por la calle -le contestaba el padre.
- ¿Quiénes, los tupamaros?
- ¿Quién te dijo eso?
- En el colegio lo comentaron: que los militares como tú los llevan presos porque ellos no quieren a la patria. ¿Y nosotros queremos a la patria?

Así fueron educados Marcelo, sus hermanos y tantos otros niños, hijos de militares golpistas. La gente se dividía en buenos (los militares) y malos (comunistas y tupamaros). Marcelo se irá enterando de lo que se vive en su país, cuando ingresa a la Facultad. Muchas discusiones y peleas hasta saber la verdad. Muchas preguntas a su madre, primero y luego a su padre, con bofetadas y castigos, como respuesta. Hasta que deja de preguntar. 

Se va alejando de su familia y haciendo nuevos amigos que no puede ni quiere llevar a casa. Porque allí vive un padre torturador y una madre omisa (no ve ni sabe nada). Sus hermanos prefieren no cuestionarse. Y su padre les organiza la vida.

- Cuando acabes la carrera, ya tendrás trabajo con un amigo mío. También hay opción de que vayas a Estados Unidos a perfeccionarte. 

 Marcelo no le contestaba, pues tenía sus planes. Acabar arquitectura (lo convenció un amigo) y luego largarse. No quiere ejercer una profesión que fue pagada por un torturador.
En 1993 emigra a España, donde tenía algunos contactos, proporcionados por sus colegas.

Verano de 2008: Madrid-Ibiza

Deciden marcharse él y Juanjo a Ibiza, a vender en el puesto de Mariana, una uruguaya que conocieron por casualidad. De paso podrán disfrutar del mar.

Será un encuentro fundamental para Marcelo. Ella es hija de presos políticos, liberados cuando terminó la dictadura, en 1985. Les consiguieron billetes y una estancia en Suecia para recuperarse física y psíquicamente, con tratamientos específicos para personas que han sufridos torturas; además de una ayuda económico-social integral. Su padre ya ha regresado a Uruguay. Ahora está integrado en un grupo político de izquierdas que están llevando a cabo proyectos sociales de integración de familias cercenadas, que viven en la marginación, como consecuencia de la dictadura. 

- Necesitan arquitectos que quieran implicarse con mucho trabajo y poca remuneración. Ya es hora de que utilices tus conocimientos para levantar el país. 
- No sé… Volver ahora… -replica Marcelo.
- ¡Ahora es el momento, tío!

Muchas charlas, en la madrugada ibicenca, hablando de sus países con un grupo de latinoamericanos.  Marcelo se va poniendo al día, con más detalles, de lo que está ocurriendo en su país. Se revuelven sus tripas. Algo está cambiando en su interior.

Montevideo, Uruguay, 2015

- Pasame un mate, che -dice Marcelo, mientras estudia los planos sobre la mesa-. Esto así es inviable.

Se acercan sus dos socios y discuten largo rato. Entre mate y mate, van haciendo las correcciones al proyecto inicial.

Cuando regresó a su país, se unió a una pareja de jóvenes arquitectos: Jaime, hijo de un preso político muerto en tortura y Delia, su compañera. 

Los tres dedican una parte de su trabajo a ganar dinero, con encargos de particulares y deempresas, atraídos por su buen hacer. La otra parte de su labor la dedican a trabajo social: participan en cooperativas de viviendas de obreros, con sus proyectos económicos y funcionales. No cobran por sus servicios, ayudan en los engorrosos trámites burocráticos y en la adquisición de materiales económicos pero de calidad. 

Marcelo siente que ahora está devolviendo lo que le ofreció la universidad uruguaya de forma gratuita: sus estudios. 

- ¡Eh, tú, pensador, te llama tu hermana al teléfono!-le grita su socio.

Lo invita a comer a su casa, con su marido y sus hijos.  También irá su hermano. “Que vengan Delia y Jaime, claro.”

 “¡Qué mujer cálida e integradora!”, piensa  Marcelo de su hermana. Ha logrado recuperar el núcleo familiar, con pena de que su madre no haya podido vivirlo; falleció hace cinco años. 

Reunidos en el patio, alrededor de una mesa de madera, con un buen asado criollo, vino y pan, Marcelo levanta su vaso de vino.

- Un brindis por esta familia tan querida, por mis amigos y socios y otro para mi amada compañera que llega de Madrid la semana que viene. ¡Salud!

Por Elsa Velasco

jueves, 20 de febrero de 2014

Farida


A Ernesto, que emite unos apagados gemidos, le caen grandes gotas de sudor que empiezan a mojarle las lentes. Se pelea con el mando a distancia de la flamante e inmensa televisión que preside el salón, donde, tumbado en el sillón o sentado en su silla de ruedas, pasa muchas horas al día: escuchando música, leyendo novelas o disfrutando de sus series favoritas. Ahora está solo. Sus padres están trabajando y la asistenta salió un momento a comprar.

Ha visto crecer a Farida, la vecina del piso de al lado, y a sus hermanos varones, que nacieron cuando ya estaban instalados en la urbanización. A través del angosto tabique, ha compartido juegos y llantos con ellos. Los chicos han pasado, casi desde que aprendieron a andar, gran parte del tiempo en el jardín comunitario, jugando al fútbol, subidos en los columpios o patinando, sobre todo la niña, que lo hace con gran soltura.

La madre de los niños, Paqui, hija de extremeños, aunque viste chador -la túnica que utilizan muchas mujeres musulmanas en occidente, que cubre todo el cuerpo, dejando al descubierto sólo cara y manos-  nació en el barrio del Picarral, en Zaragoza,  la ciudad en donde viven. Cuando llegó a su actual domicilio acababa de casarse con Jalil, un joven jordano que trabajaba en una pequeña fábrica del sector del automóvil, que la convirtió al Islam.

A Ernesto, al que los fórceps le produjeron una severa parálisis cerebral, que le impide casi la totalidad de los movimientos y la facultad de hablar, le bajan al patio casi todos los días. Ya forma parte del paisaje humano y muchos niños le tratan con cariño, aunque siempre los hay que le faltan al respeto. Él, que va camino de los treinta años, ya no le da importancia. Le gusta observar los juegos de los chicos y daría su vida, menos un día, por formar parte de uno de los equipos de fútbol que compiten en la pista y emular a los jugadores del Real Zaragoza que tanto admira. Farida, que suele pasar a su lado mientras circunda el patio con sus patines, siempre le mira, algunas veces le sonríe, pero nunca le dice nada. Ernesto hace tiempo que reparó en la belleza mestiza que iba atesorando la chica.

Desde hace unos meses, Farida, que debe andar por los quince años, ya no juega. Sus hermanos se pasan el día divirtiéndose, pero ella ya no los acompaña. Sólo se la ve cuando entra y sale de su casa con su madre. El último verano llevaba siempre pantalón largo y camisa hasta las muñecas. Ayer la vio con un pañuelo cubriéndole su preciosa melena. A Ernesto, que temía la llegada de este momento, se le saltaron las lágrimas.

Ya no sabe qué hacer con el mando del nuevo televisor. Toca todas las teclas, pero no encuentra nada que le sirva. Será porque no está encendido el Wi-Fi. Llora de impotencia. Encima, Juani, la asistenta, no está. Escucha los gritos y no puede hacer nada. Sudor, mocos y lágrimas se mezclan en la comisura de sus labios. "¡Vaya mierda de tele!", se lamenta. 

"¡Por fin!", respira. Ha conseguido que se le abra un pequeño cuadro de texto en la pantalla donde, con mucha dificultad, apretando con su agarrotado dedo índice, logra escribir algo. A través del tabique, los gritos de Farida, mezclados con voces de mujeres mayores, se hacen cada vez más intensos.

Llega Juani y se encuentra con los aullidos de Ernesto. “¿Qué pasa?”, dice asustada, “si sólo he faltado un momento”. Gira la cabeza hacia la televisión y, al lado de donde dice "búsqueda de canales", lee: “farida auxilio”. La mujer repara en lo que sucede al otro lado de la pared y se apresura a llamar a la policía.

En el hospital, ginecóloga y enfermeras brindan con un café de máquina. Sólo fue un pequeño corte que cicatrizará en pocos días. Por unos segundos, no llegó a practicarse la ablación. Fuera esperan dos mujeres policías, una funcionaria de servicios sociales del Gobierno de Aragón y Elvira, la representante de la organización “Justicia para las mujeres”, que hacía tiempo que no encontraba un caso como éste, pues las mutilaciones suelen realizarse durante los viajes a los países de origen y a niñas más pequeñas.

Ernesto se encuentra en cama, con casi cuarenta de fiebre, pero se le pasará, ha comentado el médico. A pesar de todo, exhibe una sonrisa que transparenta la felicidad que lo invade.

Por Vicente Briñas