jueves, 28 de febrero de 2013

Esta es su vida

Estimados inspectores Villar y Domingo:

Les remito la presente en la espera de que la lean con atención. Yo, por mi parte, estoy seguro de que su lectura les será muy instructiva.

Me llamo Lucas Alcaraz, quizás les suene mi nombre. Salí de prisión un martes día trece, a la una de la tarde y trece minutos. Al atravesar la última verja miré mi reloj, un Casio digital de plástico negro que compré en Canarias; pero ese agradable recuerdo se borró en un instante cuando en la esfera sólo encontré números trece. Aquello no podía ser una buena premonición.
Todo empezó hace unos años, cuando me vi en un programa de televisión, en cuyo plató nunca había estado. Es ese tipo de programas en los que, por un viaje a Benidorm, la gente está dispuesta a mostrar sus miserias, ya sean reales o inventadas por aviesos guionistas.
De pequeño crecí en un barrio a espaldas de la Gran Vía, digamos que viví entre pintadas, mujeres con exceso de carmín en los labios, mugre en las calles, y todo ello a escasos metros de joyerías de alto nivel; en definitiva, en el lugar donde el ayuntamiento levanta la alfombra para ocultar su escoria.
En la escuela fui un niño tímido a quien todos dejaban de lado o simplemente ignoraban, y cuya opinión, aunque la manifestara en pocas ocasiones, nunca fue tenida en cuenta, o bien se recibía con un coro de risotadas. Me gustaba pensar que era un conservacionista, término un poco rebuscado, pero que valía tanto para definir un sentido de vida respecto a la naturaleza, como de una actitud ante la existencia. En nada coincidía esta denominación con la que los muchachos utilizaban para nombrarme: ‘el raro’; claro que ésta podría derivar por extensión en cualquier otra palabra fuera de las no más de doscientas con que mis compañeros solían comunicarse.
Cada vez que el profesor utilizaba una palabra fuera de su círculo, las bromas hirientes del resto de la clase hacían diana en mi mirada caída, fija en las baldosas de terrazo; así ornitorrinco, marsupial, iconoclasta o protozoo llegaron a ser motes por un día o una temporada.
Medité mucho sobre ello en la celda de dos por dos, en la biblioteca de la prisión o en el comedor, día a día, a los que siguieron largas noches de reflexión. Analicé mi comportamiento hasta donde la memoria me alcanzó, y a pesar de no estar muy seguro, llegué a una conclusión: la culpa era de las mujeres. Esos seres del diablo que eran capaces de sostener una cosa y la contraria con los mismos argumentos. Esos seres que con una mirada podían seducirme, con una palabra o con un sutil e imperceptible gesto de su rostro.
Si algo le atraía de ellas era el misterio que las rodeaba. El quería saber, conocer, pero su forma de ser y su entorno le obligaban a salir de su círculo y a transformar su personalidad en algo que no era. Podía percibir la orgía de endorfinas en su sangre cuando, desde la ventana de la pensión, ‘La Divina’, contemplaba a las chicas con los pantalones ajustados, las faldas de vértigo y los zapatos de tacón.  Aquellas estilizadas figuras y las alturas inverosímiles le hacían trasladarse a un mundo imaginario, en el que él era el único regulador legislativo y moral ante quien todas ellas estaban avocadas a sucumbir.
Me acercaba a ellas para observarlas mejor, para entablar una conversación banal, pero la respuesta era siempre la misma: “lárgate niño, estoy trabajando”. Lo decían con un acento extraño para mí, en un tono de abandono, como si en él la derrota fuera el principal ingrediente. La mayoría parecían haber admitido el fracaso y estaban resignadas a su suerte; pero Mila no, era diferente. Nunca pensó renunciar y en el momento en que me acerqué a ella, vi algo diferente en su rostro. Más tarde comprendí que al conocerme supo que yo sería el instrumento de su liberación.
Con el tiempo, aquellas ensoñaciones desaparecieron, y su lugar fue ocupado por otras preocupaciones algo más acordes con un joven de su edad. Y ahí es donde entró ella en su vida. Mila, de venerado nombre y recuerdo; repetía en silencio su nombre constantemente por si, al pronunciarlo, se produjera un aquelarre que la convocara y pudiera estar de nuevo con aquella mujer, que le mostró la delgada línea, a veces tan difusa, que separa el odio del amor. Amor con mayúsculas y odio con sangre.
Si uno no tiene éxito en la vida y en ocasiones el destino le favorece se aferra a éste como el único puente que le va a permitir cruzar el abismo que le desafía. Más tarde, de una manera más pausada y concienzuda, lo analizó en la cárcel, pero estaba seguro. La causa de que su vida no fuera gris y oscura, como una escalera sin luz, fue ella y su irrupción en su vida. También ella le empujó a cruzar la línea y a traspasar la frontera que separaba su anodina vida de los acontecimientos que terminaron con él en una pensión del estado con estrictos horarios y movimientos restringidos.
Hay sueños que no son reparadores y pesadillas que son esclarecedoras. Cada noche soñaba con un hacha cercenaba miembros y cabezas de los que manaba tanta sangre que no podía escapar y me ahogaba en ella. Supe entonces que ése era mi destino y me puse manos a la obra para estar preparado cuando llegase el momento. Empecé por el guionista del mísero programa que relató mi vida hasta entonces. Necesitaba transgredir los límites para que ella me aceptara, para que me tomara en serio, para que comprendiera lo que era capaz de hacer, tanto si ella me lo pedía, o si atisbaba cuáles eran sus deseos. Tenía que demostrarle que yo era igual que un león quea pesar de su pasividad en la mayor parte del día, podía ser temido y respetado sólo con mostrar sus fauces.
Estaba decidido a tenerla. Era ella, la había observado tantas veces desde la ventana que sus modales altaneros me habían llamado la atención. Tenía que ser mía en aquel momento. Me lancé a la calle para abordarla y tenerla. No me habría importado pagar, lo habría hecho con sumo agrado, lo que fuera, pero leyó algo en mis ojos e hizo una inversión de futuro. Consintió en subir a mi pensión, aunque en realidad fue ella quien me incitó a ofrecérsela y evitar la fonda donde tenía sólo el mobiliario necesario para su negocio. No voy a ser ahora prolijo en detalles, sólo les diré que en aquella ocasión me enseñó mucho más de lo que nunca soñé aprender. Aquella era una apuesta a largo plazo y reconozco que acertó. Por repetir, por sentir su cuerpo joven y lo que su boca y sus manos libaron de mí, habría sido capaz de representar para ella cualquiera de mis pesadillas. Y Mila, sagaz, inteligente y calculadora, estaba segura de que, con pequeñas dosis de lo entregado aquella tarde, sería un pelele en sus manos. Nunca imagine que mi vida sería igual que la del rey de la sabana, sangre a cambio de sexo.
Mi primer trabajo fue como un sueño. Ddiría que fue un verdadero bautismo de sangre. Tomé como modelo un truculento caso que leí en los diarios. Un cuerpo abandonado en un jardín de una zona bien de la ciudad, unas cruentas mutilaciones, manos amputadas y dientes arrancados. Un difícil caso resuelto por ustedes, inspectores Villar y Silva. Como ya saben, así fue nuestro primer encuentro aunque no definitivo. Ahora estoy fuera y pienso recordárselo tanto como me sea posible.
Después de dar cuenta de ese mísero guionista, estaba entregado a mi musa; ella me inspiraba y sabía cuáles eran mis deseos y necesidades. En nuestros frecuentes encuentros, siempre a espalda de su chulo, me susurraba al oído que deseaba ser libre, que deseaba serlo sólo para mí, y no tardó en sugerirme que hiciera nuevas prácticas de anatomía con su  proxeneta. Me prometió la cara oculta de la luna y la creí. Quería creerla, necesitaba tenerla, y cualquier cosa que ella hiciera o dijera sería una orden para mí. No tuve ninguna piedad, la misma que él con ella y, por si tuviera mala memoria, me encargué de recordarle y centuplicarle el dolor que le había ocasionado a Mila.
El caso es que apenas pude disfrutar de mi leona; sólo unos días después encontraron restos de sangre y un dedo índice -me gustaba guardar como recuerdo de mis víctimas en la pensión. Desde ese día, me encuentro realmente preocupado por Mila. No he vuelto a saber nada de ella. Cuánto tiempo he pasado en mi celda pensando dónde estará, qué le habrá pasado a mi reina felina para que no haya podido escribirme, ni visitarme, acercarse para un bis a bis, pero sobre todo, me pregunto cómo la policía supo qué tenía que buscar en mi pensión.
Ahora que estoy fuera voy a encontrarla. Ustedes harían lo mismo si la hubieran conocido. Esa es mi misión en la vida, eso y recordarles, inspectores, mi existencia. No lo duden. Nos encontraremos pronto, muy pronto. He imaginado muchas veces cómo será nuestro reencuentro. Cómo podría prolongar su sufrimiento; y después de mucho tiempo en la celda, llegué a comprender que manteniéndoles con vida, nada les torturará más que el dolor infligido a sus seres queridos y que, cuánto más cercana y cruel sea su muerte, más dura y profunda será su angustia. Y el momento ha llegado. Pueden observar las fotografías que adjunto y además, en breve, recibirán dos frascos de formol. Su sufrimiento no ha hecho más que comenzar.
Por Luis Castilla

miércoles, 27 de febrero de 2013

La tía Olvido

 —Venga Olvi, déjalo todo y arréglate. Ya saco yo los platos del lavavajillas, que vais a llegar tarde —indicó gracioso Paco, mientras hacía gestos con las manos a su cuñada para que saliera de la cocina—. Besadle la mano al cura de mi parte. ¡Ah! Y cuidado con los vermús que os toméis a la salida.

La misa de doce, con su posterior aperitivo, era para Olvido el mejor momento de la semana; de las del pueblo, una de las pocas costumbres que conservaba.

Asistía con su hermana María Antonia y con su sobrino, juntándose a la salida con varias madres y algún padre del colegio de Paquito. Algunas veces, pocas, se les unía Paco. Después, pasaban un rato en algún bar del barrio. Las dos hermanas tomaban vermú y, si repetían ronda, producía en ellas gran algarada, descubriendo el genuino acento que normalmente procuraban disimular. De vuelta a casa, recogían del asador la comida que previamente habían encargado para no cocinar ese día.

Toñi, como todo el mundo la conocía, era dos años mayor que Olvido. Poseían una dispar personalidad. La primera, aunque con innegable parecido, era más agraciada físicamente que su hermana, o quizás sabía sacarle más partido. Había sido muy fantasiosa y poco aplicada. Siempre había un chico rondándola. A ello contribuía su zalamería y su gracia. Olvido, por lo contrario, más apocada y poco atendida por el sexo opuesto, se había cobijado en los estudios y en las labores domésticas, ayudando a su madre, sobre todo en la cocina, donde se mostraba desenvuelta. Más constante que inteligente, su propósito era buscar un trabajo que le permitiera  estudiar la carrera de Historia y, después, un hombre con el que fundar una familia.

Vivieron la adolescencia con desigual dicha. Toñi, al contrario que Olvido, aún a costa de repetir algún curso, disfrutaba de la amistad y de los chicos. Algunas veces, sobre todo cuando insistían sus padres, se llevaba a su hermana pequeña, aunque ninguna de las dos se encontraba demasiado a gusto. Pero, a pesar de sus diferencias, la relación entre ellas era buena, profesándose un gran cariño, especialmente de puertas para adentro.

Al cumplir los diecisiete años, Toñi abandonó el colegio y consiguió trabajo en un supermercado de la capital, por lo que se trasladó a casa de una prima de su padre que vivía en el madrileño barrio de Fuencarral.

Olvido continúo con su anodina vida. Avanzaba en sus estudios, esperando terminar el bachillerato y plantearse su existencia fuera del pueblo. La marcha de su hermana la había entristecido aún más y la casa había perdido gran parte de su alegría. Ansiaba la llegada del verano o de los pocos días libres que permitían a Toñi regresar a su hogar.
Pero las visitas de su hermana se espaciaban cada vez más. Había conocido a Paco, con el que mantenía un estable noviazgo.

Éste, varios años mayor que Toñi, era un hombre simpático y ocurrente; trabajaba como jefe administrativo en una empresa de servicios. Estaba esperando que le entregaran las llaves de un piso en uno de los nuevos distritos proyectados en las afueras de Madrid.

No obstante, ni su hermana ni Paco faltaron a la fiesta de graduación de Olvido, que había conseguido nota de sobra para matricularse en cualquier Facultad de Geografía e Historia.

Esto sucedió varios meses después de que la pareja contrajera matrimonio, una vez en posesión de su nuevo piso.

Aquel verano transcurrió feliz para todos, especialmente para Olvido. El mes de vacaciones de ambos cónyuges lo compartieron con su familia. Quince días en el pueblo, celebrando las fiestas patronales, y otros tantos en la costa onubense, la más cercana a su tierra. La buena posición laboral de Paco les permitió alquilar un apartamento en la playa para los cinco. Olvido no recordaba haber pasado tanto tiempo disfrutando con y de su hermana. Añadiendo a eso la presencia de sus padres, que nunca habían podido disponer de ese esparcimiento, y de la nueva adquisición de la familia, su cuñado. Aquellos días fueron inolvidables. Tan imborrables como los guisos que les esperaban a la vuelta de la playa. Todos pudieron comprobar sus buenas dotes culinarias. Como compensación, por las noches compartía estrellas con la pareja en la terraza de un hotel, donde, por primera vez, se atrevió con algún paso de baile y recibió la pícara mirada de algún veraneante.

Pasó el mes de agosto y todo volvió a la normalidad. La chica en el pueblo no se decidía por dónde continuar. Quería realizar su sueño de licenciarse, pero no resolvía en dónde hacerlo. El pueblo estaba a mitad de camino entre Sevilla y Salamanca. En Madrid, con su hermana recién casada, no creía que fuera lo más apropiado. En casa de su tía, cuyos hijos consideraba estúpidos, no le apetecía en absoluto.
La tarde del veinte de septiembre recibió una llamada de Toñi.

—Olvi —que es como familiarmente le llamaban—, Paco ha presentado parte de la documentación para que te matricules en la Facultad de Geografía e Historia. Sólo falta que entregues tú los papeles que restan. Hemos decidido que te vengas a casa mientras vas a la universidad. El plazo acaba en una semana. Haz la maleta y coge el autobús. Nosotros te recogemos en la estación.

Olvido prometió contestarla al día siguiente. Tenía que pensarlo. Transcurrida esa noche sin dormir, y animada por sus padres, decidió que marcharía a la capital, a vivir en casa de su hermana.

Comenzó el curso y la chica aprendió a duras penas a moverse por Madrid. Tenía que atravesar la ciudad hasta el lado opuesto. Acostumbrada a la tranquilidad del pueblo, la capital se le desmesuraba. Todo ello contribuía a un mediocre rendimiento académico.

Poco a poco se fue acostumbrando a la rutina de la gran urbe y decidió que tenía que encontrar algún trabajo, aunque fuera a tiempo parcial, a fin de colaborar con los gastos de la casa. Consiguió un contrato para trabajar por las tardes en un supermercado de una cadena rival de la de Toñi.

Durante meses se mantuvieron todos muy atareados. Paco trabajaba desde muy temprano hasta media tarde, menos los viernes, que comía en casa. Toñi, mañana y tarde durante toda la semana, descansando en días salteados. Olvido, de lunes a viernes por la mañana en la facultad, por las tardes en el supermercado, excepto cuando libraba. Entre todos se repartían las tareas domésticas, aprovechando Olvido las mañanas de los fines de semana para preparar las comidas de los siguientes días.

Confiaba Olvido en conocer algún chico que consiguiera darle lo mismo que Paco le ofrecía a su hermana. En la facultad sobraban hombres, pero nadie, de los que ella consideraba idóneos, se interesaba por ella. Pensaba que podría ser por su carácter pacato o por el poso pueblerino que destilaba.

Mediaba el tercer curso cuando Toñi quedó embarazada. Enseguida surgieron complicaciones que la obligaron a permanecer en reposo absoluto. Olvido, que había acrecentado el apego a su hermana, se ofreció para cuidarla. Pactó con la empresa la suspensión temporal de su contrato. A pesar del dificultoso curso, consiguió aprobar en junio.

Fue la sombra de Toñi hasta que, en noviembre, nació Paquito, un hermoso sobrino, al que consideraba casi como hijo suyo, aunque sólo fuera por todo lo que había cuidado de él y de su madre durante el embarazo.

Los cuatro meses que siguieron al parto fueron extraordinarios para Olvido, que compartió minuto a minuto con su hermana y el bebé, convirtiéndose en la culpable de que todo en el hogar engranara correctamente, a costa de arrinconar el curso.

Se acercaba la primavera y el desconsuelo planeaba sobre ellos, pensando en la reincorporación de Toñi y en la vuelta de Olvido al trabajo y a la universidad.

Después de algún llanto conjunto, convinieron que la tía se quedara en casa cuidando de Paquito. Renunciando a las vacaciones, consiguió acabar cuarto en septiembre y se hizo definitivamente jefa de la casa, aunque sin empleados. Abandonó temporalmente la carrera, pensando que ese curso  que le quedaba no tardaría en realizarlo.

Quitando la compra semanal, que normalmente hacía Paco, y alguna ayuda aislada que recibía de su hermana, la carga de la casa la llevaba Olvido. Se ocupaba de la limpieza, del lavado, de la plancha, de Paquito y el colegio y, como no podía ser de otra manera, de la comida. También procuraba abastecerlos de la infusión idónea según la ocasión, disciplina que cada vez manejaba con mayor maestría. Su escasa vida social se reducía a poco más que la misa y al aperitivo de los domingos.

La buena relación entre tía y sobrino era incuestionable. El niño congeniaba con ella mejor que con ningún otro miembro de la familia. Por contra, Toñi y Paco empezaban a mostrar ciertos síntomas de distanciamiento. Olvido no podía entender por qué a veces discutían por tan poca cosa, sobre todo cuando el niño estaba delante.

Paquito crecía y su tía estaba cada vez más inmersa en sus labores. Quitando las vacaciones, las misas, su afición a las hierbas y, por supuesto, su sobrino, su vida transcurría sin aliciente.  Ya casi había olvidado que le quedaba un curso para acabar la carrera de Historia. No se atrevía a abandonar la casa de su hermana y dejar a su sobrino. El volver al pueblo y empezar de nuevo le producía escalofríos. En cuanto a la oportunidad de buscar pareja y formar una familia, esa esperanza iba disipándose como la espuma que queda en el lavabo tras un afeitado.

A pesar de la servidumbre que asumía sin oposición, su devoción por Paquito se acrecentaba día a día. Le llevaba y recogía del colegio, le preparaba la comida con tanto mimo que, hasta lo que ningún niño quería, a él le parecía sabroso. Por la tarde, otra vez ida y vuelta. Le gustaba mucho que su tía Olvido le contara historias de la colonización de Norteamérica, su tema predilecto. Le hablaba de los viajes de Hernán Cortes, de Francisco de Ulloa, de los británicos Drake y Cook y, sobre todo, del franciscano Fray Junípero Serra, sin duda, su personaje preferido.

Las responsabilidades de Paco y Toñi en sus respectivos trabajos habían crecido en los últimos meses. Él se había convertido en director de área y a ella le hicieron encargada de supermercado. Eso se tradujo en una plena dedicación a sus nuevas labores. El menor tiempo que pasaban en casa no sólo propiciaba más distanciamiento entre la pareja, sino también respecto a la tía y al niño. Parecía más que éstos fueran madre e hijo.

Tanto le había hablado Olvido al niño de las aventuras de Fray Junípero, que cuando se acercaban a la barriada de San Diego, cerca de su domicilio, decían que iban a California.
Allí mismo, un día que fueron a comprar unos zapatos a Paquito, aprovecharon para hacerse unas fotos de carné en el laboratorio de una pareja coreana. Le dijo al niño que se las habían pedido en la iglesia, para la catequesis.

En los últimos días, durante las clases matutinas de su sobrino, Olvido había estado ocupada arreglando papeles en distintos lugares de Madrid. También estuvo sopesando la posibilidad de conseguir algún trabajo que le permitiera sobrevivir fuera de casa.

Una mañana, Olvido se maquilló bastante más de lo que solía hacerlo. Lo hizo al estilo de Toñi. Al terminar de arreglarse, reparó en que se parecían mucho más de lo que pensaba. Comprobó que perfectamente pasaría por ella. Es más, dedujo que podría resultar hasta más guapa. Recogió al niño un poco antes de lo habitual y,  cumpliendo con la cita prevista, se presentó en comisaría, con toda la documentación necesaria y con el DNI de su hermana, que con sigilo le había sustraído la noche anterior.

—Paquito, ¿te gustaría conocer la auténtica California?
—¿Donde estuvo Fray Junípero enseñando a los indios? —preguntó el niño.
—Sí. San Diego, San Francisco, Los Ángeles…
—Claro, tía, me gustaría mucho.
—Pues voy a hacer lo posible, pero, por ahora, tiene que ser un secreto entre tú y yo. No podemos decir nada a tus padres.

Marcharon los dos a casa con una sonrisa dibujada en el rostro. Paquito, cada cierta distancia, daba saltitos juntando los pies en el aire. A veces, tenía que sujetarle su tía para que no se cayera.

Pasados unos días, con mucho tacto para que nadie se percatara de su propósito, Olvido fue preparando la ropa necesaria, casi la justa, para ultimar el equipaje el mismo día del viaje. Dispuso dinero en efectivo y comprobó el saldo que tenía en la nueva cuenta unipersonal que contrató. En ella ingresó todo lo que había ahorrado estos últimos años, de lo que, de una forma parecida a una asignación adolescente, le había ido entregando puntualmente su hermana. Lo había reintegrado, poco a poco, de su antigua cartilla, de la que Toñi era cotitular, y que, aunque no solía controlarlo, podría detectar movimientos sospechosos.

Esa mañana de miércoles del mes de abril, Paquito, con su mochila, y su tía, con otra más grande, en vez de dirigirse al colegio, tomaron un taxi hacia la Estación de Atocha. A las 9:30 les esperaba un tren de alta velocidad con destino Barcelona. A las 14:05 salía un avión para Londres. Y a las 19:30 cogieron un vuelo con dirección a Los Ángeles. Olvido había procurado no dejar huella en Barajas, por despistar y ganar el tiempo necesario para llegar sin  problemas a la ciudad americana.

Querida hermana:
Nunca pensé que reuniría la suficiente valentía para  tomar esta determinación, que a ti te parecerá una locura. Lo he pensado durante largo tiempo y he decidido que era lo mejor. Con vuestras responsabilidades laborales, Paco y tú estáis de sobra ocupados. Quizás allí también estéis satisfechos afectivamente.
Créeme que si no estuviera segura de que conmigo Paquito iba a tener cubiertas todas sus necesidades, nunca nos hubiéramos movido de casa. Él es lo que más quiero y creo que yo soy para él la persona más importante. Llevamos años compartiéndolo todo. Hace tiempo que tuve que renunciar a encontrar un marido y a tener mis propios hijos, pero el niño llena con creces ese vacío.

Explícales todo a nuestros padres, a los que quiero muchísimo, y da recuerdos a nuestros amigos. Echaré de menos la misa de doce y nuestros vermús de después.

Supongo que hablaréis con la policía y también con el colegio. Tarde o temprano, supongo, nos localizarán. Si no fuera así, me pondré en contacto contigo más adelante. No temáis por nosotros. Ya tengo apalabrado un trabajo que nos permitirá vivir dignamente.

Un beso muy grande de quien os quiere mucho.

Olvi.

P.D. En el frigorífico he dejado una jarra con una infusión de tila,  pasiflora y amapola de California. Seguro que os vendrá bien.

Por Vicente Briñas

martes, 26 de febrero de 2013

El inquilino

Se ha marchado hoy. Sin la mínima oportunidad de que nos conociéramos mejor, sin escuchar lo que tenía que decirle. Desapareció, dejándome en la soledad más absoluta, el que fuera mi primer inquilino.

¿Por qué no consigo retener a nadie para compartir mi vida? Esto me angustia y es lo que más anhelo.

Todo empezó cuando me quedé solo en este piso tan grande para mí. Isabel se había marchado, después de varios meses de una convivencia difícil. Hacía dos años que vivíamos juntos. Durante el primero (bueno, para ser sincero, los primeros cinco meses) nuestra relación era muy satisfactoria en muchos aspectos, y puedo decir que fui feliz. No sé si ella también lo fue; nunca me lo dijo.

Esa felicidad se fue transformando y pasando a otros estadios emocionales a medida que nos íbamos conociendo. Como en la danza de los siete velos, cada uno que cae va descubriendo lo que hay debajo. En nuestro caso, con menos emoción y expectativas que en el baile. El último velo dejó al descubierto una Isabel muy diferente: ya no era la muñeca dulce y sumisa que había conocido. 

Se ponía a llorar cuando le decía que se quedase conmigo en casa, en lugar de irse con su amiga. Tal vez mis métodos de persuasión no le gustaban. Tengo un fuerte carácter. (Eso dijo mi madre cuando, con 12 años, tiré al gato por la ventana del ático, porque me había arañado.)

También lloró cuando no dejé entrar a su madre. Era una mujer manipuladora; le llenaba la cabeza de ideas poco convenientes.

Ni ella ni su madre me valoraban. ¿Dónde iba a estar tan protegida? En ningún lugar tendría todas las comodidades que disfrutaba en mi casa.

Un día me dijo que se marchaba.

   ¿Por qué no lo hablamos antes, gatita? —le dije, abrazándola fuertemente —. ¿Quién te va a querer como yo? —le dije, mientras la llevaba a la cama.

Al día siguiente, cuando llegué de la oficina y no la encontré, no me sorprendí tanto. Pero la rabia de haber sido abandonado me sacó de quicio. Pegué patadas y puñetazos a las paredes y a las puertas hasta cansarme.

Luego recorrí todas las habitaciones. Se había llevado lo que era suyo; en realidad no era mucho. Creo que no me faltaba nada. 

Yo he estado siempre muy aferrado a mis pertenencias. Opino que el sentido de posesión sólo lo tienen los seres sensibles y fieles. Yo pertenezco a este grupo. Algo que no valoró Isabel.

Cuando comenté a mis compañeros del bufete de abogados que nos habíamos separado, no se sorprendieron.

Así, súbitamente, me encontré solo, y eso no me gustaba nada.

De modo que se me ocurrió alquilar una parte del piso, aprovechando que tiene dos puertas al exterior: una de ellas con el  rótulo “entrada de servicio”. Al pasar por esta última, se accede a una habitación grande y a un baño completo. Tiene comunicación con la cocina.

Decidido a arrendar esa especie de estudio, con derecho a cocinar, puse varios anuncios.

Antes, y para mantener la privacidad, coloqué llaves a las puertas que comunican la cocina con ambas viviendas.  

Después de tres entrevistas decepcionantes, convine una cita con otro interesado.

Cuando llamó a mi puerta y la abrí, me quedé unos segundos pasmado, observándolo. Su aspecto era… ¿cómo decirlo? ¿Estrafalario? Sí, eso me pareció.  

   Hola. ¿Es usted el dueño del estudio que se alquila? Habíamos quedado a esta hora.

Su sonrisa a lo Gioconda y su mirada, clara y directa, me animaron a introducirlo al pasillo y de ahí a mi enorme salón-comedor-biblioteca.

Mientras andaba delante de mí y se acomodaba en una butaca, pude observarlo mejor. Lo veía pasado de moda, como de otra época. Llevaba puesto un pantalón a rayas, amplio y con gomas en los tobillos, una camisa azul desteñida, suelta y sin cuello. Calzaba sandalias franciscanas.  Su cabello lacio y rubio le tapaba las orejas. Eso sí, todo muy limpio. Olía a lavanda.  

Tendría unos años más que yo, tal vez treinta y seis o treinta y siete.

La expresión apacible de su rostro me inspiró confianza.

Interrumpió mi examen. 

    ¿Vive con su familia?—dijo, mirando a su alrededor.

Su pregunta interrumpió mis pensamientos.

   No. ¿Quiere ver la habitación?

Estuvo conforme con el pequeño apartamento amueblado y con las condiciones económicas. Se instaló al día siguiente, después de la firma del contrato.

Le pasé por escrito las  normas que debería seguir como  inquilino, que incluía el uso de la cocina. Las aceptó, aunque después comprobé que se las pasaba por el forro.

Ya al tercer día, tuve que llamarle la atención porque dejaba todo en cualquier lugar. No respetaba su espacio en la nevera. Y eso que se lo había dicho muy clarito. Hizo caso omiso de las prioridades que yo había establecido: primero cocinaría yo; luego él.

   ¿No has visto la pasta y unos champiñones que tenía aquí?— Me preguntó un día, con voz suave y amable.
   No. ¡A saber dónde los pusiste! (La noche anterior, estaba yo tan indignado, que los había tirado a la basura.)

Le gustaban las coliflores y, a pesar de que le dije que me molestaba su olor, siguió preparándolas. Incluso me invitó a probarlas, sin tener en cuenta mi asco. Un día que las estaba cocinando, le puse hojas de sen molidas, cuando se retiró un momento. Estuvo dos días sin aparecer.  

Otra vez le puse sal a la leche de soja que tenía en la nevera. Me disgustaba hasta su color.

Un domingo lo invité a comer porque me sentía solo; se disculpó porque iba al campo con unos colegas.

Una tarde le dije que viniese a cenar. Me habían traído dos chuletones de Segovia. Agradeció con una sonrisa (el muy cabrón).

   Eres muy amable, pero soy vegetariano y me va muy bien. Por cometer un pequeño exceso, estuve tan mal de la digestión estos días pasados. No suele ocurrirme.

Encima me aconsejó: “Deberías comer menos carne.”

 Cada vez me irritaba más su actitud tan pacífica, tan modosita. Me daban ganas de darle un puñetazo en todo el morro, a vez si reaccionaba. Llegué a entrar a sus habitaciones, cuando salía, para hurgar en sus cosas y ver si lo podía joder en algo.

Ya harto de él (porque encima el tío no perdía la serenidad) decidí que era hora de darle una lección. Llamé a mi primo Ramón, que es un delincuente con suerte. Siempre anda metido en algún trapicheo de drogas, de contrabando… Alguna vez ha venido a pedirme ayuda. Así que ahora le tocaba a él.

Le conté que mi inquilino me tenía harto. “Le digo al Pocho que lo sacuda bien”, me soltó. Lo contuve y le expuse mi plan.

Cuando la policía intervino en una pelea entre el compinche de Ramón y mi arrendatario, le encontraron a éste más de 300 gramos de marihuana. Lo detuvieron y lo condenaron a un año de cárcel.

Aunque, en el comienzo, disfruté con la noticia, esta venganza no me dejó contento, como suponía. Tampoco me libraba de la angustia de estar solo, sin nadie que me comprendiese y apreciara mis cualidades: una persona ordenada, trabajadora, cariñosa y fiel.

Por eso, decidí visitar a mi inquilino a la cárcel. Le llevé comida vegetariana y le estuve preguntando sobre su vida allí. Lo estaba pasando muy mal, encerrado con rateros y camellos.

Volví a casa dando un paseo. Sentado en el banco de una plaza, estuve cavilando. “¿Me sentía mejor por lo que había hecho?” Claramente, no. Ese hombre podría haber sido un buen compañero para mis ratos libres. Tuve que reconocer que siempre fue correcto, y casi diría afectuoso conmigo.

Así que decidí pedir a mi socio del bufete, un abogado con mucha experiencia en asuntos de drogas, que se encargara del caso.

Consiguió que a los dos meses le dieran libertad bajo fianza y volvió a casa. No tenía palabras para agradecérnoslo.

Durante varios días compartimos la comida, él la suya, yo la mía. Incluso una vez accedí a probar uno de sus platos, por complacerlo. Le enseñé mi colección de discos y  escuchamos algunos; él trajo té de la India.

Estaba a gusto con su conversación. Percibí que era la primera vez que escuchaba a alguien con interés, con empatía. Estaba gratamente asombrado conmigo mismo.

Esta convivencia idílica, duró menos de un mes. Un viernes, a la vuelta de mi trabajo, encontré, sobre la mesa de la cocina, un gran cuenco lleno de hermosas y coloridas frutas. Con una sonrisa golpeé suavemente su puerta y nadie contestó.

Después de la ducha, en pijama, fui a prepararme algo de cena. Entonces lo llamé otra vez. Nada.

Antes de acostarme insistí y, ante el silencio, lo llamé por su nombre. No hubo respuesta. Entonces, preocupado, traje la llave y entré.

Lo que vi me dejó paralizado y casi sin respiración. 

En el sillón estaba el Pocho, atado; un trapo le tapaba fuertemente la boca babeante y los ojos inyectados en sangre, me miraban con pavor. Adherido a su camiseta un cartel rezaba. “Si quieres un buen porro de maría, pídeselo a éste. Gracias por nada”.

Por Elsa Velasco

Sebastián

 Creo que mi madre tuvo la culpa. Eso cuenta. Se descuidó y la fiebre me subió tanto que me afectó a la cabeza. Eso se lo perdono. Así soy feliz, la verdad. A veces no, pero casi siempre.
Soy gordito y me llamo Sebastián. Me gusta comer e ir en metro. También me gusta Paquita. Es gordita como yo y guardia de tráfico. Yo creo que también me quiere. A veces desayunamos juntos y me mira de una manera que, cuando lo recuerdo en la cama, me tengo que tocar  para poder dormirme. Un día me pilló mi padre y me dio un ostión que para qué, así que ahora lo hago cuando están dormidos o se han ido. Aunque no sé por qué se mosqueó tanto si él lo hace en el váter cuando le da la gana. Un día le vio mi madre y le dio un una patada que tuvo que ir al médico porque no podía ni sentarse.

A mí me da igual, no me importa que me peguen, me hacen daño, pero al poco se me pasa, y ellos se quedan tan tranquilos y al rato vienen y me dan besos y me compran seis donuts de chocolate. Me los como yo solo, ese es el trato, que no diga nada. Yo no digo nada, ni siquiera a Paquita, que un día me lo preguntó, pero no se lo dije, no se fueran a enterar y con lo que me gustan los donuts… Lo que sí que le digo es que se case conmigo, pero ella se ríe y no me contesta. Yo la quiero, mucho, mucho.

Ella no es como los demás, me trata diferente, me cuenta todas sus cosas. No siempre la entiendo, pero la miro muy fijamente y la sonrío y ella se ríe a carcajadas como si descubriera lo que estoy pensando. Mis padres no quieren que la vea. Dicen que se está riendo de mí, pero no es verdad, el que se ríe de mí es el del bar, ese cabrón del Jacinto que siempre que paso me imita con el boli y me dice: ”Sebas, mira, yo también tengo batuta”, y se toca la chorra y se descojona de mí. 

A mí me encantan los bolis. Siempre llevo uno, lo agito entre los dedos y canto mi cancioncilla. Lo hago desde siempre; no sé qué hay de malo. Unos fuman, otros beben, y yo tengo mi boli.  Lo sacudo e imito el sonido de una moto al arrancar: ”brumm, brumm, bruuuumm.” No sé por qué lo hago pero me acompaña y me siento feliz así. Susana me trae algunos muy chulos. También la quiero mucho, es mi vecina. Ella nació primero y yo el día de después. Hemos crecido juntos. Pero a ella la quiero de otra manera, aunque antes, alguna vez, también me tocaba pensando en ella, pero ya no, ya sólo tengo manos para Paquita.

Susana es muy guapa y muy lista y también es muy buena conmigo. Me hubiera gustado nacer en su casa. Su madre es la persona más buena que yo he conocido. Yo por la señora Soledad haría cualquier cosa. Cuando discutió con mi madre y le dijo que si no le daba vergüenza llevarme con esa ropa tan vieja, y tan sucio, y mi madre la pegó, me fui al váter y empecé a darme de cabezazos contra la pared. No soportaba aquello que estaba viendo, quería pegar a mi madre y defender a la señora Soledad, pero no podía, por eso me dio el ataque, porque cuando no comprendo las cosas me pongo muy nervioso y me entran ganas de golpear a todo el mundo. Pero sé que está mal. Aunque a mí me peguen sé que está mal, entonces me entra como un fuego, y todo lo veo negro y me atraganto y luego ya no me acuerdo de nada. Cuando me despierto tengo chichones y me duele la lengua y tengo un sabor asqueroso en la boca.  También me hago pis y mi madre me chilla y me llama de todo. Si hay algún vecino me trata muy bien y me da besos, pero cuando se van es cuando empieza con sus insultos y sus gritos. En esos momentos me gustaría matarla, agarrarla por el cuello y darle un cabezazo para que se calle del todo.

Mi padre es más bueno, pero también se aprovecha de mí. Se creen que porque soy así, un poco lento, como dijo el médico, no me doy cuenta de las cosas.  Soy yo el que friega el suelo, los cacharros, el que va a la compra, el que tiende la ropa, el que saca las basuras. No me importa, me entretengo. Lo que más me gusta es ir hasta Ciudad Lineal a por los pollos pintones. Tengo que recorrer toda la Línea 5 de punta a punta, y me sé todas las estaciones de memoria. Hago concurso de estaciones con Susana, que también sabe un montón de ellas, pero gano siempre, y ella hace como que le da rabia que la gane, pero se ríe y sé que es de broma.

Mi padre es muy bajito y delgado y lleva unas gafas de culo de vaso que parece rompetechos, como le dice mi madre cuando se enfada con él. En cambio mi madre es gorda, muy gorda, más que, y bajita, parece una albóndiga, como la llama mi padre cuando regañan. Pelean mucho, mucho. Siempre los recuerdo igual, pero aun así no me gusta. Cojo mi boli y canto mi cancioncilla muy fuerte. Me salgo al patio y miro hacia arriba y con el ronroneo de la moto acabo por no oírlos. La vecina de arriba, la Flores, grita también:”Sebastiaaaaán, cállateeee”, y lo dice tan alto que todo se queda en silencio, hasta mis padres se callan. Pero solo un momento, luego la insultan los dos y siguen con la pelea. A veces se cascan, sobre todo mi madre. Se sube encima de una silla, para llegar mejor, y le da con el puño cerrado donde pilla. Mi padre también le suelta alguna, pero como ella es más gorda le puede y acaba por rendirse. Se hace un gurruño en el suelo y se pone a llorar. Entonces es cuando le dice las cosas más horribles: “ Poco hombre, guiñapo, marica, saco de mierda, asco de tío”, y más cosas que me da vergüenza decirlo.

Tengo más hermanos, pero ya solo queda en casa Josefa, la pequeña. Cuando nació yo tenía 20 años, y no me gustó que naciera. Lloraba y lloraba y toda la casa olía fatal. A mí me tocaba cambiarla y me daba mucho asco. Un día le metí el pañal en la boca, para que se callara. Me pilló mi madre y me dio la paliza más grande que me han dado nunca. Entonces empezaron los primeros ataques. Trabajaba todo el día y luego me tocaba atender a la niña, no podía más. Ahora ya es mayor pero es asquerosa, está muy mimada y es muy caprichosa. Se parece a mi madre en todo y a mí, en cuando puede, me pellizca y me da patadas sin que la vean.
Mis otros hermanos ya están casados, se casaron pronto. A veces vienen, pero poco. Había otro hermano, Armando, pero se murió de las drogas. Mi madre lo pasó fatal.  Hasta que nació Josefa él era su preferido.  Chorra de oro, le llamaba. Hacía con ella lo que quería. Era muy listo, yo creo que el que más. No hablaba mucho, pero eso sí, te miraba de una manera que salías corriendo. Cuando se hizo mayor empezó a robar y a drogarse,  mi padre se enfadaba mucho pero él le pegaba y todo. La policía venía cada dos por tres a casa, pero mi madre todo se lo perdonaba, hasta, a veces, le daba el dinero a escondidas para que comprara droga y no estuviera tan nervioso. Conmigo no se portaba ni bien ni mal, yo creo que ni me veía. Solo hablaba conmigo para mandarme a por tabaco o a por cervezas.

Se murió y a mí me pareció muy raro, nunca había visto a nadie muerto.  Me acerqué a su boca y se la besé, como hacía mi madre, me dio mucho asco, estaba fría y parecía de plástico duro. Le abrí los ojos y no tenía nada de bajo, estaba todo blanco. Salí corriendo y no quise volver a entrar en aquella habitación. Mi padre le echaba la culpa a mi madre y le decía una y otra vez: “te lo dije, te lo dije, que no andaba por buen camino, pero nada de nada, que le dejes, bien dejado está ahora, bien dejado está ahora”. Y lo repetía una y otra vez. Mi madre no le escuchaba, lloraba y gritaba y se arañaba la cara, se mordía las manos, se desmayaba, se despertaba y volvía a gritar y a gritar; hasta vino un señor con traje azul y una chapita y nos dijo que si no se callaba nos echarían de allí con mi hermano o sin él. Yo no fui al entierro, me dejaron cuidando de Josefa. Cuando vinieron mi madre se metió en la cama y no salió en dos días. Después hizo que pintaran un cuadro enorme con la cara de mi hermano en el que ponía: “Sol de hijo”. Y allí lo colgó, encima de la tele, mirándonos a todos. Tú mirabas la tele y él te miraba a ti.

A partir de entonces mi madre siempre ha estado mala. Los de la ambulancia se cagaban en todo cuando tenían que venir a por ella. Un día los oí decir: “La gorda, otra vez la gorda, hoy le ponemos un tranquilizante y la dejamos en casa, pasamos de llevárnosla al hospital.” Y así lo hicieron, la pincharon y se quedaron todos tan descansados. Aunque al día siguiente, cuando se despertó, empezó a vociferar y acabó por llamarlos otra vez y cuando entraron en casa se tiró para atrás y se cayó dándose contra la mesa. Salía mucha sangre y se la llevaron al hospital con la sirena y todo.

Hoy también oigo las sirenas. Ya vienen, pero va a dar igual.  Hoy es año nuevo, hemos ido a conocer la casa de mi hermana Josefa, que se va a casar. Está muy lejos, casi en Segovia, mi padre no quería venir, está harto de conducir y cada vez ve peor. Pero a mi madre le da todo  igual: “He dicho que vamos y vamos y se acabó”. Y le ha dado un empujón que casi se traga el picaporte. Por el camino casi tenemos un accidente con un camión. Mi padre quería adelantarle, el camión no le dejaba y se ha echado encima de nosotros; mi padre le ha insultado, ha dejado el volante y le ha hecho un corte de mangas y casi nos salimos de la carretera. Mi madre ha empezado a gritar y a mí me ha dado otra vez el ataque. Pero ni se han dado cuenta. Cuando hemos llegado donde mi hermana, mi madre me ha visto los pantalones manchados de pis, me ha dado una colleja, y ya está.

En la comida no han parado de insultarse. Al novio de Josefa, que es culturista, se le ha hinchado la vena y se ha puesto muy colorado, ha dado un puñetazo en la mesa y la botella de vino y los vasos han saltado como en los dibujos animados. Mi madre le ha dicho a mi padre que dijera algo, y mi padre se ha levantado muy enfadado y nos ha metido a empujones en el coche.

Yo, con tantos empujones, he perdido mi boli y me he puesto muy nervioso. Cuando no tengo el boli no sé qué hacer con las manos. Ellos estaban delante de mí en el coche, seguían insultándose, chillaban. Volvían a  repetir lo mismo una y otra vez. Mi madre lloraba, mi padre para no oírla ponía la música muy fuerte. Mi madre la quitaba, él la ponía. Yo he buscado entremedias de los asientos para ver si encontraba algo que se pareciera a un boli y así poder cantar mi canción y no escucharlos. Pero un silbido se me ha metido en la oreja y ha empezado a pitar, a pitar, a pitar cada vez más alto. He notado el calor, el sabor amargo que me llena la boca antes de los ataques y entonces, en vez de perder el conocimiento, he agarrado por el cuello a mi madre y he empezado a apretar, a apretar, fuerte, muy fuerte y así el pitido se ha ido. Ella se movía mucho y me arañaba con sus manos.  Mi padre, al verme, ha soltado el volante y ha querido despegar mis manos de su cuello, pero yo notaba un gran placer al no oírla y no lo ha conseguido. Ha empezado a insultarme y entonces he soltado a mi madre y le he agarrado a él. Ha sido entonces cuando el coche se ha salido de la carretera y se ha estrellado contra una casa abandonada.

Ellos se han muerto enseguida, no han dicho nada. Hay mucha sangre. Al principio estaba caliente, ahora ya está fría. No los veo, ni los oigo. Tengo algo encima que no me deja moverme. Estoy muy quieto. Me ha dolido mucho al principio, pero me he puesto a recordar todo esto y ya no me duele.

Ha pasado mucho rato sin que se oyera nada. Me ha gustado. Sé que los he matado. Sé que está mal. Pero esta paz me gusta. Por eso lo he hecho, porque sabía que me iba a gustar. Sólo echo de menos mi boli, y a Paquita, si viniera ella a salvarme…
Ya da igual, se oyen las sirenas, pero no me van a ver, estoy escondido debajo de ellos. Están encima, como siempre, pero por lo menos no hacen ruido. Adiós.

Por Raquel Ferrero

lunes, 25 de febrero de 2013

Las mentiras

Juan era una gran persona. Ante el miedo o el dolor de los demás se sentía impelido a mitigarlo. Cuando Azucena le contó lo que le había pasado en el trabajo y que, al día siguiente, no podría volver, él le dijo: tranquila, seguro que casi nadie se acuerda ya. En el caso de Pepe, temeroso de haber acabado con su matrimonio al perder todos los datos del ordenador donde Cinta, su mujer, trabajaba desde casa, le comentó: no sufras, verás como lo entiende, tendrá hechas copias de seguridad. Y así se comportaba en cada caso el mago de las mentiras blancas.

Por contra, César, que se crecía a costa de humillar a los otros, era experto en dañar a todo el que podía. Si estaba en su mano, le decía al jefe que Tomás no había hecho todavía su trabajo, a pesar de saber que era urgente. O que él mismo se encargaba de todo y que gracias a su interés las cosas salían bien y a tiempo. Su afán era trepar sin ningún escrúpulo y a costa de quien fuera. Cuando Vicente le confesó que había preparado un informe en el que se recogía mucho más de lo inicialmente encargado, y que le había quedado impecable, César hizo todo lo posible por minarle la moral: ¿estás seguro de que a don Luiscar le va a parecer bien? Ten en cuenta que no es lo que se te ha pedido. Si surgía algún problema Cesar nunca tenía culpa de nada, al contrario, aprovechaba para expresar el “ya se lo dije”.

El día en que Margarita se quejó de Eva, César comentó que desde luego no era de extrañar. Él sabía que se dedicaba a dar largas al trabajo de los demás para quedar como la más competente. Margarita dejó de hablar a Eva, y ésta no entendía el porqué. El gran manipulador conseguía que todo el mundo en la oficina estuviera enfrentado.

Cuando fue el cumpleaños de Pilar lo celebraron al salir de la empresa, a pesar de que pocos se llevan bien entre ellos. Pilar era una mujer abierta y dicharachera, por lo que la fiesta empezó a animarse rápidamente. Amparo, reservada pero con un gran sentido ético, era consciente de la cizaña que metía César. No le gustaba disputar con nadie, y menos en público. Por esto, le dijo a Elsa, gran negociadora y suave en sus palabras, lo que ella había visto. María, Carmen, Mayte y Jenny, que estaban en la conversación, le dieron la razón, ellas también lo habían observado. Se acercaron a Raquel y a Mercedes, de talante menos pudoroso y acostumbradas a soltar las verdades. Entre todas tejieron un plan.

Llegado el momento de los pastelitos y el champán el grupo estaba más que animado. Entonces las indirectas fueron dando lugar a las directas, de manera que César fue siendo despojado de sus capas hasta dejarlo en pañales. Éste, cuyo sentido de la vida era embaucar y manipular, empezó a ponerse malo. Enojado, actuó como un cobarde y huyó de la situación, alegando que tenía prisa. Caminando hacia su casa comprendió que tendría que cambiar de trabajo. Como persona no tenía sentido por sí mismo. Su vida consistía en trastocar la de los otros. El puro placer de mentir, del que era esclavo, se esfumaba en esta empresa.


Por Mercedes Martín

domingo, 24 de febrero de 2013

Mentiras de supervivencia

Fermín Bocanegra era un mentiroso compulsivo. Desde pequeño había utilizado la mentira para conseguir sus objetivos. Formaba parte de su vida. Incluso las clasificaba en categorías: mentiras piadosas y despiadadas, mentiras alegras y de colores y mentiras tristes y oscuras. También distinguía las gordas y las pequeñitas. Y las dolorosas de las inofensivas.

Se pueden servir frías o calentitas y pueden tener un resultado devastador o producir un inmenso placer si están bien condimentadas.

Fermín mentía siempre, era un experto, pero a veces se enredaba en una telaraña  de contradicciones y no encontraba la salida.

Disfrutaba fingiendo ante los vecinos que había pasado unas vacaciones de ensueño en un lugar paradisíaco, cuando, en realidad, había estado en su pueblo; mientras que a los amigos del pueblo les aseguraba que era el director de su empresa.

En realidad, era vendedor de una de las más prestigiosas cadenas de electrodomésticos del país. Llevaba poco tiempo, pero era tan hábil convenciendo al cliente de las cualidades del producto –las lavadoras eran su especialidad-,  que había ascendido al olimpo de los mejores vendedores de la compañía y disfrutaba de un sueldo decente, buenas comisiones y la estimación  de sus jefes, por lo que se encontraba en el mejor momento laboral de su vida.

Claro que, como de costumbre, había falseado un poco el currículum y añadido algunos datos durante la entrevista, pero eso lo hace todo el mundo si se quiere encontrar un buen puesto, son mentiras de supervivencia. Sabía que la empresa tenía entre sus rígidas normas la de admitir exclusivamente a vendedores casados, porque consideraban que los solteros se distraen y quieren ligar con las clientas, y los divorciados tienen demasiados problemas jurídicos y personales que se llevan al trabajo. Sin embargo, los casados son personas equilibradas emocionalmente y ofrecen mejor rendimiento.

Todo iba sobre ruedas hasta aquel día en que el director general reunió en su despacho a los vendedores que habían superado los índices de ventas exigidos por la empresa y les comunicó que, como todos los años, antes de las vacaciones de verano, quería invitarles a ellos y a sus esposas a una cena íntima en su casa para celebrarlo.

Al escucharlo, se le congeló el cerebro y se le paralizó el corazón. Tenía que buscarse una esposa en el plazo de un mes. Pensó en llamar a alguna de sus ex novias, pero lo desestimó, todas le habían dejado,  hartas de sus embustes, y sería paradójico pedirles que participaran en esa representación.

Una noche, al salir del trabajo,  entró en lo que creyó un bar de copas pero que resultó ser una barra americana de colores chillones donde samaritanas del amor, como decía la canción, le ofrecían unos momentos de felicidad a un precio razonable. Sólo quería hablar con alguien y de repente, se le acercó una espléndida señorita de aspecto cansado a la que contó su problema y le ofreció una importante suma si se prestaba al juego de hacerse pasar por su legítima.

Varias copas después, la chica, cuyo nombre de batalla era Marlene, le confesó que era una estudiante española que acudía al local dos veces por semana para pagarse la carrera de Historia, y aceptó, pero tenía que regalarle el vestido, los zapatos y los accesorios.

Fermín Bocanegra tuvo que acudir varios días al bar para ensayar los detalles y saludaba con familiaridad al resto de las chicas que se imaginaban una historia de amor estilo pretty woman.

Por fin llegó el gran día. Estaba preparado, no quería perder aquel empleo y había pasado por muchos,  de los que le habían echado al descubrir sus artimañas.

Llegaron  a la magnífica mansión del director general. Marlene apareció con un elegante y discreto vestido, no parecía la misma.   El jefe y su mujer salieron a recibirles y vinieron las presentaciones. Fue en ese momento cuando Fermín Bocanegra sufrió de nuevo una congelación transitoria: la mano que estrechó era la de una de las compañeras de Marlene:   Katia, la polaca. 

Tras unos momentos de tensión contenida, miradas interrogantes entre los tres y perplejidad, todos siguieron con la comedia.  Fermín le quito importancia y se  relajó: tenía la sartén por el mango. Al fin y al cabo, se trataba de mentiras de supervivencia. 

 
Por Carmen Alba

sábado, 23 de febrero de 2013

La sospecha

Celia le había dicho que tenía mucho que estudiar y no podría salir este fin de semana. A Carlos le parecía extraña esa sucesión de exámenes, como si se hubieran multiplicado los temas y las evaluaciones. Además, últimamente la notaba distante. Sospechaba que algo silenciaba.

Los jóvenes, y los no tanto, airean demasiado su intimidad con el abuso de la tecnología y de las redes sociales. Amigos y enemigos, compañeros, conocidos y desconocidos saben de los movimientos, gustos, aficiones, alegrías, desencuentros y otras facetas, supuestamente privadas, de los demás.

Uno puede poner en su estado algo que indique lo que está viviendo, para que todos se enteren, o, si se es más avieso, lo que quieres que los otros crean sobre ti. Puedes decir: “Por primera vez, la vida ha sido justa conmigo”, porque has conseguido, por fin, ser correspondido en el amor, o escribir: “Estoy de exámenes y profesores hasta las narices”, como había declarado Celia.

Se expone uno tanto que, a poco que se ponga interés, se le acaba por conocer. Pero Carlos intuía que ese tipo de expresión ocultaba algo distinto. Cuando otra vez Celia puso en su estado “Por fin un fin de semana en el pueblo de mis abuelos”, parece que escondía: “Unos días en el chalé de una compañera de clase, sin sus padres”. Un compañero creyó verla en la sierra. Otra vez escribió: “Me jode no poder ir a la fiesta por esta mierda de trancazo”. Alguien la telefoneó ese día y su hermana contestó que había salido. Debió de darse cuenta sobre la marcha de que estaba metiendo la pata, porque enseguida añadió que había ido con su padre al médico de guardia.

Carlos veía que Celia estaba conectada al servicio de mensajería más de la cuenta. Pero no era para comunicarse con él. El hecho de estudiar tanto no debería ser óbice para que, de vez en cuando, pudiera enviarle algún mensaje, aunque sólo fuera para romper la rutina. Él le mandó alguno, pero no recibió contestación.

El chico compró una pizza y se presentó en casa de Celia sobre las nueve de la noche del sábado, casi seguro de que se la comería él solo. Había mucho jaleo en el portal. Se introdujo a empujones para poder llegar a la primera planta, hasta que un policía le cortó el paso. Vio llorando a la hermana de la chica. Se acercó a ella y ésta le abrazó, diciéndole, entre sollozos, que Celia estaba muerta. La habían encontrado con la cabeza reclinada sobre el libro de Historia del Arte. Hallaron, en un extremo de la mesa, un envase medio vacío de dextrometilfenidato, droga utilizada para aumentar la atención en el estudio. Al lado del libro estaba su teléfono, donde, si se desbloqueaba, podía leerse un mensaje medio escrito: “Si esta noche termino, mañan”.

Echaron a todos. Carlos, con la caja en la mano,  caminó sin rumbo hasta que la ciudad desapareció. Se sentó en los restos de una antigua caseta y dio dos bocados a la pizza. Fría, mojada y salada.
Por Vicente Briñas

viernes, 22 de febrero de 2013

La mentira

Cele y yo estábamos pasando una semana de vacaciones en Fuerteventura, en una isla de Las Canarias.

Pensé comprarla un regalo, pero no sabía qué podía gustarle de aquella tienda de souvenirs del hotel donde estábamos alojadas.

Había unos álbumes de fotos hechos con hojas de palmeras, típicas de la isla.

No estaba segura de que le gustase, así que intenté sondear sobre su gusto. Le dije que iba a comprar un regalo para mi sobrina y quería saber su opinión.

Ella me contestó que era muy bonito. Salimos de la tienda y se lo entregué; a continuación, montó en cólera diciéndome que no le gustaban las mentiras.

Todos mis intentos por explicarle que sólo intentaba saber si le podía gustar fueron fallidos. Después de aquella ocasión no se me ocurrió volver a utilizar esa estrategia.

Cuando realmente he tenido que mentir ha sido por necesidad, como medio para conseguir  que no supieran más de lo que yo estaba dispuesta a dar a conocer sobre mí o para justificarme de por qué no quería hacer alguna cosa o ir a algún sitio.

                                                   Por Amparo Santos Gómez

domingo, 17 de febrero de 2013

La niña buena

Violeta desde pequeña careció de ambición. Se conformaba con obedecer y confiar en todo lo que le decían los adultos. Quería ser piadosa cada día. Al ir creciendo empezó a detectar ciertas contradicciones en sus creencias. Aún así, su leit motiv era ser buena. Llegó un momento en el que una amiga, además de psicóloga, le diagnóstico “empatía patológica”. Es decir, se preocupaba tanto de los demás, en cada momento, que se olvidaba de atenderse a sí misma. Violeta, le dijo: eres prisionera de tus deseos de bondad, así no puedes ser libre. Quedaron trastocados definitivamente sus intereses éticos.

Dejando de pagar aquella minuta se estaba demostrando hasta dónde podía llegar. Convencida de su recto hacer, ahora empezaba a desconfiar de sí misma. Sin embargo, era natural que tras aquel fiasco de defensa considerara necesario el impago de la factura. Los distintos recibos de la casa, el coche, los estudios de su hijo, etc… le comían la nómina y, de este modo, su fuente de sustento adquiría unos mínimos insoportables.
 
Su hijo preocupado por sus intereses vitales –blackberry, fibra óptica, portátil, y ropa y calzado de última moda-, tiraba su competencia por los suelos al no poder darle lo que él le demandaba. Sus riñas eran continuas.

El perro, destinado a dar saltos, a jugar y a obedecer, a hacer compañía, se convirtió en un ser abyecto y deleznable. Cuando el veterinario les dijo que tenía una enfermedad incurable y degenerativa, el animal entendió que la casa era suya, aprovechándose de la pena que generaba. Cuando le regañaban se echaban atrás. Sacaron su cama de la cocina y la ponían donde el perro quería. De este modo, asaltó todas las habitaciones y también el salón, destrozando la casa y los nervios de Violeta. Además, enseñó a su hijo a no ser responsable, pues se abstenía totalmente de pasear al chucho. Y, por ende, las facturas del veterinario cada vez eran más onerosas.

Con graves daños la casa y quebrados los nervios de la mujer, aparte de hastiada por las peleas con su hijo, no le quedó más remedio que reaccionar ante su indefensión. Un jueves, arrancando de sí la furia que la invadía, proyectó un plan infalible. Daría un golpe en uno de los bancos más odiosos de la nación. Con el poco dinero que le quedaba, visitó centros de belleza durante un tiempo, al cabo del cual su aspecto era más atractivo.  Sin ningún temor compró ropa y calzado, bolso y abrigo, con las tarjetas visa. Ataviada de un modo discreto pero elegante, estudió varias sucursales hasta encontrar la más propicia. El día del golpe siguió sus rutinas desde primera hora hasta las diez de la mañana. Se vistió cuidadosamente y se maquilló. Colocó la bella peluca morena sobre su cabeza. Cuando se miró al espejo no se reconocía, y sintió gran confianza en sí misma. Se puso el abrigo y cogió el bolso saliendo dignamente hacia el banco. Al entrar en éste, se acercó a la cajera y, en un tono intenso, le dijo: ¡Dame el dinero listo para Prosegur! ¡Llevo una bomba debajo del abrigo! ¡No levantes sospechas! La cajera, sin mediar palabra, asintió. Era una trabajadora más hastiada por la reforma laboral, pendiente de un ERE. Se puede decir que le facilitó las cosas. Violeta salió de la sucursal con la misma entereza y elegancia con la que había entrado. Regreso a casa con disimulada euforia, potente, plena.

Su plan definitivo, después de haber barajado otros, como la visita a ‘La Argentina’, mujer experta en hacer cambalaches para blanquear dinero, era guardar el dinero y servirse de él de una forma regulada.

Pagó sus deudas y empezó a vivir con normalidad y sin agobios.
Comenzó a quedar con sus amigas y amigos para salir a cenar, ir al teatro, a conciertos, etc. Actividades de lo más normal que la actual crisis impedía, como a ella misma, a muchos ciudadanos. Empezó a viajar los fines de semana a casas rurales u hoteles con encanto. Conoció las ciudades a las que siempre quiso ir…

Poco a poco, adquirió gran seguridad en administrar sus bienes. A su hijo le compraba lo que más demandaba, pero no todo, y su relación se hizo mucho mas “amable”. Al perro lo llevó al veterinario cuantas veces hizo falta, operándole incluso por estética, de la que no precisaba.

Cuando ya estuvo todo resuelto se dio cuenta de que el dinero iba menguando. Aunque disponía de mucha cantidad, el temor de volver a la vida anterior le predispuso a dar un gran salto. Encima del portátil de su hijo dejó la siguiente nota:

Cariño, ya eres mayor de edad, me lo recuerdas cada día, por esto, te puedes quedar viviendo solo. Te dejo estos euros para que vayas tirando. La casa es tuya, administra bien el dinero para poder pagar los recibos, tus necesidades y las del perro. ¡Estate tranquilo!, verás como así entiendes mejor la vida. Te iré mandando más cada mes, y te llamaré.

A los abuelos les dices que no penen por mí, que estoy estupendamente. Les puedes ir contando lo que yo te comente, así estéis en contacto.

Por mi parte, me voy harta de obligaciones laborales, familiares y morales. Un nuevo futuro empieza para mí.
 
Y, sin más, te dejo toda la vida por delante, a ver si la aprovechas tanto como yo.

Violeta se instaló en un pueblecito del norte, prendido de la montaña y con el mar como única vista. Compró una casa antigua con dinero negro, pues convino con el vendedor en que el precio oficial de la vivienda sería más barato que el real y así este declaraba menos a hacienda y ella podía hacer uso del suyo. Del mismo modo, reformó toda la casa. Contrató a un jardinero y a una joven deseosa de trabajar, a los que también pagaba una nómina oficial y otra en  negro. Sus amigas y amigos la visitaban con frecuencia encantados. A Violeta no le importaba hacer felices a los demás. Su “empatía patológica” había terminado. Se sentía plenamente persona.


Por Mercedes Martín Duarte