lunes, 9 de julio de 2012

Los sueños de Juanillo

Después de aquel triste incidente en el que el monarca estuvo a punto de espachurrar a la duquesa, debido a la negligencia en el mantenimiento de las calzadas hispalenses, Juanillo fue invitado a abandonar su empresa.

Pero, a veces, de una desgracia surge una oportunidad. Así ocurrió en esta ocasión. Ana, la esposa de Juanillo, aprovechó un ofrecimiento que le habían hecho tiempo atrás y aceptó un puesto de asesora en la Asamblea de Madrid, por lo que se trasladó, acarreando todo su ajuar, incluyendo a su marido, a un piso en el barrio de Madrid Sur.

Ana y Juan eran polos opuestos. Nadie de su entorno se explicó nunca cómo habían podido acabar juntos. Era guapa, elegante, culta y discreta. Él, aunque de buen fondo, era feo, majadero, desaliñado y cierrabares.

La señora, con el fin de tener a su hombre entretenido, movió hilos para matricularle en un celebrado taller de narrativa del barrio, en el Centro Cultural Paco Rabal, del que había oído hablar a un novelista en ciernes que trabajaba donde ella.

Juanillo había disfrutado de inquietudes literarias en sus años mozos, por lo que no le disgustó la idea, aunque su pretensión era la de asistir sólo con categoría de oyente.
Apareció un martes, pasadas las siete, asomando la cabeza entre la puerta y el quicio.

—¿Eh aquí donde shaprende a escribir novelah? Perdón, pisha, es que mentretenío tomándome un carahillo con la morena dabaho.

Tomó asiento en un extremo de la sala, al lado de un experimentado señor de  cabeza lisa, que ofrecía orgulloso un hermoso libro escrito por él.

Juanillo andaba un poco desconcertado, entre su compañero de mesa y la joven profesora que, según le habían contado, era novelista, poeta, periodista, y encima maja. Se imaginaba los papeles cambiados.

Al terminar la clase, se despidió de los que giraban a la izquierda: la cariñosa profesora, el poeta que sanaba recitando con métodos orientales y el novelista en ciernes de inteligente humor.

Antes, habían salido el escritor que editaba sus textos y devoraba los libros de su biblioteca, intentando evitar el cambio de ciclo futbolístico, y  el discreto creador de haikus,  dotado de alta sensibilidad poética.

Acompañó al otro grupo, formado por la señora de elegante escritura y dulce acento, la peleona enseñante de camiseta verde y espíritu revolucionario y la apasionada narradora y poeta, acaparadora de premios, que iban separándose en dirección a sus hogares; continuando con el culto literato, que temía que sus musas se enfriaran, la divertida autora de textos escritos en ambos géneros y con el graciosillo de turno, por el que, de forma inexplicable, sentía un extraño afecto.

Juan dijo adiós a los últimos al llegar al Asador Gallego, bar que, decididamente, iba a sustituir a su añorada “La Macarena”. 

Aunque distintas a las de su tierra, pudo deleitar ricas tapas y variados caldos, que le permitieron llegar cenado a casa y con ganas de acostarse, después de ver un rato la televisión.
Como ocurrirían todos los martes del curso, tras su visita al mesón, en el espiritoso sueño se sumergirían imágenes del taller literario. Esa noche soñó que seguía desempeñando  su oficio, pero en las calles de Madrid, al lado del Hotel Ritz, donde se enamoró de una bella dama que, desnuda en su balcón, le suplicaba que atrapara, antes de que llegara al suelo, el pañuelo de seda que se escurrió de sus manos y que después se encargaría de entregárselo.

A la siguiente semana, sus sueños le trasladaron al infierno, donde, en un diario sin tiempo, se rebelaban los pequeños demonios, que se creían, los muy ingenuos, que iban a conquistar la décima. Su mujer le despertó cuando, entre chorretones de sudor, cantaba: Rajar, partir, pelar, cortar la carne del cristiaanooo!

A Juanillo empezaron a preocuparle las noches de los martes. Veía que el binomio cuentos y “Asador Gallego” era, más que fantástico, explosivo. No obstante, después de hacer una valoración de la situación, acompañado de un reserva, prefirió no prescindir de ninguno de los componentes.

Otro día, soñó que le pedían un rescate por Toro, un perro que hasta ese momento desconocía, aunque, después de leer la carta, decidió que no iba a pagar nada por él, pues se imaginó que la raptora era la pesada de su vecina. De repente, surgió una terrible tormenta, encontrándose ante un viejo caserón, donde tres muchachas, al verle, gritaron de tal forma que hicieron despertar a Ana.

La mujer intentó que no continuara sus clases durante el siguiente trimestre, debido a las terribles noches que solía darle los martes. Los miércoles por la mañana procuraba fijarse en su compañero de trabajo, el novelista en ciernes, en busca de restos de la tarde anterior, pero no encontraba nada que no apreciara otros días. Lo  que sí notó fue que cada vez le miraba con mayor interés.

Juan seguía de oyente. Decía que aprendía mucho más escuchando a sus compañeros que haciendo sus propios escritos. Tampoco negó lo bien que se lo pasaba durante las clases.

Aquello era como una sesión continua. Se sucedían los martes, el mesón y los tenebrosos sueños, sueños de ciencia ficción. Esa noche se vio rodeado por unos malvados que querían abusar de él, pasó cerca de una comisaría, pero se escondió en un portal y, cuando entraron los maleantes, se despertó desasosegado. Volvió a dormirse y, con su cuaderno de bitácora, apareció en Lisboa, en un museo de antiguos, junto a Marcel Proust. Subió en ascensor hasta el último piso de un edificio de oficinas y ahora estaba andando por las calles de Barcelona, con las zapatillas de felpa.

Otra noche, después de no dejar ni una pizca de pulpo a la gallega con cachelos, tuvo un sueño mucho más relajado, donde, delante de una ventana con vistas al desierto,  su mujer y él se correspondían con bellas cartas de amor. Aquella noche,  Ana también durmió poco, aunque por otros motivos.

A la siguiente semana, Juan se acostó con una pata de madera de sándalo, que le llevaba corriendo a toda velocidad, intentando salvar al señor Lavander, que esperaba, con la maleta preparada,  una inoportuna visita. De repente se encontraba delante de una mesa con cinco pizzas y diez hamburguesas, mientras unos autómatas, que discutían sobre la existencia de Dios, observaban como le resbalaba la grasa por la barbilla.

Por primera vez, Juanillo empezó a plantearse seriamente abandonar esa rutina. Se dio de margen una semana.

Aquella noche, el sueño empezó triste, por una amistad defraudada, continuó llorando por el accidentado final del amor entre un niño y su perro. Pero lo peor fue cuando se encontró una guadaña antes sus ojos, a la que se dirigió diciendo: Hola, muerte, te saludo.

Se despertó llorando, se abrazó a Ana, y le prometió que nunca más volvería a allí… nunca más volvería a pisar el Asador Gallego.
 
Este cuento se lo dedico a mis compañeros de aventura, que me han hecho pasar tan buenos ratos, a los creadores que han tenido a bien compartir un rato con nosotros y la jefa de taller, por la generosidad con la que nos ha obsequiado.

 

Por Vicente Briñas

domingo, 8 de julio de 2012

El talento en el taller

Soy un tipo cualquiera, del montón, y a la vez único; capaz de mimetizarme en el noventa por ciento de los hombres del país y pasar tan desapercibido por la calle. A diario, cuando tengo hambre, entre las nueve y diez de la noche, devoró palabras. Luego, tras el pescado y la verdura, un reposo y un repaso mental a lo que hay en la memoria de mi ordenador.

Al día siguiente, vuelvo al mismo papel virtual y repaso de forma mecánica el mundo de palabras creado. Sé que para la creación definitiva cuento con seis días; luego, al día siguiente, descansaré. Durante los días de invención, cambio, borro, añado, recorto letras y significados, muevo las palabras y doy la vuelta a las frases. Procuro dejar sin explicar algo que va más allá de la superficie de la hoja, tratando de recrear el misterio.

De miércoles a lunes me siento como Dios en mi rincón de escritura; descanso el martes. En el taller de creación me siento como un Dios menor: declamo mi obra, atendiendo a los Mandamientos del Cuento enseñados por nuestra maestra, que corrige cuarenta de los cien errores, y los otros cuarenta nudos los desatan mis amados compañeros de estudio, que se encargan de acoplar los significados ocultos, y me quedo satisfecho con mi veinte por ciento de errores, porque nada ni nadie es perfecto.

Abandono cada tarde el paraíso de la literatura con la tarea impuesta de crear un nuevo mundo de palabras en seis días.
Tomás Alegre Maicas

sábado, 7 de julio de 2012

La clase

El escritor llegó a casa. Su mujer está sentada en el sofá con los pies sobre un taburete que tenía colocado ante ella viendo las noticias o alguna película en la televisión, no tienen mesa delante del sofá, solamente dos escabeles en los que colocan los pies para estar más cómodos. Se dieron un beso y enseguida ella le preguntó por la clase, esa clase de creación literaria a la que él iba desde hacía cinco años. Son clases a las que asiste para conocer los secretos del relato corto, algo que parece muy sencillo pero que entraña cierta dificultad.

―Instructivas, como siempre ―contestó el escritor―. Siempre saco algo provechoso de ellas e intento plasmarlo en mis escritos.
―¿Cómo considerarías que han sido estos cinco meses que has asistido a este curso?
―Gratificante, altamente gratificante.
―Me alegro de que sean gratificantes, pero… ¿qué diferencia encuentras con los de años anteriores?
―Lo primordial es que esta chiquilla, porque para mi es una chiquilla, todos los días dedica al menos una hora a darnos nociones, esquemas y ejemplos de forma de escribir.
 ―¿Y antes no te ocurría esto?
―No, categóricamente, no.
―¿Y que más novedades tenéis?
―También nos lleva a escritores, unos son amenos y sencillos, otros son unos perfectos creídos.
―Pero… ¿te aporta algo?
―Sí, por lo menos el contacto con alguien que también ha creado o crea fantasías, conocerlos, ver su forma de pensar  e intimar un poco con ellos.
―Entonces, ¿estás contento con esta clase?
―Mucho.
―¿Más que los tres años anteriores?
―¡Qué duda cabe! Ya sabes que, a raíz de ser publicado un libro del que era autora la profesora, quedé un poco relegado.
―Sí, fue porque le hiciste unas críticas, ¿no?
―Exactamente no fueron críticas. Solo ví que desconocía, o al menos el libro no lo materializaba, el empleo de los guiones y se lo hice notar, indicándola como debían estar reflejados en el libro, las técnicas del guión largo las conozco bastante mejor que ella ―dije levantando la mirada hacia la tele, para proseguir acto seguido―, será porque he leído más. Solo le indiqué que para una segunda edición hiciese estas correcciones y que no entendía como la misma editorial había caído en esos errores tan claros.
―¿Y en qué consistían exactamente?
―Creo que ya te lo dije, además los tengo subrayados en el libro: empieza los diálogos con un guión corto, cuando debe de ser largo. Unas veces ponía guión cuando indicaba una acción de alguien y otras no, y cuando lo hacía también ponía el corto; por otra parte, otras veces las conversaciones carecían de guión y así la remití creo que fueron nueve páginas en la que le indicaba todas estas anomalías, marcando en rojo los errores y en verde como debería ser.
―¿Y desde que recibió tu correo es cuando te viste relegado a un segundo término?
―Exacto.
―No te quise decir nada para que no le enviases ese correo… ya sabes que hay personas que no admiten una crítica.
―Sí, ¡cómo no lo voy a saber! Solamente la gente mediocre, dentro de los escritores, no admite una crítica.
―Y volviendo a la clase: ¿Qué es lo que menos te gusta de ella?
―Lo que me disgusta es que la profe, que siempre hace correcciones de las cosas que escribimos, no nos entregue los borradores para así podernos fijar y corregir los errores que cometemos.
―Díselo.
―Creo que ya lo he hecho, pero se lo repetiré.

Estuvieron un momento callados pendientes de lo que decía la tele y dando por terminado el tema, el escritor se levantó, se sentó delante del ordenador y comenzó a teclear: “El escritor llegó a casa…”
Por Jesús Llamas

viernes, 6 de julio de 2012

Un curso sobresaliente

¡Está claro!, ¡en casa del herrero cuchillo de palo! Cambio los refranes a mi parecer: “no hagas hoy lo que puedas dejar para mañana”; las jaculatorias: “confundir al que no sabe”, “equivocar al que yerra”, “dar de comer al sediento”, “dar de beber al hambriento”, y así…

Aconsejo a los demás lo más adecuado, según mis conocimientos; los que no me sirven ni para educar a mi hija, ni para reeducarme yo.

“Es conveniente hacer ejercicio físico, aunque sólo sea andar”. El sofá de mi casa tiene el molde indeleble de mi figura, a lo largo. “Las comidas también deben ser saludables, hay que evitar el tabaco y la ingesta de alcohol”. Como lo que me apetece, casi todo lo que engorda o sienta mal (tengo el estómago delicado, y aun así…) Bebo como un cosaco, no siempre, pero sí en muchas circunstancias, algunas de ellas en verdad inadecuadas. Duermo cuando me parece, sin ton ni son, sin regularidad, sin conocimiento. Creo que he recuperado mi condición animal: como cuando tengo hambre, duermo cuando tengo sueño, y no corro para cazar las piezas; entro en internet y me las traen cazadas a domicilio. Me dicen que -hasta los animales tienen sus horarios y rutinas- y respondo “es que yo no soy una animal”.

El tabaco merece título aparte. Cien veces he dejado de fumar, y cien veces he vuelto. Saboreo los roles antagonistas de cada situación. Si no fumo, me digo “qué bien, qué sana estoy, cómo respiro, duermo fenomenal” “y la pasta que me ahorro”. Si fumo, “qué gusto, hago lo que quiero, no hay nada mejor que un cigarrito después de comer, o después de…” lo que sea. Encuentro el saborcillo en los dos extremos y no soy fanática en ninguno de ellos. Sé ponerme en el papel de los demás.

Bueno, todo esto viene al caso porque me recomendé a mí misma “hacer algo que fuera conveniente para mi salud física y mental”. De este modo, me apunté a clases de pilates, a las que acudo siempre que me es posible… Así mismo, me apunté a clases de literatura creativa en el Paco Rabal.

Tengo que reconocer que estas últimas me han enganchado, aunque no siempre puedo acudir a ellas.  Imponderables que no viene al caso reseñar. Lo que empezó como algo al azar (me apunté el mismo día que acababa el plazo) se ha convertido en una verdadera pasión. He recuperado mi amistad con la lectura, a la que había postergado (como a casi todo) para ocasiones propicias, que casi nunca encontraba. Desde joven pensé en escribir algo. Creía que había que estudiar Filología para lograrlo. Luego me enteré de que era mejor estudiar Periodismo. “Da igual, mis estudios no tienen nada que ver, como mucho pequeños y tediosos ensayos”. Ahora he visto que puedo arrancar, conozco cosas que me permiten iniciarme en este camino, personal y poco transparente en mi caso, pues no sueño con publicar. Esto me da más libertad y eso siempre me gusta. Tengo un espíritu libertario y poco ambicioso, a mi parecer.

El grupo de clase es muy especial. Lo componemos sujetos de todo tipo de pelaje: personas maduras, con gran sensatez y sensibilidad; anodinos que han ido desapareciendo definitivamente del grupo; egos de malcriados que pretenden ser el centro de atención, como niños ilimitadamente consentidos; literatos y poetas demostrados, ante los que nos tenemos que quitar el sombrero; acechantes de la creatividad que se quedan en meras ocurrencias; y, en fin, gente variopinta. De esta forma, las clases son muy entretenidas y sugerentes y en muchas ocasiones nos reímos con franqueza.
La profe, sin ánimo de pelotear, no sólo consiente nuestras risas sino que las comparte. Esto es extremadamente didáctico porque ya lo decía “el profesor cojonciano” de la revista El Jueves: instruir deleitando. Una máxima de la pedagogía más actual.

Hemos ido caminando con mayor o menor fortuna, en función de lo acertado del trabajo del alumnado y de la pericia de Esther para irnos conduciendo. Creo que ni la Comunidad de Madrid piensa que se pueden alcanzar tales logros en un mero taller de escritura creativa. No saben que las revoluciones se gestan en los lugares más insospechados.

Por mi parte, tengo claro que no me va a volver a pasar lo de aquel día en Menorca. Estaba sola en el chalet de mi hermana (la rica) y coloqué, en la superterraza al lado de la piscina, una mesa y una silla, el bolígrafo, los folios y todo lo demás: cenicero y tabaco, una copita de vino, etc. Cuando me senté a escribir, me di cuenta de algo: no sé por dónde empezar. “Historias sí tengo, pensé, pero ¿cómo contarlas?”. Me levanté decepcionada y me dije: - si no es posible escribir algo en estas circunstancias es que nunca podré escribir nada.

Afortunadamente, gracias a la superprofe que el azar ha querido poner en nuestro destino, y a las ganas de aprender o de demostrar, según el caso, este curso ha sido para mí “memorable” y me pienso apuntar al que viene aunque no tenga plaza. He decidido adjudicarme el rol de “infiltrado”.

Gracias a todas y todos. Espero que nos reencontremos en el futuro. Salud.

María de las Mercedes Martín Duarte

jueves, 5 de julio de 2012

El club de los martes

JJ y Paul acababan de amarse y estaban tan exhaustos como extenuados; tenían sus piernas entrelazadas para aumentar la superficie de contacto, piel junto a piel. Una vez hubieron terminado, llegó el momento del cigarrillo y de la charla banal. Pero en esta ocasión no ocurrió así; llegó Margot, tan vehemente en el colchón de agua, como cuando tenía la cámara de fotos entre las manos. Una vez se introdujo bajo las sábanas de satén asalmonado, surfeó sobre sus olas hasta naufragar entre las piernas de JJ. Margot pedía más, su voz se presentaba plena de placer, pero no exenta de la frustración por saber que aquellas sensaciones serían finitas en el espacio y en el tiempo.

Como sucede con las dietas, en las que se alternan los alimentos, decidieron sustituir el café de media tarde por algo más suculento. El brillo del deseo no había desaparecido de sus ojos a pesar del cansancio. En sus miradas se incineraban los reflejos de sus cuerpos confundidos, al igual que en el espejo redondo que habían ordenado sellar en el techo, aparecían desnudos, sudorosos, deseosos de nuevas sensaciones en el juego amatorio que tanto les satisfacía.

Era el último martes del curso, la última reunión del club por aquel año; todos los martes, mientras sus parejas asistían al curso de relato breve en el centro cultural, ellos se reunían, a sus espaldas por supuesto, para hacer otro tipo de exploraciones y divagaciones sobre el ser humano.

Estaban terminando, llegando al clímax, cuando se reflejó en el espejo la figura semidesnuda  de Agnes; no era frecuente, pero esta vez llegaba tarde a su cita semanal. Como siempre, tan dispuesta a apoyar a los desfavorecidos como a entregarse con la máxima intensidad en todo lo que hacía, sopesó las sombras de los pliegues de seda en la silueta de Paul y se zambulló en sus brazos. Éste, callado, sombrío, auténtico, la recibió como el místico que abraza la luz de la revelación y juntos, los cuatro, se amaron con la desesperación de saber que quizás la noche no relevara al día.
Freddie no asistió aquel día. El día anterior había avisado a JJ de que no podría ir. Tenía que dejar un par de paquetes en el centro cultural y no estaba seguro de poder llegar.

Apenas les quedaba tiempo, la clase terminaba y debían recoger a sus respectivas parejas. Fue así como se conocieron, a la salida de clase, mientras esperaban que salieran del centro, pitillo en mano y sonrisa forzada en ristre. De alguna forma, todos estaban sorprendidos de los comentarios de sus respectivas parejas. JJ no podía salir de su asombro con las nuevas perspectivas abiertas en el lenguaje de Eva, y no era la excepción, al igual que sus compañeros de tertulia del aula 13 de la primera planta y después, en la mesa del bar de la esquina, hablaban de crecimiento, pero no sólo intelectual, sino también de mayor consciencia y de interés en el mundo que le rodeaba.

Silvie comentaba que ya no veía personajes planos agarrados en la barra del metro, sino que, como voyeur infiltrada, descubría aristas en sus miradas, cómplices algunas, otras de deseo o acaso de frustración, muchas de pesadumbre y las más de indolencia. Tony no dejaba de hurgar en su más íntimo yo para ser capaz de abrirse y exponer su don, esa cualidad con que la naturaleza le equipó de serie, que no era otra cosa que la fina ironía de encontrar el lado cómico de cualquier hecho cotidiano.

En sus comentarios no olvidaban al alma mater de aquellas reuniones de cuentistas, que por mor de su carisma, no cejaban en esforzarse en encontrar su camino interior contando historias ajenas que en el fondo no hacían sino repetir de diferente forma sus inquietudes y sus esperanzas. Joseph callaba, ante los comentarios de sus compañeros. En otro tiempo, cuando aún llevaba pantalones cortos, sus amigos le llamaban “buitre” porque lo aprovechaba todo y cuando le era necesario utilizaba lo aprendido; siempre le fue más sencillo expresarse con la palabra escrita que con el verbo, después de todo, fue precoz a la hora de aprender las letras y retrasado a la hora de hablar y caminar ¿Por qué gastar energía si lo que has de decir no es más bello que el silencio?

Habían encendido el segundo cigarrillo y seguían con su charla banal, pero ya hacía tiempo que deberían haber salido y ésta decaía. JJ, con su barba tan bien perfilada como un paisaje de Constable y envuelto en su pañuelo de seda de Hermes, color regalo de Navidad, disertaba sobre la mejor manera de exponer ideas en diferentes planos temporales, dando un curso de cómo organizar los post it en la pared sin dejar escapar ni una sola idea; pero no pudo terminar, una explosión les lanzó al aire hasta caer magullados sobre un lecho de cristales rotos con sus miradas perdidas en el cielo.

En un  instante comenzaron a sonar las alarmas de incendios y a continuación una columna de humo denso se expandió por el centro hasta salir por sus ventanas como lenguas de fuego en la boca de un dragón desbocado.

Pasados unos minutos, magullados pero vivos, recuperaron el aliento y pudieron incorporarse; vieron entonces cómo llegaba el primer coche de bomberos de donde descendieron los primeros efectivos, que cubiertos con la escafandra antigases y armados con hachas, sin dudarlo un momento, se adentraron en aquella tormenta de humo y llamas que salía del edificio. No transcurrió mucho tiempo hasta que escucharon otra explosión en el interior; entonces, por una ventana lateral, salió una nueva columna de humo negro que, por un momento, les pareció que tomaba forma de dos enormes seres alados en mitad de un combate para desvanecerse después en su camino hacia el cielo formando, ahora sí, los típicos hongos del humo.

A nadie le extrañó que aquellas cinco personas asistieran juntas al sepelio que se organizó días después por el fallecimiento de las víctimas; ni tampoco, que abrazados entre sí se consolaran con muestras de un profundo y delicado cariño. Tampoco nadie advirtió, que a partir de aquella fecha, las reuniones sociales que tenían lugar en Chalet de la Calle de los Arcángeles, número trece, se sucedieran a diario.
Luis Castilla

miércoles, 4 de julio de 2012

Los Hacedores

Drama en un solo acto (breve, eso sí)

Dramatis Personae
Emérito Inclito: Persona de una edad ya avanzad. Es la voz de la experiencia.
Melancolía: Fémina sensible y cultivada.
Escéptico: Hombre en permanente revisión de sí mismo.
Pragmático: Frío y calculador. Todo lo que hace tiene un sentido.
Bardo-Chacinero: Poeta de lo cotidiano Su mirada esta impregnada de misticismo orientalizante.
Sufragista: Luchadora sin fin. Su mundo es entre iguales.
Vose: Mujer llegada de allende los mares. Vive rodeada de cuentos.
Histrión: Le inunda la alegría. Su vida es pura ironía.
Greca: Reniega de las injusticias con la fuerza de una diosa clásica.
Silente: Calla lo que sabe y a veces dice lo que no es conocido.
La Dama Blanca: Su conocimiento es universal. Luz y guía de todos los Hacedores.



Decorado


Un escenario vacío. Grande telones negros cubren todo el espacio escénico. En el proscenio diez sillas de alto respaldo enfundadas en tela blanca. Forman  un círculo amplio. Luz tenue, filtrada en un tono blanco mortecino.
                                            ACTO I (y único)


Emérito I.- Nuestros trabajos han llegado a su fin (gira en círculo hablándoles a       todos) hemos recogido todas las palabras perdidas y las no halladas
Todos (a coro).- No, no, no.
Histrión.- Nos falta encontrar la palabra más bella.
Greca.- Querrás decir en ponernos de acuerdo en cuál es esa palabra.
Melancolía.- Y mira que lo hemos intentado.
Escéptico (con gesto burlón).- Algunos más que otros.
Pragmático.- Bueno Hacedores, solo nos queda que resuelva Ella.
Bardo Ch.- Sí que Ella nos ilumine.
Todos (a coro).- Llamémosla.


(Los nueve Hacedores se dan la mano cerrando el círculo)


Emérito I. (en el centro).- Te invocamos, oh, gran Dama Blanca. Hazte presente, nosotros te los pedimos.


(Entre efectos de luminotecnia y densas nubes de humo, por un extremo del escenario, aparece Ella, la Dama Blanca con una guirnalda de flores silvestres coronando su cabeza. Todos se levantan, abren el círculo y la Dama avanza hacía el centro. Se vuelven a sentar –Emérito también-).


La Dama B.- Hablad mis Hacedores de palabras. Que os preocupa.
Sufragista.- No encontramos la palabra más bella.
La Dama B.- ¿Seguro? Sé que cada uno tiene la suya, ¿no es así? ¿Cuál es la tuya Melancolía?
Melancolía (muy ufana).- ¡Saudade!
Sufragista (iluminada).- Pues la mía es igualdad.
(La Dama Blanca con su mirada va incitándoles para que hablen. Y uno a uno van diciendo su palabra)

Emérito (convencido).- Tesón.
Pragmático (liviano).- Melodía.
Bardo Ch. (enamorado).- Antífona.
Vose (eufórica).- ¡Ultramar!
Histrión (serio).- Algarabía.
Greca (solemne).- Justicia.
Escéptico (altivo).- Cotidiano.
Silente (huraño).- Fecundo.
La Dama B.- Todas son bellas en verdad. Cada palabra es única y personal. La palabra más hermosa es aquella que nos hace libres. Hacedores recoged vuestras palabras y cuidadlas. Vuestro trabajo ha llegado a su fin.

                                 (Lentamente cae el telón)

                                                Andrés Orellana
 (Los Hacedores están sentados en las sillas. Todos menos Emérito, que en el centro del círculo se dirige a los demás. Visten largas túnicas blancas que se confunden con los asientos donde se encuentran).

martes, 3 de julio de 2012

Un mundo sin martes

Érase una vez un mundo plano y lleno de días iguales, pero aún así diferente, pues le faltaban los martes.

Los martes eran propiedad de una panda de insensat@s y de locuel@s. La jefa de todos ellos era una brujita de mirada dulce y verbo fácil, encantadora, en una palabra. Se había fumado los martes y había creado una pompa de humo dulce y embriagador donde un puñado de acólitos transformaba sus emociones, frustraciones y sentimientos en bonitas palabras, olvidando sus acuciantes problemas diarios.

Martes tras martes la esfera humeante se iba convirtiendo en un paréntesis adictivo y reconfortante.  Allí reunidos y concentrados creaban historias alucinantes dando rienda suelta a su ferviente imaginación.  Juntos reían, juntos se emocionaban, juntos pensaban y aprendían. Cambiaban su estrecho mundo por un cosmos inventado y mágico donde todo era posible.

Ideaban rebeliones demoníacas, binomios imposibles de seda y alquitrán, secuestros en los que nadie quería pagar el rescate, historias terroríficas  y cartas de amor, ascensores que abren sus puertas en otras realidades y encuentros inesperados con personajes del pasado que les recordaban lo que eran y no habían llegado a ser. A veces eran dioses y lo veían todo, otras sólo testigos y observaban a sus personajes moverse por los renglones de sus esfuerzos. Otras escribían en primera persona y amaban desesperadamente, temblaban y se ruborizaban, lloraban y se jactaban y hasta mataban para sobrevivir.

Algunos días la bruji

Pero el paréntesis del Dios Marte se cerraba y se despedían de la brujita locuela e insensata.  Ya fuera, el mundo parecía más amable, más liviano, más esperanzador. Las neuronas marchitas se habían revitalizado, las vergüenzas se había diluido, los problemas se tornaban más razonables y las sonrisas quedaban tatuadas en sus rostros.

En cambio otros martes se resistían a salir de la esfera y alargaban el cuento hasta el bar de la esquina. Allí regaban con líquidos amargos y dulces los últimos rescoldos de aquellas intensas jornadas. Y entre aceitunas, chorizo y salchichón arreglaban los dos mundos y se reían un montón.
Pero un día llegó el verano. Todos sabían que a las vacaciones no les puede faltar ningún día, pues sería inmoral y hasta ilegal. Todos sabían que los martes regresarían y que la esfera se evaporaría.

Entonces la brujita que era:

Excepcional
Sentimental
Tenaz
Honesta
Ejemplar y
Risueña

les prometió que haría todo lo posible por volverse a fumar cualquier día y así estar juntos de nuevo, creando y disfrutando.
Y con esa esperanza, colorín colorado, estos cuentistas seguirán encantados.

P.D. Gracias, gracias, gracias. A todos: Elsa, Mercedes, Olimpia, Jesús, Boni, Andrés, Emilio, Ernesto, Tomás, Luís, Vicente y a Esther.

 
Por Raquel Ferrero
 
 
ta atraía a otros hechiceros amigos suyos a ese microsistema semanal.  Y era muy divertido, porque los magos descubrían sus secretos y les enseñaban nuevas pócimas para que pudieran alcanzar sus sueños.

domingo, 1 de julio de 2012

Penalti (ella)

No ha sido penalti. No ha sido.  No le he tocado. Bueno sí, un poquito; no va a marcar, se lo voy a parar a mi chico. Palmeo los guantes con fuerza, para que me oiga, aprieto los dientes. Y espero.

 Cuando empezó el campeonato con las nuevas reglas me dijo:

-¿No te apuntaras, no, Pauli?

No le dije ni que sí ni que no. Pero a los pocos días las chicas y yo ya habíamos formado nuestro propio equipo: las Vengadoras. Apuntamos también a Alex, el hermano de Marga. Le falta un hervor, pero nos saca a todos más de media cabeza y es más grande que el armario de la Nancy. Un muro en el campo, vamos. En el equipo no tenemos un puesto fijo. Vamos rotando la posición. Así podemos defender, atacar o ponerte en la portería para que te frían a balonazos. Aún me acuerdo del primer partido  contra los Búfalos, el equipo de Jorgito. Me tocó jugar de defensa. En el centro. Cada vez que cogía el balón mi chico me iba para él. La de patadas que se llevó el pobre. Pero que bien me lo pase. No dio una a derechas. No hacía nada más que protestar al árbitro. A mí no me dijo ni mu. Luego estuvo toda la tarde enfadado y no me hizo ni caso. Solo abrió la boca para decirme entre dientes:

-¡Te odio! ¿Para qué te has apuntado?

 Ha pitado el árbitro. Le miro a los ojos. Le veo nervioso. No se si intentar parárselo  o dejar que lo meta. Para darle una alegría. Que luego no hay quién lo aguante.

                                          
                                           Por Andrés Orellana