domingo, 30 de noviembre de 2014

Microbio, Nela y el bigote de la abuela

Si les digo que mi hermano tardó tres meses en inscribir a mi sobrino en el Registro Civil ¿lo considerarían un despiste? Y si les confesara que el muchachín no tuvo un nombre propio, excepto “Microbio”, hasta la polinosis de mi madre, la abuela, ¿les sorprendería? Pues así fue, pero no teman, que no le llamamos Atchús, ni Rinitis, ni Asma, ni Moco. El nombre elegido fue Jesús, y el único delito que cometió, para tanto desaire y tardanza en los trámites, fue nacer feo. 

Mi hermano Eugenio tardó noventa días en anotar al niño en el libro de familia y nadie le culpó por tanta desidia. Nadie, excepto la abuela, mujer de férreas convicciones morales y religiosas, que afirmó que lo desheredaría si no cumplía con sus deberes civiles; si no dejaba de llamarle Microbio, y si no le llevaba a la parroquia a santificarle en aguas bautismales. La abuela, pobrecita, había quedado ciega por una subida de azúcar hacía tan solo un año. 

Eugenio, mi hermano, que era un zopenco, solía referir que, cuando la comadrona le puso al bebé en los brazos, pensó que se trataba de una broma con cámara oculta para algún programa de televisión. Mi cuñada, abierta aún de piernas en la camilla paritoria, preguntó por su hijo, lo normal en cualquier mamá primeriza, y cuando lo tuvo en su seno, dicen los que estaban allí que chilló, puso los ojos en blanco y lo rechazó prefiriendo quedarse con la placenta, supongo que para hacerse alguna crema. El ginecólogo, residente de segundo año, desconcertado ante la situación, se disculpó ante los padres y familiares, que allí estábamos, sin dejar de repetir como un enajenado: “Hicimos lo que pudimos… todo lo que estaba en nuestras manos, pero el condenado ha sobrevivido”. Fue amonestado por la dirección por tanta sinceridad; poco después dimitió y se fue al Tíbet… Necesitaba recapacitar y encontrar la paz para su alma. Fueron momentos de caos y confusión. 

Al volver a casa, tras una semana en el hospital, mi cuñada, que acababa de terminar de leer una novela de una escritora chilena, no volvió a pronunciar palabra alguna. Era muy teatrera, la verdad, y se negó a darle el pecho porque no soportaba mirar al infante de frente. También evitó cualquier actividad en la que tuviera que estar en la misma habitación que Microbio, perdón, que Jesús. Lo cierto es que yo agradecí que dejara de hablar porque era una mujer tediosa que pasaba el día declamando, en voz alta, cualquier texto que caía en sus manos, como cualquier diva trasnochada de las películas en blanco y negro. Mi hermano, obsesionado desde el hospital con lo de la cámara oculta, empezó a buscarla por todos los sitios. Primero, en los bares y a deshora. Después, en cualquier club de carretera… También acusó a mi cuñada de haberle sido infiel. Ella no dijo nada, como era normal tras su decisión de enmudecer, y Eugenio se alejó de nuestras vidas tras contraer, según dicen, algún tipo de infección. Nadie ha sabido nada de él desde hace mucho tiempo.

Sin padre y con una madre muda por convicción, fue la abuela la que se encargó de la alimentación del bebé, lo que la hizo, por un lado, rejuvenecer y, por otro, considerar lo que llevábamos años diciéndole sin que nos hiciera caso: que se afeitara el bigote. Por sí misma, entendió la necesidad de hacerlo cuando comprobó los berrinches que cogía el pequeño cada vez que se acercaba a besuquearlo. Menos mal que la pobre no vio los picotazos, como puntas de alfileres, que sus crines recias habían dejado en los carrillos ensangrentados del infante. La abuela y el canijo forjaron lazos muy fuertes desde esa primera etapa de vida y cuando el chiquillo comenzó a balbucear sus primeras palabras regaló a la anciana su primer “mamá”.

La escolarización de Jesús fue tardía porque cuando rellenaban la ficha de inscripción, y presentaba las tres fotos reglamentarias, la instancia era destruida en las calderas, entre fuertes medidas de seguridad. Incluso hubo un centro escolar en el que avisaron a las autoridades, que ipso facto activaron el protocolo para infecciosos. Lo del colegio no fue un problema. La abuela se encargó de enseñar al niño lo que iba necesitando saber en cada momento. Finalmente, con diez años Jesús ingresó en un colegio público, aunque lo suyo –como se veía desde el principio– nunca fueron los libros. A los catorce años encontró trabajo en un taller mecánico donde pasó desapercibido. Allí, entre grasas, churretes de aceites, pintura y polvo de motor, su cara tiznada no era distinta a la de los demás. El muchacho era espabilado y, desde el primer momento, entendió bien los entresijos de los motores. Tanto que, cuando el dueño se jubiló, algunos años después, él se hizo cargo del negocio.

Una tarde, cambiando el aceite de un coche, la conoció a ella: la muchacha más encantadora con la que había coincidido nunca. Bien es cierto que jamás había entablado con ninguna joven conversación más extensa que “¿Cuánto le debo?” o “¿Para cuándo estará listo el coche?” La chica era menuda, de voz ronca, como la de las grandes fumadoras, pelo ralo, ojijunta, tez empalidecida, labios orondos –pintados por fuera–, prominente nariz, cejas pobladas, piernas extrafinas y tronco excelso… Era, lo que venía a ser, su alma gemela. Enseguida se gustaron. Ambos.

Al cerrar el taller, quedaban para pasear por la zona más oscura del parque, lejos de miradas insidiosas. Así conoció Jesús lo difícil que había sido la vida de Marianela. Por su boca, supo que el mismo día que nació sus padres compraron un perro, al que llamaron Tesoro, para superar el trauma. El perro creció con ella y fue su primer y único “amigo”. De niña, narraba entre sollozos, sus padres le ataban trozos de carne al cuello para que Tesoro quisiera jugar con ella… Una mañana de otoño, el perro, aprovechando que no estaba atado, huyó del domicilio familiar. Empapelaron el barrio con letreros buscando al animal, pero, ni ofreciendo recompensas, a Tesoro no se le volvió a ver el pelo. Semanas después, Marianela también se marchó de casa y se hizo vegetariana. Ambas cosas por convicción.

Lo cierto es que mi sobrino y Marianela se enamoraron perdidamente. Al poco tiempo, decidieron vivir juntos en una casa en las afueras donde se llevaron a la abuela, que congenió a la perfección con la muchacha y, por primera vez, los tres formaron un hogar de verdad. Un hogar feliz. La abuela pidió permiso a la pareja para dejarse crecer el bigote con libertad, lejos de las convenciones superficiales que con lemas, como “no más vello”, promueven cánones de belleza dolorosos y antinaturales. Jesús abrió una franquicia de talleres de automóvil, “El Microbio”, por toda España, con bastante éxito, y Marianela, ahora Nela, decidió dedicarse a escribir cuentos para niños; lo que siempre había deseado hacer. Cuentos diferentes a los tradicionales, cuentos sin princesas, sin príncipes azules y sin sapos, que revolucionaron el mercado editorial… Ganó varios premios.

Dicen que se casaron y que están esperando su tercer bebé.

María S. Martín

Ladrón de sueños

Llevaba en la mano las entradas para el concierto de mi grupo favorito, que tanto me había costado conseguir, cuando un individuo con una estrafalaria cazadora roja y desgreñada melena me preguntó la hora.

Mientras  estaba enfocando la esfera del reloj, algo que debo hacer con precisión, dadas mis carencias visuales, el tipo aprovechó para arrebatarme mi preciado tesoro y salió corriendo dejándome allí, paralizada, sin poder despegarme del suelo, presa del estupor y la indignación.

Al poco  rato un resorte interior me hizo reaccionar, empujándome a correr tras el ladrón de sueños, con la certeza de que no iba a encontrarle, pero convencida de que algo tenía que hacer.

Nada más rebasar la esquina, ¡sorpresa!, lo encontré tranquilamente sentado en una terraza de verano, de espaldas a mí, tomándose una cerveza, y riendo con otros tipos que parecían sus amigos al mismo tiempo que agitaba  el aire con mis localidades con gesto triunfal.

El no me vio, pero me acerqué sigilosamente y con un rápido movimiento se las quité y situándome frente a él, le derramé la bebida por la cabeza.

Fue en ese preciso momento cuando deseé ser abducida por una nube o una nave espacial y prometí que desde entonces no saldría sin las gafas.

Ante mí, una chica con un abrigo rojo, el cabello chorreando y expresión de perplejidad, aceptó mis disculpas y mi invitación a otra cerveza para reparar mi error, al fin y al cabo ambas habíamos soportado largas horas de espera y duros enfrentamientos en la fila, persiguiendo idéntico objetivo.

Días más tarde, víspera del concierto, al llegar a casa lamentándome por mi mala suerte, pero al mismo tiempo contenta por haber hecho nuevas amistades, encontré un sobre en el buzón con una nota que decía: “mi amigo tiene que irse mañana mismo a trabajar a Londres y no podrá asistir al concierto, si aceptas, podremos compartir el sueño.”

Debajo, un pedazo de suave papel satinado y brillantes colores me invitaba a convertir  mi deseo en realidad.

Carmen Alba 

sábado, 29 de noviembre de 2014

El reto

Siempre había pensado que sería capaz de conseguirlo. En el fondo le gustaban los retos personales.
Y todo comenzó así:

Aquella mañana, cuando fue a tomarse su café de cada día al bar de cada día, lo vio en el periódico.
Como casi siempre, a no ser que los tuviera alguien, cogió el primer periódico que encontró en la barra del bar, leyó los titulares de las noticias de una página cualquiera y por inercia pasó la hoja. En su retina y sin darse cuenta se quedó esa palabra que tanto le motivaba. Retrocedió a la página anterior y ahí estaba: La palabra era TRIATHLON.

- Me encantaría conseguir hacer alguno alguna vez en mi vida - dijo en voz alta sin darse cuenta.
Apuntó en su móvil la página web donde estaba la publicidad anunciándolo y siguió desayunando sin quitarse de la cabeza aquel RETO.

Siempre había sido una persona luchadora. Era algo que había aprendido y que le había inculcado siempre su padre, a luchar por conseguir lo que queremos.

Siguió desayunando y leyendo el periódico sin darse cuenta de lo que leía, aunque tampoco le importaba mucho porque la verdad es que los periódicos no son un alarde de buenas noticias.

Iba a salir del bar cuando escuchó un voz que le decía:

- Oye Martín, si no me quieres pagar el desayuno, dímelo, que hay confianza.
- Pablo, perdona, que no me había dado ni cuenta.

Menos mal que le conocían de cada mañana, menudo corte. Y es que iba centrado en sus pensamientos que no eran otros que el de hacer su primer TRIATLÓN.

Andaba por la calle pensando y pensando si podría hacerlo o no.

- Lo termino seguro - pensó.

Iba como en una nube sin dejar de pensar en el anuncio que había leído hacía quince minutos. Andaba sin fijarse por donde iba porque era el camino de cada día.

- Estoy deseando llegar a la oficina para enterarme bien de las distintas categorías que hay.

Una vez sentado frente a la pantalla, entró en la página web que había apuntado en el bar y vio justo la categoría que quería. Y se llamaba SPRINT.

No era ni la más corta ni la más larga de las que había, era la intermedia y consistía en hacer 750 metros nadando, salir del agua, coger la bici, hacer 22 Km. y cuando los hubiera hecho, dejarla y hacer 5 km. corriendo.

- Me parece un buen RETO para empezar.

Y así pasaron los días siguientes hasta el día de la prueba. Intentaba visualizar como sería nadar en la Casa de Campo de Madrid, con el agua bastante turbia y con unas carpas más o menos del tamaño de su brazo; prefería no pensarlo mucho.

La noche anterior al gran día la pasó regular, los nervios no le dejaron dormir bien. Se despertó varias veces por sí no sonaba el despertador y se dormía.

- Joder, que nervioso estoy – dijo cuando se levantó.

Se vistió, desayunó y a por su RETO.

Una vez que aparcó en el lugar de la prueba, no hacía más que ver a gente que como él estaba descargando la bici y sacando las cosas para las distintas pruebas. Todos iban para los boxes que es donde se dejan las bicis y todo el material.

Lejos de desmoralizarse, pensó que lo iba a terminar seguro, empleara el tiempo que empleara, eso para él era lo de menos, su ilusión era terminarlo.

Analizó cual era su  situación ante lo que iba a hacer:

- Vamos a ver, hago natación dos veces a la semana; monto en bici, mínimo tres días también a la semana y estoy en muy buena forma física para correr cinco kilómetros. Voy a tranquilizarme porque estoy seguro que lo voy a terminar y además seguro que bastante bien.

Fue pasando el tiempo hasta que le llegó la hora. Iba hacia la salida bastante nervioso, pero concentrado en todo lo que tenía que hacer y al fin sonrió, porque se dio cuenta que estaba justo donde quería, a la hora que quería y en el lugar que quería.

- Soy un privilegiado de poder estar aquí, haciendo lo que deseo con todas mis fuerzas; así que disfrútalo y diviértete, que para eso estás aquí, para esforzarte al máximo, pero también para pasarlo bien.

Y sonó la bocina dando la salida al RETO que había querido hacer desde hacía tiempo. Y entonces nadó, y nadó y nadó todo lo que pudo, y no dejó de sonreir mientras lo hacía. Y salió del agua, cogió la bici y pedaleó, y pedaleó y pedaleó todo lo que pudo y no dejó de sonreir mientras lo hacía. Y terminó de hacer el recorrido en bici, la dejo en el box, se calzó sus zapatillas de correr y corrió, y corrió y corrió todo lo que pudo y no dejó de sonreir mientras lo hacía.

Ya tenía a la vista la línea de meta cuando, con una emoción que no le cabía en el cuerpo y con una sonrisa de oreja a oreja, atravesó el umbral de la meta y se le llenaron los ojos de lágrimas al ver que había conseguido realizar su tan ansiado RETO.

No hay mayor satisfacción personal que demostrarse a uno mismo, que eres capaz de hacer lo que pensabas que nunca conseguirías. Y eso lo traslado a cualquier ámbito de la vida; todos tenemos nuestros RETOS personales y con ilusión, alegría y mucho esfuerzo se pueden realizar, y si no los conseguimos, al menos lo habremos intentado.

Armando Benedicto

viernes, 28 de noviembre de 2014

El secreto del abuelo

La familia de mi padre proviene de un pequeño pueblecito de Cuenca llamado Hinojosa del Castillo.
Mi papá era el mayor de una familia numerosa ¡Eran 12 hermanos! muchos, si lo miramos bajo el prisma actual, pero frecuente en los linajes de otras épocas. Criados en una pequeña chabola en la que tuvieron que sufrir las penurias y privaciones que produce el desastre de la guerra en cualquier país.

Después de finalizar la contienda, Pedro –mi padre- partió a la capital a realizar el servicio militar –obligatorio por aquel entonces- y allí se quedó ya y rehízo su vida.  Construyó una chabola, formó una familia, comenzó a trabajar, crió sus hijos y… finalmente trajo a sus padres para que tuvieran una vejez más placentera hasta el final de sus días.

     Al cabo de pocos años falleció su padre, -mi abuelo Afrodisio- a los 67 años de edad. Y, como primogénito suyo le correspondió hacerse cargo de realizar los trámites pertinentes para su entierro: Tuvo que buscar: Partida de Nacimiento, Bautismo, DNI del finado, Certificado de Últimas Voluntades… y rellenar diversos impresos por triplicado que le facilitó la funeraria para entregar en los archivos correspondientes.

      De inmediato mi padre partió al pueblo donde había nacido, crecido y vivido. Él, mi abuelo y toda su larga prole. Se dirigió hacia la casa Consistorial a solicitar el primero de los documentos que le solicitaban: El Certificado de Nacimiento. Después de una larga e infructuosa búsqueda el documento seguía sin aparecer. Y, todos los esfuerzos del funcionario –conocido de la familia- resultaban en vano y se comenzaba a producir una situación de incomodidad al no saber donde, ni como poder localizar los datos que se solicitaba mi padre.

Para no agobiar al funcionario y dejar que realizase mejor su trabajo quedé en volver dos horas después y mientras aprovecharía para visitar a alguna de las escasas familias conocidas que aún permanecían en el pueblo y con las que habíamos compartido decenas de vivencias, alguna de las cuales nos les habían ayudado a sobrevivir a la familia de papa durante su infancia.

Así estuve conversando con Dña. Rosario; el Macario; tía Lola; D. Ataulfo -el boticario-,… y acabó el recorrido en la barra del único bar del pueblo “La Plaza” en la que se encontró con “Patri” el cabrero, que preguntó directamente a mi padre por el motivo de tan inesperada visita.

- Bueno, Pedro y como tú por aquí después de tantos años
- Pues "na" chico que se ha muerto mi padre “Afrodisio” y me ha dicho mi madre “La Amparo” que viniese al pueblo a por el Certificado de Nacimiento y… llevó más de dos horas en la Secretaría del Ayuntamiento y… no logran encontrarlo. Figúrate tú, después de tantos años en el pueblo y con tantos como fuimos y… no aparecemos por ninguna parte.

     El Patri, que era de la quinta de mi abuelo, se toco la barbilla, e instantes después lanzó una leve sonrisa, si hombre si, como no va a aparecer. Lo que sucede es que tu padre no se llamaba “Afrodisio”, él se llamaba: Matildo y como de chiquillo no le gustaba pues… se lo cambió y se puso el nombre por el cual todos lo conocemos.

            De vuelta al ayuntamiento con la nueva información se lo notifiqué al Secretario que buscó la partida ahora a nombre de Matildo y… apareció.

Con ella mi padre pudo cumplimentar todos los trámites que le solicitaban.

            Descanse en paz mi abuelo Afrodisio o… como decían los papeles oficiales Matildo y su secreto.      

Jesús Ramírez Castanedo

El astronauta

Era la hora de la comida familiar. Estaba la tele puesta como casi siempre y era el momento de las noticias. Yo tenía entonces diez años y no solía prestar atención a lo que decía la caja tonta. Lo que emitía estaba destinado a la curiosidad de mi padre, siempre más interesado en el devenir del mundo y, principalmente, en las previsiones meteorológicas, que entonces se transmitían de modo austero y conciso. El resto de la familia, hermanos y madre, más bien centrábamos la atención en lo que había encima de la mesa. Los alimentos no siempre eran de nuestro gusto, para disgusto de mi madre, que como cocinera consideraba un desprecio insufrible el poco aprecio que hacíamos de su trabajo, por ser hijos “malos comedores”, según decía a las amistades.

De repente, me llamó la atención una noticia que relataba la tele: un astronauta había tenido un accidente en su nave espacial y había quedado flotando en órbita, perdido y sin ninguna posibilidad de regresar a la tierra, de ser rescatado. No recuerdo que se describiera la noticia con especial dramatismo y fanfarria sensacionalista. Eran otros tiempos. Las noticias se daban escueta y concisamente, a no ser que se tratara de elogiar al Caudillo. En este caso sí que se entraba en una retórica pomposa e incomprensible de puro vacía.

Pero ya digo que hablaban de un astronauta ruso, creo, que había quedado flotando en el espacio sideral con su traje aislante, pero sin sostén para sus pies. Recuerdo el impacto que me produjo escuchar aquello, quedé acongojada al imaginar la inmensidad nocturna que rodeaba a este hombre. Qué soledad y qué desamparo tan gigantesco. Primero fue el asombro y después un sentimiento de empatía con aquel ser humano tan indeciblemente lejos, en una situación tan inconcebible. Para asombro de la familia, empecé a llorar, lloraba de modo inconsolable, sin freno y desde un sentimiento tan hondo que no sabía cómo parar, ni cómo explicarme.

Más tarde he pensado alguna vez en aquello. Son pocos los recuerdos claros de la infancia y, en mi caso, están más unidos a sensaciones globales de lugares y atmósferas. Por eso me he preguntado alguna vez qué querría decir aquello, si es habitual, si retrata alguna peculiaridad psicológica mía, si históricamente tiene algún fundamento.

Así que impulsada por la curiosidad, y contando con que cualquier asunto viene reflejado en Internet, me puse a la búsqueda de algún dato sobre ese hecho, ya histórico. Para mi sorpresa encontré una entrada dedicada a los “astronautas fantasma”. Parece que durante los años de la carrera espacial, cuando rusos y americanos competían por la primacía galáctica y no escatimaban gastos en ello, hubo una serie de misiones espaciales que fracasaron y, en pleno triunfalismo de la conquista del espacio, no se podían admitir tales fracasos, por lo que los disfrazaban mediante noticias del tipo “astronauta perdido en el espacio”. Si después del despegue inaudito de naves y cohetes, bien publicitados a mayor gloria de los regímenes capitalista o comunista respectivamente, el cohete no regresaba, había que disfrazarlo de leyenda épica y evitar hablar de los fallos técnicos o humanos que habían producido la fulminación del armatoste espacial de turno.

Mi recuerdo infantil procedería, según la búsqueda realizada, de un astronauta que en 1968 participaba en una misión  promovida y sostenida por el gobierno ruso. Porqué los noticiarios de la dictadura se hicieron eco de este suceso que afectaba al país proverbialmente enemigo del régimen, es para mí un misterio. Quizá querían dejar claro que la ineficiencia y la inhumanidad típicamente comunistas llevaban a estos finales horribles, que no podía ocurrir de otro modo. Todo era aprovechable en términos propagandísticos y con fines de autobombo.

Volviendo pues al apunte del astronauta que supuestamente motivó la noticia que recuerdo, su historia ha tenido para mí una extraña continuación. Según la wikipedia parece que este hombre procedía de una pequeña ciudad de Ucrania, país entonces incontestablemente ruso, que promocionaba el ascensor social animando a sus jóvenes a entrar en el ejército y, desde ahí, lanzarles a alguna de las múltiples experiencias que la investigación aeronaval soviética llevaba a cabo. Él como tantos otros, recibiría entrenamiento y superaría las pruebas físicas y psicológicas que se hacían al efecto y tendría el honor de ser elegido para una de las misiones que acabó con su desaparición, sin que sepamos cuales fueron las circunstancias reales.

Desde hace algún tiempo, junto con un amigo , acudo a comer a un restaurante del barrio donde dos de los camareros son ucranios. Uno de ellos es el más cordial y comunicativo. Ha aprendido a hablar y bromear en español con una agudeza notable. A veces nos cuenta cosas de su familia, que permanece en Ucrania, y de sus circunstancias de vida en Madrid. Un día, hablando de la situación prebélica que se está viviendo entre Rusia y Ucrania, nos contó cómo veía él las cosas. Claramente la situación le producía mucha incomodidad y también sufrimiento. Pero, lo que más me impactó es que habló espontáneamente de la deuda que con su familia tenía el gobierno ruso por un tío suyo, hermano de su madre fallecido en una misión espacial … No quise entrar en más averiguaciones porque no parecía un tema fácil para él, y tampoco era el momento en medio de su jornada laboral. Pero me quedé con la sensación de la cercanía de los mundos presuntamente lejanos, en el espacio y en las ideas. No es así o no es del todo así lo de la presunta lejanía. Un recuerdo de la niñez del que parece una dudar si acaso pertenece al mundo mágico de la fantasía, encuentra de repente un correlato real y una vertiente histórica a la que amoldarlo y en la que encajarlo. Pierde su halo fantástico y desemboca en una realidad nada trivial, que aterriza en el mundo prosaico en el que vivimos, hecho de datos, de razones y de noticias periodísticas.

Y colorín, colorado …

Eugenia Corral Aguillo 



jueves, 27 de noviembre de 2014

El día ha empezado cuando te he escrito un “te echo de menos”. Un mensaje de esos como los que te mandaba antes, ¿te acuerdas? Bueno, ya sabes que no es lo mismo. Lo he notado desde el principio: ¡ni si quiera recordaba qué era echar de menos! Pero ya es mecánico: los dedos sobre el teclado han pulsado unos cuantos botones y ¡voilà! Ahí estaba esa frase que prometía lágrimas y al menos un par de latidos desacompasados en mi corazón. Total, hace casi dos años que te fuiste...

Te estarás riendo, lo sé. Tú ya sabes que no lloro como antes. Que nadie lo hace, qué vergüenza, ¿verdad? Pero son cosas que hay que decir de vez en cuando, lo dictan las normas. Así, después de darle al botón de enviar cogí tres pastillas EmoLiberadoras y las tragué con un sorbo de zumo, el azúcar aumenta su efecto. Ahora me las tengo que tomar a pares si quiero que funcionen, pero no me preocupa volverme adicta - o quizá ya lo sea.

Tras unos minutos por fin empecé a notar, muy ligeramente, un revoltijo en el estómago y poco a poco se formó el típico nudo en la garganta y, como imaginarás después, lloré. Sí, es humillante. Sentí como las píldoras daban rienda suelta a una serie de emociones, todas falsas, por supuesto. Un grito presionaba mi esternón: “¡Dos años sin verte¡” Dos años sin leer juntos en el sofá, sin viajar por el mundo en bicicleta, sin sentir dolor en las mejillas al oír tus chistes negros sobre la gente que quería ser robot, sin llorar tu pérdida. Dos años sin sentir nada.  Dos años desde que desapareciste, sí, pero quién sabe cuánto tiempo más desde que empezaste a marcharte... Te echo de menos.

Lloré durante diez minutos, no más. No podía perder más tiempo en banalidades.  Las pastillas tienen un efecto demoledor, pero por suerte dura poco. Recogí los trocitos de esa yo llorona de segundos atrás y como siempre con algo de embarazo, retomé mi eterna pose sarcástica. Ducha, café y puerta.

Hoy es día de evaluación. Por eso la tontería de los mensajitos, las pastillas antes del desayuno y demás. Normalmente cada uno decide cuándo tomárselas. Por ejemplo, si vas a ver una película romántica o a un entierro, con una dosis de Píldoras EmoImitadoras basta. Es evidente que las lagrimillas que se te escurren por la cara son producto de las drogas y, seamos sinceros, quedaría poco elegante despedir al muerto con la impertérrita sonrisa que calzamos en el día a día; así que tampoco está mal seguir con alguna que otra tradición.

En fin, lo que decía, esta mañana toca evaluación. Desde hace meses el día de hoy está marcado en el calendario del dispositivo multifunción con una equis en rojo chillón, resaltando sobre el resto de entradas: no es la típica etiqueta de “ir al punto de distribución de alimentos” o “pasar a recoger los trajes para el próximo ciclo”. Hoy es un día de vital importancia para todos los empleados de Central Humana, sí, pero para mí más porque me juego un ascenso. Y voy a conseguirlo.

Trabajo en la empresa líder de imitación de emociones desde hace tres años, pioneros en el arte de la inhibición emocional y la creación y recreación de sensaciones. Te lo recuerdo porque no sé si llegaste a enterarte, o si me ignoraste adrede, sabiendo cuánto odiabas estas modernidades. De todas formas, no podías ni podrás quejarte de mí, soy una gran promesa en la investigación en el campo y estoy segura de que en cierto modo te sientes orgulloso, donde quiera que estés.

Las pruebas de la evaluación son sencillas. Primero nos toca hablar con los expertos lectores de mentes, los antiguos psicólogos, y contarles nuestras sensaciones tras la dosis matutina de pastillas EmoLiberadoras. La mujer que me ha hecho los tests se comportaba como un robot, fría y mecánica, qué raros son estos compañeros míos... En cualquier caso, sin duda he pasado la primera fase sin problemas. He diferenciado fácilmente los sentimientos propios, ninguno, de los surgidos por efecto de la droga. Y después he sabido reponerme a los pocos minutos. Lo importante es la capacidad de abstracción y bloqueo de sentimientos reales y, aunque soy relativamente nueva en la empresa, llevo administrándome inhibidores desde chiquitita. Apostaría tu colección de películas antiguas de ciencia ficción a que saco un sobresaliente.

La segunda fase es más complicada. Se trata de un paseo por una realidad virtual donde se muestran algunas de nuestras mayores debilidades. Claro que estabas tú, no hace falta ni preguntarlo. Pero he sabido driblarte. Igual ha pasado con nuestro viejo chucho, no sé qué le viste a ese saco de pulgas. Su versión en 3D ha venido hacia mí, ladrando y lloriqueando, pero le he dado una buena patada y despachado. También estaba mamá, en la puerta del colegio, como cuando venía a recogerme después de clase. La he ignorado a pesar del suculento bollo que me traía como merienda virtual. Un par de viejos amigos, las chicas del equipo y poco más. Otro gran logro para mí. Me he permitido salir de la sala con las manos en los bolsillos, estoica y altanera. Una salida triunfal y un paso más cerca de mi muy merecido ascenso.

Y, por último, la prueba final. Una entrevista con el encargado de personal. Un pazguato médico jubilado que se encarga de dar el veredicto. La respuesta definitiva. El sí o el no. Llego a la puerta de su despacho y paso sin llamar, me está esperando.

- Hola querida, siéntate. - me saluda el hombrecillo protegido tras su mesa.
- Buenos días, señor. - entro rápido y me siento, las manitas sobre las piernas, que queda más serio.
- Ya tengo los resultados de las pruebas anteriores, qué velocidad de obtención y traspaso de datos, ¿verdad? En mi época las cosas iban más lentas, hija, y los documentos se perdían, y las secretarias...
- Señor, tengo prisa. - Le corto.
- Oh, si claro, niña, entiendo. - dice, algo humillado, y comenzó a reorganizar las pestañas de su dispositivo multifunción. Vaya mueble apolillado este hombre, pienso yo mientras, no sabe ni usar el cacharro con esos dedos artríticos de zanahoria. - Bien, pues, como imaginarás, has obtenido excelentes puntuaciones en los tests de bloqueo y demuestras una increíble capacidad de inhibir sentimientos y recuerdos emotivos. - Continua. Y mi pecho, instintivamente, comienza a hincharse de soberbia. - Cuéntame, hija, en qué sección estás ahora y cuál es tu cometido actual.
- Bien, pues estoy en el área de aeropuertos. En las puertas de llegadas. Ahí me dedico a captar, desencriptar y aislar sentimientos. Es un lugar crítico. Ya se imagina – dije con mi mejor tono sarcástico – todo lleno de familias que se reencuentran, parejitas separadas por la distancia que se abrazan, el hijo que vuelve del extranjero, exiliados, estudiantes, trabajadores,... Todo ese rollo de sentimentalismos. No me malinterprete señor, yo entiendo que son especímenes perfectos para el estudio, pero a veces tengo ganas de ir al baño y vomitar. No sé cómo aun se permite esta efusividad en un mundo tan avanzado... ¡¡Benditas drogas!!
- Ajá... entiendo – dice quedamente mientras marca una serie de casillas en su dispositivo.
El silencio de los siguientes segundos me incomoda. ¿No entiende este papanatas que tengo cosas  mejores que hacer? Y al fin llega el veredicto.
- Muy bien, señorita. Está usted despedida. - dice con un hilo de voz. Apaga la pantalla y se me queda mirando con las manos sobre la mesa.
- ¿Cómo? - no doy crédito a mis oídos.
- Lo que oye, está fuera. ¿Se cree que podía engañarnos? Usted no es una de los nuestros. Usted no ha conseguido liberarse de sus ataduras. Usted tiene aún humanidad, demasiada, la huelo a kilómetros. ¿Qué se cree, que no sabemos cómo finge? Es buena en su trabajo, sí, pero nada más que porque es una de ellos y sabe entender cómo “sienten” o lo que sea que hagan. Ha sido un bonito teatro, señorita, pero usted aun alberga amor en su interior y eso está fuera de las normas. No tengo nada más que decir. Váyase ahora mismo de mi despacho.

Sin decir palabra me levanto y me voy. Cierro la puerta con cuidado y, los nervios se desatan, el paripé se ha acabado. Me han pillado, no puedo seguir hacia delante si sigues siendo un lastre para mí. Y dos lágrimas de desesperación se me escapan. Todo es culpa tuya.

Así que por eso estoy aquí, visitándote. Necesitaba contártelo. Sé que no me escuchas, y si lo haces no me entiendes. Ya no te acuerdas de mí, papá. Eres lo único que me queda y esa maldita enfermedad te ha robado la mente y los recuerdos. Estás hundido dentro de tu cabeza, ahí tú solo. Y me has dejado también a mí ante este mundo más muerto que vivo. Sola, sabiendo que no me queda nadie mientras tu cuerpo inconsciente me ata a la realidad y no me deja escapar. Todo es culpa tuya.

 Adiós, papá.

Lara Iglesias




miércoles, 26 de noviembre de 2014

Colgadas del peligro

La calle estaba completamente desierta como habíamos previsto. Todo debía estar preparado metódicamente para no cometer ningún error, habíamos acordado incluso la ropa que deberíamos llevar puesta para no levantar sospechas y parecer dos niñas ricas inofensivas. Sara me dijo que yo debería llevar la gabardina color crema porque a ella le quedaría mejor el abrigo azul con su melena rubia. Al fin y al cabo parecer dos chicas pijas forradas de dinero no sólo requería llevar ropa cara sino también saber usarla siguiendo los protocolos estéticos que imponían Versace y compañía. A continuación bajamos del coche y sacamos rápidamente los dos bolsos del maletero. Yo debía llevar el bolso blanco, no sólo porque combinase mejor con la gabardina, sino porque yo era más ágil manejando las dos pistolas simultáneamente que había en su interior. Sara tenía más puntería y más fuerza para manejar la escopeta recortada y más habilidad para colocar explosivos que se hallaban en el otro bolso.

Mientras bajaba la puerta del maletero Sara me guiñó un ojo y me acarició el brazo con su mano derecha dándome a entender que todo saldría bien, como siempre. Había algo en ella que me hacía sentir en paz conmigo misma por lo que la tensión desapareció y sentí un deseo incontrolado por acercarme a su cara para besarla. Sentí que el tiempo se había parado por un segundo. Y es que a veces los pequeños momentos nos revelan grandes verdad y pude comprender al fin que no hacíamos esto ni por necesidad ni como gesto de rebelión contra una sociedad que nunca acabó de entender lo nuestro. Lo hacíamos mayoritariamente por pasión. Actuábamos así porque la adrenalina y el olor del dinero nos hacían sentir libres y unidas. El momento había vuelto a llegar, así que nos dirigimos a la puerta del banco de aquel pueblo cualquiera.

Siempre elegíamos bancos que tuvieran a un vigilante en la puerta en vez de un dispositivo de puertas con detectores de metales, por lo que sólo me bastaba esbozar una sonrisa de dama delicada e ingenua para que nos dieran vía libre para pasar. Sara entró en primer lugar esa noche y sin dar margen a que ningún imprevisto surgiese, sacó la escopeta, la alzó y encajó una bala en el techo para propagar el miedo en toda la sala. La seguí velozmente. Con una pistola en cada mano empecé a contar a todas las personas que había en la sala. Todas las personas gritaban y obedientemente accedían a la petición de agacharse con las manos en la cabeza. Nada había escapado a nuestro control, había diez empleados: el encargado y la señora que iba a retirar su pensión diez minutos antes de que cerrase el banco todos los días treinta de cada mes. Una vez terminado el conteo, me subí a la mesa más cercana a la cámara acorazada para tener mayor visión y ángulo de tiro. Mientras tanto, Sara se encontraba encañonando al encargado para disuadirle de llamar a la policía. Notó que le estaba haciendo daño y retiró la escopeta de su pecho. Nunca fue su intención dañar a gente inocente arbitrariamente. Seguidamente le pidió firmemente que abriese la caja sin mirarle a la cara. El hombre que estaba consumido por el terror accedió y temblorosamente sacó una decena de fajos de billetes. Sara los cogió y los alzó triunfalmente. No puede evitar sonreír al verla. Todo era perfecto cada vez que nuestro cariño se mezclaba con el frenesí de un atraco. Era exactamente como queríamos vivir. Mientras tanto, todas las demás personas seguían agachadas cuando Sara acabó de meter el dinero en una bolsa vacía que llevaba en el bolsillo. Mi misión era cubrirla en todo momento y mantener el pavor apuntando intermitentemente a cada una de aquellas personas confusas y aturdidas por la violencia aparentemente injustificada de la situación.

La primera fase había acabado y llegó el momento de ejecutar la parte delicada del plan. Sara se dirigió a la puerta acorazada, se agachó levemente y colocó los explosivos a diez centímetros del lector de códigos electrónico que había a la izquierda. Perdí un segundo de tiempo en observarla y al volver la mirada a la entrada principal vi a un hombre con una pistola apuntando en dirección a la puerta acorazada. Eso fue lo último que percibí con claridad. Los segundos siguientes fueron bañados por el caos de un ruido sordo. La gente empezó a levantarse y a huir por la por la puerta principal. Nuestra aventura había llegado a su fin. Miré la vista atrás y vi a Sara desplomada sobre el suelo con una bala en el pecho. Tiré las pistolas que tenía en las manos y salí corriendo para poder ayudarla mientras el hombre que había desmoronado nuestros planes gritaba algo que no podía lograr entender. Me incliné y la envolví entre mis brazos. Noté como mis manos se pringaban de sangre caliente pero me no estaba pendiente de ser escrupulosa. Entonces balbuceó algunas palabras hasta que al fin pude comprender un mensaje completo.: ‘’Cris, encárgate de que escriban un libro de nuestra trágica historia lésbico- criminal. Espero que nos llamen las bolleras atracadoras o algo así en los periódicos. ’’ Noté como se le escapaba la vida mientras me sonreía y una mezcla de euforia y dolor se escapaba de sus ojos.

Pude llegar a sentir que todo esto había merecido la pena, que su muerte no eclipsaba todo lo que habíamos vivido juntas. De repente todo se volvió claro otra vez y pude distinguir la amenaza del hombre que seguía sosteniendo el arma y apuntando en mi dirección. No dejaría que me esposaran, tenía que evitar un desenlace mediocre a toda costa. Rápidamente me deslicé por el suelo, recogí una de las pistolas que había tirado al suelo y disparé al hombre. Después sólo necesité una fracción de segundo más para arrancar el explosivo de la puerta acorazada, lanzarlo al centro de la sala, sacar el detonador del abrigo de Sara y accionarlo. Siempre fui una chica rápida y no me permití un segundo fallo aquella noche.


Álvaro Cobo

martes, 25 de noviembre de 2014

Peligro en Peligros

Son las cuatro de la tarde de un fresco día de finales de febrero. Cuando estaba llegando al final de un empinado puerto de montaña, el coche comienza a petardear y a hacer conatos de paradas intermitentes, como si tuviera hipo. Solamente quedan tres kilómetros de ligera pendiente, por una sinuosa carretera, para llegar a Peligros: pueblo solitario situado en lo alto de un escarpado monte al que solamente acceden los lugareños que en él habitan y, en épocas de vacaciones, las ocho familias que se han construido una casa para disfrutar de paz y tranquilidad, alejados de la enorme actividad y de los ruidos de la ciudad.

¡Me estoy quedando sin gasolina! Menos mal que en el pueblo hay un surtidor instalado recientemente por Miguel, un vecino que ha abocado últimamente al pueblo. Sin ningún fundamento, cree que una gasolinera en tan aislado paraje podría ser un negocio que le reportaría pingües beneficios. La gasolina y el gasoil los vende a precio de oro, por lo que casi nadie se abastece allí. Solo algún despistado cae en las redes de este mercachifle cuando se queda sin combustible en sus cercanías, como hoy me está pasando a mí. Intento dar al coche un poco más de fuerza, apretando el acelerador, y siento como si mi pié pisase el vacío, al tiempo que el automóvil se queda parado en seco con una última y seca explosión. Aprieto varias veces en vano el acelerador, intentando bombear los restos de gasolina del depósito, con peligro de obturar el carburador con los residuos que pueda haber en el depósito, al tiempo que doy al contacto para intentar nuevamente poner en marcha el vehículo. ¡Vano intento! Con la mirada busco donde dejar el coche de modo que no entorpezca a otros viajeros y, por el espejo retrovisor, veo que…, tras de mí, a la izquierda de la carretera, en plena curva y debajo de un talud de rocas, hay un pequeño descampado con suficiente espacio donde poder estacionar sin ningún peligro. Pendiente de la posible aparición de otros vehículos, dirijo el coche hacia este espacio, aprovechando que la inercia de su propio peso le hace bajar la ligera cuesta sin traba alguna, hasta que logro dejarlo en el sitio deseado. Entonces, cojo la parca de piel del asiento trasero, me la pongo y, mirando al frente, inicio la ascensión de aquellos últimos tres kilómetros que aún me quedan para llegar a Peligros.

Al trasponer la curva, veo una gran masa de color negruzco que, como si fuera un enorme cuervo, se extiende por una deforme superficie cuyas dimensiones superan las del espacio que debería de ocupar el pueblo. Es humo, un humo negro y espeso que tiñe el cielo de luto. No me gusta nada lo que veo. Miro hacia atrás sin ninguna esperanza de recibir ayuda, pues sé que el pueblo más cercano por ese lado dista más de cuarenta y cinco kilómetros. Tengo que llegar a Peligros para hacerme con un bidón de gasolina e intentar que algún habitante me traiga hasta donde he dejado mi coche.

Según me voy acercando, me introduzco poco a poco en aquella nebulosa negruzca que exhala una extraña mezcla de olores: por una parte, y de forma más intensa, a tasajo quemado; por otra, persiste en el ambiente un acre aroma a plástico y otro olor más dulzón y penetrante a resina de pino.

Estoy ya a un kilómetro de Peligros y la neblina parece que se va aclarando por efecto del viento que, cada vez con más fuerza, está soplando desde hace unos minutos. El olor se está volviendo más penetrante y a veces se hace casi irrespirable. A los aromas anteriormente mencionados se ha añadido otro más fuerte y repulsivo: a putrefacción. Aún no sé de donde procede esta humareda y estos olores, ya que no llego a divisar las primeras casas del pueblo. Me entorpece la visión de éste la última curva de la carretera y, hasta que la recorra, no lograré verlo en toda su extensión. Antes de llegar a ella, a ambos lados de la carretera, hay dos casas de piedra, cuyas puertas y ventanas están cerradas a cal y canto. Rodeándolas hay unos cercados de piedra que se encuentran en perfectas condiciones. Estas casas normalmente están desocupadas, pues las utilizan dos de las ocho familias que vienen periódicamente a pasar sus días de descanso en estos parajes.

Según voy avanzando por esta última curva que me separa del pueblo, y que es tan cerrada que no sabes si vas o vuelves, veo en la parte derecha otros tres chalés con cerco de piedra, al igual que las anteriores. A continuación, como a doscientos metros se ven las primeras casas del pueblo que quedan a la derecha. ¡He dicho casas! Debería decir “escombros”, lo que queda de ellas, ya que solamente aprecio restos de madera negruzca convertidas en pavesas de las que asciende una pálida columna de humo cada vez más claro, que sube y sube como si quisiera acariciar el cielo. Hipnotizado con lo que a mis ojos se ofrece, continúo andando, inconsciente de la importancia de lo que estoy presenciando.

Peligros, solamente tiene tres calles: la carretera que lo atraviesa, que es la calle principal, y otras dos paralelas a ésta, una a cada lado. Las calles tienen casas a ambos lados en toda la longitud del pueblo, que es de unos cuatrocientos metros. Pero me estoy expresando mal. He dicho “tiene”, cuando debería decir, para estar acorde con lo que capto en estos momentos, “tenía”. Mis piernas quedan paralizadas y yo, sobrecogido ante la dantesca escena que vislumbran mis ojos: de todas las casas, construidas en su momento con adobe y madera, solamente quedan unos humeantes restos negros: todo el pueblo ha ardido formando una compleja y extraña tea. Para mayor anacronismo, a mi izquierda, y casi enfrente de las situadas en el lado derecho, hay otras tres casas ilesas como las anteriores y cuyas puertas y ventanas, igualmente, están cerradas. Al fondo, a unos cien metros del pueblo, apenas se aprecia, por la neblina que forma el humo, una visera que sale del suelo como si fuera el ala de un pájaro, bajo la que se cobijan los surtidores de la gasolinera. Igualmente queda de pié el edificio en el que está instalada la tienda y una pequeña cafetería.

—¿Qué ha pasado en Peligros? —me pregunto una y otra vez horrorizado, parado en medio de la carretera, y sin poder avanzar ni apartar mis ojos de aquella fantasmagórica  visión.
Desde donde me encuentro no aprecio ningún signo de vida. Es como si todo el pueblo estuviera muerto: como ocurrió en Sodoma y Gomorra, un ángel exterminador ha extendido su malévolo brazo y ha destruido todo cuanto ha encontrado a su  paso.

Parcialmente repuesto, me pongo una vez más en movimiento, acortando muy despacio la distancia que me separa de Peligros. Conforme me acerco, el aire se va haciendo más y más irrespirable. Por fortuna, llevo un pañuelo en el bolsillo del pantalón. Lo saco y me lo coloco cubriendo la nariz. La pestilencia que ahora llega hasta mí es algo hediondo que se puede hasta mascar. Persiste el tufo primitivo que llegó a mi olfato: tasajo, pino, plástico, pero incrementado por una extraña peste que domina todos los olores y que uno exhala sin poder controlar ni evitar. Arqueo el cuerpo y, preso de grandes nauseas, vomito una y otra vez hasta quedar exhausto, sin nada en el cuerpo que poder expulsar.

No sé si dar media vuelta en busca de alguien que tal vez esté viniendo por el mismo camino que yo he traído. Desecho esta idea. A lo mejor hay quien precise mi ayuda en el pueblo. Además, ¡está tan lejos el próximo pueblo…!

Estoy en el centro de la carretera y tengo a ambos lados lo que deberían de ser las dos primeras casas de Peligros. En la que está a mi derecha, antes había un gran bar-restaurante que los jóvenes utilizaban también como discoteca; ahora solamente es un gran patio relleno de cascotes, con dos medias paredes a los lados, todo ello ennegrecido por el fuego que lo ha consumido.

—¿Hay alguien ahí? —grito sacando fuerzas, aún no sé de donde.

Un silencio sepulcral es la única contestación que percibo.

Me acerco un poco a los restos del antaño bar y, entre los cascotes, veo diez minúsculas formas que en otro momento formaron los cuerpos de diez personas. Se encuentran en extrañas poses y en ellos, como tónica general, se puede apreciar la carencia de abdomen. Están negros como el tizón y, prácticamente, han sido consumidos por el voraz incendio. Todos, con cabeza y cuerpo casi extinguidos por el fuego, enseñan los dientes en lo que parece su última sonrisa macabra. Ya comprendo de dónde viene el olor a tasajo que he percibido desde que divisé la oscura capa de humo. Es el de los cuerpos quemados: olor que aún se capta en el ambiente. Puesto que no puedo ayudar a nadie, dirijo mis pasos hacia la casa de enfrente, que en su momento fue la oficina de correos. Al igual que el bar, lo que antes era una casa, ahora es un solar repleto de cascotes y restos de madera mal quemada de la que aún sale una blanquecina columna de humo. Aquí no hay restos de ninguna persona, por lo que deduzco que la tragedia debe de haber sucedido en una hora a la que ya no se trabajaba.

—¿Qué ha sucedido en este dichoso pueblo?

Mi pregunta hecha en voz alta no recibe ninguna respuesta. Luisa, única empleada del servicio de correos, siempre estaba en el lugar de trabajo. Además de encargarse de las tareas relacionadas con este servicio, cuando estaba desocupada, efectuaba arreglos de costura. Siempre estaba haciendo una u otra cosa en la oficina, pues la utilizaba también como taller. Sin embargo, por algún motivo en estos momentos no se encuentra allí.

Sigo andando y, pocos pasos más adelante, al lado de lo que sería la siguiente casa, veo un perro, también muerto, con el lomo apoyado en la acera. Por su posición y sus patas, separadas en distintos sentidos, me recuerda a uno de aquellos antiguos pellejos de vino. Desde donde estoy, observo que en la calle hay otros siete u ocho más, tirados por la carretera o por las aceras, así como cuatro o cinco gatos. Me fijo en el que tengo más cercano y percibo que su piel se ha convertido en algo gelatinoso y transparente. El cuerpo hinchado y carente de todo pelo adquiere mayor volumen con cada minuto que pasa hasta estallar con un seco pum, que me hace dar un bote intentando alejarme de él. Se ha convertido en un gran charco espeso y pardusco, sobre el que flotan huesos y cartílagos, que parece burbujear con unos secos glu, glu, glu audibles en este ominoso silencio. De él proviene un olor sumamente desagradable, tan desagradable que es el peor tufo que he olido en mi vida. Es un olor acre que penetra en todo mi ser. Supongo que me estoy impregnando de él y que no me lo podré quitar en mucho, mucho tiempo.

Continúo avanzando y compruebo que todo lo que se ofrece a mi vista es un fiel reflejo de lo que he percibido al entrar en el pueblo: cadáveres carbonizados por todos los rincones de los negros y calcinados escombros de las casas; perros y gatos con piel gelatinosa sobre burbujeantes charcos parduscos. Peligros se ha convertido en un pueblo fantasma asolado por la muerte.

Recorro las tres calles que forman el pueblo, mirando los humeantes rescoldos de las casas que las delimitaron a uno y otro lado, con el deseo de encontrar el más mínimo asomo de vida. Mi deseo no se está viendo cumplido, pues la ruina y la desolación predominan allí donde mis ojos se posan. De cuando en cuando, me acompañan los secos estallidos de los perros y gatos convertidos en globos, y para colmo, todos los vehículos del pueblo se han convertido en humeante chatarra al arder en los garajes de las casas.

—¿Y ahora qué hago? —me pregunto angustiado.
—Tú tranquilo. Piensa y cavila, que tienes que encontrar una solución para este sinsentido —me respondo, intentando infundir ánimos a mi maltrecho ser.
—¿Solución? ¿Qué solución? ¡Peligros se ha convertido en un cementerio! —continuo con mi angustioso monólogo.
—¡Ya está! —me digo, con la mirada fija en la gasolinera y un deje de esperanza que me infunde un poco más de valor—. Me acercaré y, si queda gasolina la cogeré para dirigirme a mi vehículo. Lo pondré en marcha y saldré echando chispas para no volver a aparecer nunca más por aquí.

Dicho y hecho. Encamino mis pasos hacia la gasolinera, que permanece indemne, cubierta aún por una persistente y ligera neblina proveniente del humo ya casi desaparecido del pueblo incendiado.
Ahora que estoy lo suficientemente cerca, puedo ver a través de los cristales de lo que formaba la tienda una figura semitransparente, hinchada como un globo, que se mueve con torpeza por el interior. A pesar de lo desfigurado que está, creo reconocer en esa extraña forma unos retazos clarísimos que me aseveran que estoy ante Miguel, el dueño.

Abro la puerta, lo que acciona una campanilla que se encuentra sobre ella, haciendo resonar un alegre tintineo que llena con sus claros sones todo el espacio. Miguel se vuelve muy lentamente y me hace una señal para que esté quieto y no entre, al tiempo que produce un apagado balbuceo en el que puedo descifrar:

—No enntrrreeees.
—¿Qué ha pasado en Peligros? —pregunto ansioso por conocer algún detalle.
—Unnaaa nuubbbe osscuuuuraaa noos cuubrriooó y laaa geenteee coomeennzoooo a poonneeersseee maaal y aaa hiinnchharseee cooomoo globos, paaaraa deesspuuueeés coomeeenzaar aaa eestaaallaaar. Yooo eesttaaabaa fuueeraaa yyy, cuuaaandoo lleeguueeé, meee encooontrrreeé cooon esssee paanooorraaamaa. Meee saalpppiiicaaroooon yyy queeedeeé coontttagiiiaadooo. Meee haa daaddooo tiieempooo aaa queeemaaar toodaaas laaas caasaaas del pueeeblooo. Meee diispoooníaaaa aaa preendeeer laa gaaasooolineeeraaa. Haazloo tuuú.

Justo después de que dijera estas últimas palabras, escucho una sonora explosión y veo como Miguel cae fulminado tras estallarle el abdomen. Me ha dado el tiempo justo de cerrar la puerta para no ser salpicado por una materia pardusca y gelatinosa que ahora impregna toda la tienda. Una vez más, me asaltan unas tremendas nauseas y vomito.

Cojo un bidón que se encontraba apoyado a la entrada y procedo a llenarlo. Con él en la mano, me dirijo al pueblo y comienzo a rociarlo abundantemente con gasolina. Prendo fuego a los animales que quedan muertos por las calles y que aún no han sido incinerados, teniendo cuidado de no pisar la masa gelatinosa sobre la que están situados.  Hago varios viajes a la gasolinera para conseguir que mi tarea se vea concluida. Finalmente, lleno una vez más el bidón y, atravesando el pueblo, me dirijo despacio con el preciado líquido hacia donde he dejado aparcado mi coche. Introduzco los diez litros en el depósito y, un rato después, por fin logro ponerlo en marcha. Regreso a la gasolinera para llenar el depósito, alejo el vehículo y, después de rociar con el combustible todas las dependencias y de dejar los surtidores abiertos, hago un reguero para alejarme de este lugar, ya que se va a convertir en una horrorosa tea.

Prendo fuego al extremo del reguero y este, con gran rapidez, se trasmite a la gasolinera, la cual enseguida se ve envuelta por una gran llamarada, en un ambiente en el que el olor a gasolina y gasoil predominan.

Monto en el coche y me alejo de Peligros lo más rápido posible, contemplando por el espejo retrovisor la gran humareda formada por este último incendio, sin saber que, al pasar por la calle central, he pisado con las dos ruedas del lado derecho un poco de aquella masa gelatinosa que no había quedado destruida por los incendios, y que la llevo como compañera de viaje.

Por Jesús Llamas

lunes, 24 de noviembre de 2014

¿Qué habrá sido de él?

Lo más probable es que se haya jubilado, esté en paro o… vaya Usted a saber.

Han de saber que durante mis años de pantalón corto y llanto fácil fue él el encargado de facilitarme sonrisas, ilusiones… y lo hacía cada vez que sufría un ligero contratiempo o aparecía un socavón en la elaboración del  triturado de mi fabricación.

Entonces sabía que aparecía él para compensar mi sufrida pérdida y moderaría mi quebranto con un dulce, una moneda, una figura… ¡algo!

Fue por aquella época cuando empecé a aprender  a trapichear en la vida. Y, pronto supe  que dejando una muestra de mi desconsuelo debajo de la almohada él se encargaría de transformar mi  dolorosa pérdida en… voila, un regalo que encendería mi rostro.

                De él supe, lo que se me dijo, que se estaba construyendo un precioso palacio con las piezas que recopilaba en sus intercambios nocturnos y que lo hacía cerca de la segunda una nube blanca a la izquierda del sol. Y  que si yo me fijaba con atención podía apreciarla con toda nitidez durante los primeros días del verano.

                Lo cierto era que a mi siempre me asombró aquella precisión suya y la información que manejaba ¡No fallaba nunca! Yo sabía que él no se olvidaría y que la noche en la que depositase mi preciada  pieza, justo aquella noche, él se presentaría y haría el intercambio.  

                Ahora,  casi sesenta años después, he repetido la operación,  con la misma ilusión. Envolví la el pequeño trocito de fino  marfil que me había facilitado el dentista, lo enrolle en un pedacito de pergamino y la deposité debajo de la almohada. Luego… con los ojos abiertos, muy abiertos esperé hasta que la noche me vencio. Por la mañana, cuando me despertarme, miré nervioso bajo la almohada  y… allí continuaba ella: Solitaria, inmóvil, envuelta en el mismo mantón en la que la envolví.

                Me entristeció un poco, lo confieso, me quede decepcionado. Ahora me pregunto: ¿Dónde estará?¿Qué habrá sido del Ratón Pérez?¿Se habrá jubilado?¿Tendrá quién lo suceda?¿Dejará sin ilusiones a millones de jóvenes? ¿Habrán reestructurado también su empresa?¿Lo habrán despedido?

Me gustaría que supiera que siempre le estaré agradecido a  “D. Ratón Pérez”  ¡hoy ya será mayor! y se merece ese tratamiento. Por su edad y porque provocó millones de sonrisas. Sólo me apena que quizás no llegue a saber nunca que me preocupa su destino y  no saber si millones de niños seguirán gozando de sus apariciones, travesuras y generosidad.

¿Dónde estará?¿Por qué no se ha llevado mi pieza?¿Habrá terminado su palacio? Hoy decenas de  preguntas sin respuesta se agolpan y me torturan.

Jesús Ramírez Castañedo

Caperucita negra

Cuentan que Caperucita roja tenía una hermana gemela llamada Caperucita negra. Ésta se diferenciaba por el color de su caperuza, que era de un negro azabache y que siempre llevaba puesta con el objetivo de no ser vista bajo ningún concepto. Además tenía una especie de aura oscura, imposible de describir incluso para todos aquellos que la hubieran visto, pero perfectamente perceptible y real. Sin embargo las diferencias no terminan aquí, ni mucho menos. Caperucita roja era una niña dulce y buena, mientras que su hermana Caperucita negra era todo lo contrario, una jovencita despiadada y cruel, capaz de todo con tal de lograr sus oscuros propósitos. ¿Y cuáles eran éstos? Pues bien, se dedicaba a cazar animalillos indefensos por el bosque. Esta labor, en un principio, no tenía nada de malo, de no ser por los siniestros métodos que empleaba para realizarla. Caperucita negra tenía los mismos encantos físicos que su hermana, y los utilizaba para atraer a los animales hacia ella. Cuando éstos estaban bajo su control, se disponía a torturarlos lentamente hasta su muerte. En una ocasión de tantas otras, se dedicó a arrancar los ojos a los ciervos, cortarles las patas y finalmente la cabeza. Y así era la vida de esta pequeña y perversa muchacha en el bosque.

Un día que amaneció gris y oscuro, Caperucita negra despertó con un deseo: asesinar a toda la manada de lobos que habitaba el bosque del modo más doloroso posible. Con este objetivo en mente inició el día. Desayunó y salió de su casita con un cuchillo escondido entre sus ropas, mientras fingía felicidad y despreocupación tarareando una bella melodía. Con esta atrayente música no pretendía otra cosa que hacer caer en su trampa a algún cachorro perdido de la manada.

De hecho, tarde o temprano ocurrió lo inevitable. Caperucita negra se encontró con un pequeño lobo feroz, el mismo que a punto estuvo de ocasionar una tragedia a su abuelita y a su hermana. A pesar de todos sus defectos, Caperucita negra apreciaba mínimamente a su familia y sabía que le convenía protegerla, con lo que se lanzó sin dudarlo a la caza de este joven animal. El lobo feroz se asustó al verla y echó a correr despavorido. Caperucita negra no pudo por menos que blasfemar y soltar varias maldiciones. La presa se le había escapado. Una cosa era cierta: si no quería que volviera a ocurrirle lo mismo, debería andarse con más cuidado la próxima vez, por muy ansiosa que estuviera de iniciar la matanza.

Así pues, retomó la ligera cancioncilla con el objetivo de atraer nuevamente a su presa. Creía que esta vez lo conseguiría. Cada vez estaba más cerca, lo presentía, percibía su olor, y sin embargo el lobo no aparecía por ninguna parte. Pero entonces ocurrió lo más impredecible de aquel día para Caperucita negra. El lobo feroz, que era increíblemente astuto, se había acercado sigilosamente por la espalda de Caperucita hasta llegar a morderla una pierna, tras lo cual huyó. Caperucita negra gimió de dolor mientras, acto seguido, se sorprendía por el extraño comportamiento del lobo. No era habitual que éste huyera en lugar de seguir atacando. No había motivo, ya que ella no le había atacado. Pero rápidamente se olvidó del asunto y lo zanjó no dándole mayor importancia. Después de este mal encuentro con el lobo feroz, Caperucita negra decidió ir a visitar la casa de su abuelita para curar sus heridas. Allí fue tratada con hospitalidad y al cabo de unas horas pudo retomar su viaje.

De modo que una vez repuesta, decidió tomárselo con más calma y esperar a que el lobo volviese a aparecer, cosa bastante probable si se mantenía paciente y perseverante con lo que estaba haciendo. Y volvió a suceder. El lobo reapareció entre la maleza. Caperucita negra tuvo que aguzar un poco la vista para detectarlo entre el espeso follaje, pero en efecto, ahí estaba. Esta vez, sin embargo, se propuso actuar con más cautela y comenzó a seguir el rastro que iba dejando el animal con sus huellas en el barro. Tras largo rato caminando llegaron a una cueva en la que Caperucita negra descubrió, con gran sorpresa, que se hallaban el resto de lobos de la manada. En total eran siete cachorros, la madre y el lobo feroz, que llegaba con algo de carne fresca en el hocico para alimentar a sus crías. Caperucita negra, viendo que había por fin alcanzado su destino, trató de esconderse rápidamente detrás de unos arbustos, pero desafortunadamente no pudo evitar ser vista por el gran lobo feroz, que comenzó a gruñir con cierta insistencia para alertar a su familia del peligro que los acechaba. Éstos, sin embargo, ya no fueron capaces de divisar a la joven muchacha, que acertadamente había optado por trepar el tronco de un árbol hasta una rama no demasiado alta. Caperucita negra sonrió. Esta vez no podía errar en su objetivo. Había luchado mucho para llegar hasta allí. Además ya estaba anocheciendo y ni siquiera había hecho una pausa para comer o descansar, por lo que se encontraba tanto exhausta como hambrienta. Por no hablar de que era su tercer intento. Las dos primeras veces había fallado provocando que el lobo huyera y siendo atacada por él.

Estaba anocheciendo y sería más conveniente esperar al día siguiente, pero Caperucita negra no aguantaba más. Saltó de la rama del árbol en que se encontraba lastimándose un tobillo, pero no le importó. Sólo tenía la mirada fija en el lobo feroz y en el resto de su familia, que repentinamente se había girado para observarla. Con un brillo malicioso en sus ojos negros, extrajo el cuchillo que portaba consigo y lo lanzó con fuerza en el aire hasta clavarse en el cuello de uno de los cachorros, que cayó muerto en el suelo. El lobo feroz aulló de rabia. Acababa de perder a uno de sus hijos y no permitiría una segunda muerte. Se lanzó sobre Caperucita negra de un gran salto, pero ésta logró esquivarlo a tiempo mientras se apresuraba a recuperar su cuchillo y acercarse al resto de los cachorros, segándoles el pescuezo uno a uno. Tras lo cual alcanzó a la madre y le clavó el cuchillo justo en el corazón.

Mientras tanto, el lobo feroz observaba la escena con ojos aterrados. Ya sin saber cómo actuar, llevado por la desesperación, se marchó, no sin antes decir unas palabras:

-Ten cuidado, pues tú has matado a mi familia y ahora yo haré lo mismo.

La sangre chorreaba y manchaba las manos de Caperucita negra. Por alguna razón, el color rojo le recordó a su hermana. Pensó en la amenaza del lobo feroz. No podía permitir que éste acabara con la vida de ella y de su abuelita. Así que, a pesar de las magulladuras producidas por la lucha, se puso en marcha hacia su casa.

Durante el camino estuvo reflexionando sobre muchas cosas. Caperucita roja había salvado a su abuelita en otra ocasión en la que el lobo feroz había tratado de engañarla. ¿Por qué no iba a poder ella, Caperucita negra, hacer lo mismo esta vez? No sería tan complicado, teniendo en cuenta que acababa de asesinar a toda su familia. Pero, tal vez por eso, también estuviera el lobo feroz muy enfadado. ¿Cómo podría Caperucita negra controlar su rabia? Molesta, apartó estos pensamientos de su mente y aminoró el paso, tratando de llegar a su destino lo antes posible.

Lo que no sabía era que el lobo feroz ya estaba llegando a la casa de la abuelita. Llamó a la puerta principal con tres golpecitos de su hocico. Toc, toc, toc. Al cabo de un rato, alguien preguntó:

-¿Quién es?

-Soy el lobo feroz y vengo a comerte -contestó el lobo.

Cuando Caperucita negra llegó, vio una escena que la dejó aterrada. En primer lugar, había sangre por todas partes. Por el suelo, por las paredes, incluso por el techo. Lo inundaba todo con ese color rojo tan intenso. Y aquel olor a muerte y putrefacción. Era horrible. Las cabezas de Caperucita roja y la abuelita reposaban sobre la mesa de la cocina en mitad de un reguero de sangre. Vísceras e intestinos destrozados se repartían por el dormitorio en el que había reposado plácidamente la abuelita un rato antes. Caperucita negra lloró desconsolada mientras el lobo se marchaba satisfecho.

Rocío San José

¿Nuevas tarifas telefónicas?

Andaba la otra tarde por la cera de la derecha de mi barrio cuando me crucé con una joven que paseaba con su perro. Era un animalillo blanco salpicado de pintas negras y   tamaño mediano. Iba atado a su mano izquierda con una correa de cuero negro, no muy fuerte. Al poco de pasar a su lado escuché un tenue ladrido mientras comenzaba a sonar una conocida melodía.

El tierno rostro de la joven que mostraba esa gracia especial de la juventud acercaba su celular a la oreja de su perrillo y comprobaba satisfecha el resultado de su generosa acción.

Volví la cabeza tratando de encontrar de donde provenía aquel extraño sonido y comprobé que el ruido  provenía de un pequeño móvil que llevaba colgado la mozuela al cuello.

Instantes después se giró bruscamente y dejó clavada su mirada en mi rostro que, hasta ese momento había observado con sorpresa ante la “insólita” estampa.

Quizás debió ser el frío reinante el que calentó las venas de la muchacha quien de forma firme e irritada me espetó: ¿Qué? ¿Qué mira? ¿De qué se extraña? ¿Acaso los perros no tienen derecho a la comunicación? Y, continuó -sin soltar la rabia y la palabra- barbullando una retahíla de argumentaciones ante mi perplejidad:
-¡Ud.!¡Ud. que sabe de los problemas de mi perro! Además, yo sólo sigo el consejo de su siquiatra que me aconsejo que no se sintiera sólo. Y que siempre notase cercano el calor humano y estuviese acompañado. La joven continuó –ahora a gritos-: Además, sepa que desde que sigue esa terapia mi Lupito se encuentra mucho alegre, animado y con ganas de ladrar ¿Acaso Ud. no ve que su cara rebosa de alegría? Y, le aseguro que gruñe con más firmeza, confianza y se relaciona mejor con los otros perros. Y como brillan sus  ojos y hasta su pelo está más lustroso…

Ahora permanecía pegado a la pared, en silencio, paralizado y sin atreverme a decir una palabra. Poco después me alejé del lugar con la cabeza gacha y avergonzado por mi posible torpeza y… continué mi camino pensativo después de haber visto, lo que quizás nunca debí prestar atención.

Ya sólo en mi habitación cavilo sobre las nuevas situaciones que se producen en la sociedad mientras no deja de caerme una lluvia de preguntas que me golpean y empapan el cerebro: ¿Habrán incorporado a estos nuevos clientes las compañías telefónicas?¿Sacarás tarifas especiales para ellos?¿Tendrán derecho a pensión?¿Será mañana uno de ellos quién destroce mi siesta? Y… lo que es peor, lo que  me crea mayor carga de conciencia: ¡Se suicidará alguno de los denominados “mejor amigo del hombre” si un día no le cojo el teléfono?

Guau…tanta preocupación me quita el sueño. Creo que por hoy voy a colgar mis pensamientos.

Jesús Ramírez

La rosa roja

Entre los profundos y verdes valles de la tranquila ciudad de Tekalia se alzaba al frente
Una gran montaña de la que surgieron Leyendas que nunca acababan. Decían que en su
Cima, siempre cubierta de nieve, aparecía una joven muy bella y de grandes ojos verdes.

Se comentaba que aquellos que  llegaban hasta su cima , nunca más volvían, pero jamás
Se supo de nadie que no regresara.
Como todas las Leyendas, eran contadas por los Pastores de los alrededores que mientras
Cuidaban sus Rebaños, junto a un buen fuego y comida, se relataban entretenidas
Historias como la que a continuación os relato.

Cerca de Tekalia a unos kilómetros de un pequeño pueblo llamado Kalon, vivía una 
Anciana con su joven y bella sobrina Rosalía. Ella era el sustento de su tía pues cada 
Día bajaba a Tekalia a vender los jabones que ella misma fabricaba.
Había un pastor que siempre le compraba un jabón y por cada uno que le daba,  una 
Rosa él le regalaba. Ella le sonreía y se marchaba sonrojada.

El pastor y Rosalía se enamoraron. Era un amor grande y hermoso. Con el tiempo, 
Manuel que así se llamaba el pastor, le preguntó a Rosalía si quería casarse con él
A lo que ella respondió con alegría: 
                          
- Sí, sí y sí. Con toda mi alma. Nadie mejor que tú querido Manuel.

La tía de Rosalía llena de alegría y emoción  salió a comprar el vestido más bonito
Que Marta la sastra bordaría para ellas.

Rosalía estaba tan Feliz que soñaba con Manuel todos los días.

Una tarde, antes de su boda, la joven paseaba cantando una canción que hablaba de una
rosa roja…. Tarareaba sin parar esta dulce melodía que se  armonizaba con el 
maravilloso paisaje. Cuando de pronto, escuchó un grito de horror tan terrible que le 
paralizó y todo en silencio se quedó.

Rosalía corrió hacia donde escuchó aquel grito y al llegar allí:

             -¡¡¡¡¡OHHHH Dios mío!!!!!!

Era Manuel que estando en la cima con su rebaño, con la nieve resbaló
Con tan mala suerte que cayó y desapareció. Se le buscó y buscó, pero nunca se le 
Encontró.

Desde entonces Rosalía salía todas las mañanas de casa y subía Hasta la misma cima
De la Gran Montaña. Se dice que cada día brotaba de la nieve una Única Rosa roja
Que Rosalía arrancaba, miraba al cielo y la besaba. Aquella era la misma rosa que 
Cada día Manuel regalaba a su amada.

Marta Guixa

Soy un pillo

Lo confieso. Soy un pillo y vivo a costa de los demás. No tengo escrúpulos ni miramientos con nadie. Me busco las mañas para quitarles todo y ¡vaya que si lo consigo! Si no andan listos les dejo sin nada. No me siento culpable, no. Ellos ni siquiera se dan cuenta. Lo hago con tanta elegancia y picardía, que a veces hasta yo me creo que soy el bueno de la película.

Al principio era torpe en el arte de la superchería, pero ahora lo hago como si tal cosa. Cuestión de práctica. Eso sí, me lleva mi tiempo. A mi no me supone ningún problema engañar. Si así fuera hace ya tiempo que habría muerto. A fin de cuentas yo hago poco, casi caen solos.

Lo primero que hay que conseguir es que piensen que estás de su parte, que quieres lo mejor para ellos. Esto es lo más difícil, pero si lo consigues el resto está hecho.

A la mayoría de las personas les gusta juntarse y se fían de los que les son parecidos. No sé porqué, pues es de tontos ir con alguien de quien no puedes aprender, que tiene tus mismos defectos, pero bueno, ese no es mi problema.

Yo no tendré estudios ni sabré de leyes ni teorías científicas pero observo y analizo a mis víctimas. Me fijo en su manera de andar, de moverse, de hablar y lo imito. No creas que eso es nada fácil. Me paso días frente al espejo repitiendo las mismas tonterías que ellos. Menos mal que ya me he acostumbrado. Tengo que hacer voces cursis, varoniles, atrevidas, obcecadas… de todo. Pero bueno, todo sea por salir de la calle.

Nunca suelen sospechar que les quiero robar algo, solo se imaginan que se han topado con alguien tan maravilloso, yo diría tan panoli como ellos. Al principio les doy la razón en todo, me voy haciendo amigo suyo, les hago ver que quiero que consigan sus deseos y eso requiere esfuerzo de su parte. No importa, les animo. Después me voy volviendo un poquito más duro. Las palabras ya no son tan amables, se van haciendo más duras y más, y más, pero claro, es por su bien. Sus movimientos se endentecen.

Les llego a decir cosas como: “eres un inútil”, “no vales nada” y ellos las creen, las aceptan y aceptan y entonces ya me lo dan todo: todas sus pertenencias, su casa, su matrimonio, sus amigos…Me lo dan todo y ya no tienen nada. Y no se dan cuenta, pues ya creen que soy parte de ellos. Y claro, yo crezco, me hago grande.

Lo malo es que cuando mejor vivo a algún bobo de éstos le da por suicidarse y tengo que buscar a otro. Claro que peor es cuando empieza la guerra química: Sálvese quien pueda! Llueven ansiolíticos y antidepresivos por todas partes. Asi no se puede vivir. O la otra guerra, la psicológica: 

-“Échese en el diván, señora. Tiene usted una crisis de angustia.”

-No le escuches, Maruja. Tu marido no te quiere. No le escuches, Maruja, estás gorda como un tonel. Maruja eres tonta. ¿Qué haces en esta consulta?

Lo bueno es que en la mayoría de los casos, para cuando el pelma argentino de turno consiga convencerles y las pastillitas hagan efecto pueden haber pasado hasta diez años. Y yo, pues ¡a vivir!

Es mejor empezar a pillar a los jóvenes y mejor aún a los niños, para cazarlos de todo a los cuarenta porque si empiezas con un tío ya hecho y derecho es más costoso, aunque también se puede hacer. Ya lo creo que se puede: problemas en el trabajo, con la mujer… Siempre hay material.

Y por muchas armas que utilicen contra mí, yo, el síndrome depresivo sigo atacando y robando a mis víctimas porque sin haber ido a la Universidad soy más listo que mis agresores por muy doctores que sean. La calle, la vida ha sido y sigue siendo mi escuela. ¿Qué? ¿ Te atreves a salir conmigo esta noche o ya te estoy dando un poco de miedo?



Rosa María Velasco