miércoles, 31 de octubre de 2012

Monotonía

Din Don Din, la melodía que daba paso al mensaje por megafonía había dejado de sonar en su cabeza hacia mucho tiempo.  Escuchar se había transformado en una destreza que había dejado de practicar.

Se limitaba a seguir el guión que llevaba practicando desde años. Realizaba las preguntas de rigor una y otra vez y, después, se les permitía el paso.

El siguiente. Siempre lo mismo.

Allí, metido en el cubículo de cristal, ignoraba qué tiempo hacía en el exterior, qué hora era, ni qué día. Todos los días eran exactamente iguales. Entraba a su turno de madrugada y salía al mediodía, llegaba a casa a la hora de comer y se echaba una siesta, que en ocasiones se prolongaba hasta la madrugada del día siguiente.

Aquella situación no podía continuar pero necesitaba el dinero para darles un buen futuro a sus hijos. A esos hijos que veía siempre dormidos. Entre el colegio y las actividades extraescolares no coincidían con las pocas horas que su padre pasaba en casa despierto.
 
Finalizada la jornada, salió a esperar al autobús que le llevaría hasta el aparcamiento de empleados y se quedó embobado con la lluvia.

Se bajó del autobús y corrió hasta el coche bajo el diluvio. No le importaba mojarse, pero corría por instinto.
El limpiaparabrisas no daba abasto. Los conductores dejaban más espacio del habitual con el coche que les precedía. La lluvia otorgaba intimidad. Sólo existían él y el coche en medio de la tormenta.

Avanzaba a alta velocidad aun sabiendo que debía tener precaución. Sin embargo, no le importaba. Ya nada le importaba. Al día siguiente tendría que volver al trabajo que detestaba y que le estaba consumiendo.

Aminoró la velocidad del cuenta kilómetros, se cambió al carril derecho, cogió el volante con ambas manos y lo giró con brusquedad hacia la derecha.

Mientras daba vueltas de campanas y recibía golpes aleatorios en el cuerpo, pensó en el seguro de vida que dejaría en buen lugar a su familia, en su mujer que merecía un hombre que la escuchara, y en sus niños, que no notarían tanto la ausencia de su padre.

Después sonrió y cerró los ojos.

Se había terminado el levantarse sin ilusiones, el vestirse sin esperanzas y el caminar sin fe.
Por Jenny Tejana

Una mañana más en el tren

Cada mañana, ¡horror!, el despertador suena a las siete. Me siento muy feliz y a la vez muy inquieto. Presiento que hoy va a ser un día especial. Una ducha rápida, una ropa casual y corro hacia el tren. Mi único pensamiento es encontrarme nuevamente con ella.

Es alta y delgada, ojos azules, pelo largo, rubio, y una boca muy sensual. Lleva puesto un vestido color negro que hace resaltar su figura y su gran delgadez. Solamente mirarla mi cuerpo se pone a temblar; ¡Dios mío!, estoy enamorándome locamente de ella.

Unos minutos más tarde llega el tren. Entramos juntos en el mismo vagón. Ella se pone a leer y yo, a su lado, mirándola y pensando que un día más, no soy capaz de hablar con ella, y eso hace que me sienta malhumorado y colérico.

Soy divertido, sociable, extrovertido y seguro de mí mismo.  Pero, en asuntos de amores, soy tímido, introvertido y muy vergonzoso. En fiestas, cuando me presentan a chicas, me sonrojo, pienso que mi conversación es totalmente anodina y mis labios se sellan profundamente.

Las estaciones van pasando y mi estado anímico va cambiando; mis  manos están sudorosas, mi corazón acelerado y un sudor frío invade todo mi cuerpo. ¡Qué poco queda para llegar a mi destino! Pero una vez más no puedo comunicarme con ella. De repente, se para el tren en la estación, se levanta, mira por la ventana y en el andén está una chica esperándola con una flor roja. Se baja del tren, se miran con deseo, se funden en un beso apasionado y juntas de la mano se dirigen hacia la salida.
Por Pilar Martínez Hidalgo

martes, 30 de octubre de 2012

Tengo que volver a verla

Cada día está ahí y, sin embargo, como si fuera la última vez, la miro y me digo: “tengo que volver a verla”.

Nos cruzamos con frecuencia. Compartimos un espacio de escape momentáneo. De situaciones cotidianas que pueden llegar al hastío. De ocasiones difíciles de sobrellevar con prudencia.

Sé para mis adentros que, si no pudiera evitar algunos momentos recurriendo al “sano” hábito de fumar, mis conductas masculinas incontroladas demostrarían cómo soy en realidad. Esa ira visceral que, bien llevada, me conduce a grandes logros laborales. Esa energía negativa convertida en otro modo de analizar de las circunstancias. Un pequeño momento de reflexión. Inspirando y soltando el aire lentamente, como si me relajara de forma voluntaria. Mi personalidad se hace más acorde con la propia de un ser sociable.

La veo y ella me sonríe. Sin palabras, pero con gestos de solidaridad. Creo que, de manera inconsciente, estoy frecuentando más el fumadero exterior. Mi tos constante así me lo demuestra.

Y ella me mira, solapadamente, sin aparentes gestos de seducción. Y yo, sin poder reprimir mi testosterona, mi talante varonil, le doy un lavado de pies a cabeza. Poso mi mirada discretamente en sus ojos y sonrío con aire de complicidad. Ella me devuelve esa sonrisa sutil… que yo interpreto como de verdadera unión de almas.

Creo que me he enamorado. Me dicen: “deja de fumar”. Yo no contesto. Siempre he preferido el vis a vis. Mucho mejor que el Meetic. Y, por supuesto, ¡estoy en contra de que se pueda fumar dentro de los despachos!
Por Mercedes Martín

El primer y último día que se enrrolló

Un día estaba con las manos en la masa, haciendo pan. Me encanta fresco y natural. Metido en harina, escuchaba el sonido de la lavadora a punto de centrifugar y vigilaba la integridad física del Ricky, que correteaba por la cocina. Mientras tanto, observaba a Ricardo, mi marido, tonteando con una hamaca de red que se empeñó en comprar en Ikea, y que intentaba colocar entre los dos árboles del jardín. Al parecer, una tarea complicada porque llevaba dos horas malgastadas en su empeño. Luego me diría que el producto venía sin el libro de instrucciones o saldría con cualquier otro pretexto; claro que al lado, en la mesita junto a la piscina, descansaba el tercer botellín y un plato de aceitunas medio roídas.

El señor de la casa llevaba de vacaciones desde que compramos el chalé de segunda mano e hizo la última reparación, no recuerdo cuántos años hace de aquello; sólo me viene a la memoria que aquel día concreto, para conmemorar el fin de nuestras penurias reformistas —las alargamos durante nueve meses—, plantamos los pinos, uno cada uno, en señal de alegría, de unión, de compartir nuestras vidas y algo más.

“¡Marta!” escuché al fondo, “¡Marta!”, en repetidas ocasiones. Estaba aterrada, qué querría, no me llamaba con tanta intensidad desde el primer año de matrimonio. Miré por la ventana y le vi enrollado en una situación atroz. Me di prisa. Me quité el mandil y lo doblé bien, estaba limpio y no quería volverlo a planchar; después apagué el horno por el miedo al gas y a las explosiones; luego hice unas carantoñas a Ricky, que cuando me alejaba ponía cara de tristeza como si le fuera a abandonar para siempre, y tenía que encerrarle porque no quería que observara el espectáculo; más tarde quité del fuego unas patatas y me lavé las manos en el fregadero por si tenía que hacer una operación en vivo; apagué la lavadora porque me gusta controlar el centrifugado, me deja la ropa demasiado seca y arrugada; me quité las chinelas de Hello Kitty que me regaló para mi cumpleaños y me calcé las zapatillas para salir al jardín, no sin antes cerrar bien los armarios, sobre todo el de la cocina, que luego se cae con el peso de la puerta, y a mi hombre cuesta días apretar los tornillos. Hay que ponerle las cosas fáciles y de una en una, sino se complica la vida con cualquier minucia. Aún recuerdo cuando era un manitas. De eso hace muchos años, sobre todo antes de firmar en la sacristía, después de pasar por el altar.

Miré otra vez por la ventana y cogí el cuchillo más grande que encontré, el de trinchar. Lo miré. Buen corte, punta afilada, iría bien para la matanza del cerdo.

Abrí la puerta y le observé de nuevo. Allí estaba el amor de mi vida, atrapado en la red como un pez. Me entraron unas ganas terribles de convertirle en pescado. Luego lo miré mejor, pero ¿qué pez?, aquella masa se asemejaba más a un redondo o a un rotí, de cerdo, por supuesto.

En sus intentos por liberarse, las cuerdas de la malla se habían apretado sobre sus carnes, sobre todo en la barriga, y ya no le quedaban fuerzas ni para protestar. Me vio avanzar con el cuchillo en la mano y e intentó desenredarse otra vez pero, cuanto más se movía, más le apretaba el hilo; se estaba poniendo colorado, tan asfixiado que ya no gritaba ni mi nombre. Dudé entre si el motivo de que no soltara palabra se debía a la presión de las cuerdas o a el acojone de verme con el cuchillo en la mano, acercándome con decisión hacia su garganta. Por suerte para él, antes de salir miré el calendario que colgaba en la puerta de acceso al jardín: faltaban tres meses y veinte días para San Martín.

Entonces fue cuando comprendí el trasiego de los gusanos de seda, y solté unas carcajadas de loca mientras caminaba hacia él, pensando en que mi marido con el tiempo —lo mismo pensé desde el día que le conocí—, podía evolucionar y convertirse en una mariposa. De momento, y valga la redundancia, el capullo estaba dentro del capullo.

Por Tomás Alegre

lunes, 29 de octubre de 2012

Mara

Hoy he vuelto a discutir con mi madre. Así sucede, desde hace un año mas o menos.

Me registra los bolsillos, espía mis llamadas, rastrea mi ordenador... Me siento incomprendido, rechazado...

En la calle, adivino su mirada tras las cortinas del salón. Decido no encender el cigarrillo hasta doblar la esquina. He quedado en el centro con Mara.

Aprovecho el viaje en metro para chatear con WatsAp.

Mara es morena, tiene unos preciosos ojos oscuros, boca grande, sensual y una bonita figura. Quizás resulte demasiado bajita. Lo disimula, según ella, vistiendo de negro porque ese color estiliza la silueta.

No es feliz, asegura que su madre la adoptó para salir de la apatía y la soledad.

Ése no es mi caso; mi familia es como otra cualquiera. Mi hermana se ha independizado recientemente y viene por casa lo justo. Eso sí, mi padre es un gran tipo.

Creo que mi madre no acepta a Mara. Cuando hablo de ella, siempre encuentra un comentario agrio hacia su persona. Sin embargo, para mí, se ha convertido en la persona que mas me comprende, en la que más confío.

Nuestros problemas en casa son muy similares. Nos soñaron distintos.

He llegado a Gran Vía. Mara ya espera esquina a Fuencarral. Una amplia sonrisa, un gran beso. Emocionados nos dirigimos hacia nuestra primera experiencia amorosa en el cercano barrio de Chueca.  Mara es lesbiana.

Por Josefina Sánchez

Amante de estraperlo

Los focos me están cegando, y eso que todavía permanezco en el exterior. El regidor me hace una seña para que entre en el plató. Me tiemblan las piernas, espero no perder el equilibrio antes de llegar ante el presentador.

Que felices somos, cariño. Ya verás, vamos a terminar nuestras carreras, a buscar algún trabajillo para ahorrar y nos trasladamos a Madrid. Seguro que allí conseguiremos unos buenos empleos y compraremos una bonita casa, para vivir juntos toda la vida. Y tendremos muchos hijos. Bueno, con la parejita nos conformaremos.

El conductor del programa me saluda. Creo que estoy poniendo cara de tonta. Me encuentro abrumada. Ha empezado a contar toda nuestra historia, desde que nos conocimos. Con qué fluidez lo narra, como si fuera un cuento.
Estoy deseando que llegue el sábado y pasarme toda la noche abrazada a ti. Fundirnos como el cobre y el estaño modelando una estatua.

Dice que permanezca en silencio cuando él aparezca al otro lado de la pantalla, si es que viene. Por Dios bendito, que haya venido.

Cariño, qué te pasa, ¿ya no me deseas?, ¿te has cansado de mí? Últimamente te veo muy distante. Parece que prefirieras estar más con tu compañera de clase que conmigo.

Acaba de entrar en el plató. No puedo verle, pero le siento. Me llega su olor, su calor, su respiración. Se ríe, pero con risa nerviosa.

No me digas que lo dejemos. ¿Que te agobio? Es que me preocupas, te veo tan desasosegado. Sé que la muerte de tu padre es un duro golpe para ti y tu familia, pero yo sólo quiero apoyarte. Prometo dejarte espacio para que respires.
Le está diciendo al presentador que él nunca ha estado enamorado de mí. Que sabe que no me ha correspondido. Que jamás me dijo que me quería. No es cierto ¡Dios! No es cierto. Me lo ha dicho miles de veces, me lo ha hecho entender siempre. Hemos hecho tantos planes de futuro.

Cógeme el teléfono, por favor. Llevo semanas sin hablar contigo. Te necesito más que el poco alimento que ingiero cada día. ¿Por qué me haces esto? No me dejas otro remedio que intentarlo en televisión.

El conductor del programa le aconseja que no me vea, ya que no va a ser capaz de entender todo el cariño que le he entregado. Incluso él se ha dado cuenta de todo lo que le he querido. Anhelo verle, abrazarle, sentirle otra vez. Aunque sea a escondidas de otra mujer. Le venero de tal manera, que me conformaría con ser su amante de estraperlo.
Por Vicente Briñas

domingo, 28 de octubre de 2012

Don Matías, el boticario

Don Matías era el boticario del pueblo. Alto, corpulento, con un rasgo definitivo: su enorme bigote en forma de ola que le daba cierto aire decadente. Don Matías, todos los días a las nueve y media en punto, abría su botica, se ponía su impoluta bata blanca y se colocaba tras el mostrador, dispuesto a atender a la larga fila de parroquianos que acudían a él para dar remedio a sus males.

El caso es que el boticario había adquirido tanta fama que no sólo le visitaban los del pueblo, sino gente de aldeas colindantes, que esperaban pacientemente su turno con la esperanza de ser atendidos.

Entre los habituales, se encontraba doña  Gertrudis, una anciana afectada por la artrosis, que caminaba ayudada por un bastón y que, tras quedarse viuda, notaba un aumento de sus dolencias físicas y penas del alma. Atribuía al boticario propiedades mágicas.

Éste la ayudaba a entrar, la dejaba sentada en el bonito sillón de mimbre que flanqueaba la entrada y, mientras charlaban sobre sus hijos y nietos y la suerte que tenía de haber llegado a su edad con ese porte, le preparaba la fórmula milagrosa.
 
Ésta consistía en una mezcla de ingredientes procedentes de los diversos botes y frascos de cerámica y cristal tallado que reposaban alineados a lo largo de las estanterías, tras el mostrador. Los rojos, a la izquierda, los azules, a la derecha y, en el centro, los blancos.

-Ya sabe, doña Gertrudis, debe tomarse dos cucharaditas por la mañana, disueltas en agua, zumo o café -impelía a la venerable señora, que salía caminando sin ayuda del bastón  y más derecha que una vela.

También acudía con cierta regularidad Rosita, una bonita muchacha cuyo novio era transportista y cuando, por razones de trabajo, se ausentaba varias semanas, además de quedarse sola y triste, sufría una extraña parálisis que le afectaba a media cara y le impedía expresarse con claridad.

La joven, mientras esperaba su receta balsámica como ella la denominaba, hablaba y hablaba de las muchas cualidades de su mozo la proximidad de su boda y, cuando salía del local dispuesta  a seguir las indicaciones del boticario (dos cucharaditas por la mañana disueltas en agua, zumo o café), su rostro estaba relajado y terso y se podía expresar sin ninguna dificultad.

El último siempre en llegar era don Cosme, un profesor retirado que tenía mal genio que pensaba que a la juventud le hace falta disciplina, autoridad y buenas maneras, pero que, cuando se iba a su casa, su carácter se transformaba e incluso se iba con los jóvenes del lugar a tomar unos vinos, pues también era líquido apropiado para disolver la fórmula.

Cuando acababa la jornada, tras haber atendido a todos sus clientes, don Matías repasaba la cantidad que tenía que reponer de las distintas  clases de azúcar que contenían los frascos y, al mismo tiempo, pensaba que su famosa fórmula mágica no sería tal si a estos ingredientes no le añadiera una buena dosis de empatía, varias porciones de comprensión y ciertos gramos de atención. Mezclado todo ello y servido con la mejor sonrisa podría contribuir a mejorar, al menos, la vida de sus semejantes.

sábado, 27 de octubre de 2012

El Arcángel de piedra

Martina se encontró sentada en el frío suelo del cuarto de baño. Sudorosa, desnuda y aterida de frío, sollozaba sujetándose las piernas entre los brazos. Cubierta solo por una blanca sábana, no recordaba qué había ocurrido ni por qué estaba allí.

La lluvia golpeaba los cristales con fuerza, su sonido reverberaba en el cuarto mientras las gotas de agua resbalaban por entre las baldosas grises que cubrían sus paredes. Al otro lado de la ventana, el cortejo caminaba despacio por el sendero que cruzaba la esmeralda ladera, entre el palacio y el horizonte marino. 

Cerró los ojos para poder ver y la noche se cernió sobre ellos. Los abrió de nuevo y descubrió sobre la cortina de agua el reflejo de un Arcángel de piedra que blandía una espada de fuego al viento. Le llamó con la mano en un ademán lánguido primero, después, febril y, por ultimo, enérgico. Era él, había velado sus sueños y también sus pesadillas y, ahora, le observaba suspendido sobre el arco de piedra.

Frente al espejo miró su imagen, su pálida piel, blanca como una mortaja, trascendía sobre el haz de luz que se filtraba bajo los densos nubarrones. A través de la tormenta, pudo ver el arco multicolor que se posaba sobre el mar. No le pareció una casualidad que éste enmarcara la fachada de piedra marmórea, sobre la cual sobresalía la ardiente espada del Arcángel.  
Sintió entonces una punzada de fuego en el estómago y tuvo la imperiosa necesidad de saltar por la ventana. Se levantó y advirtió ligera como la brisa de las marismas y fría como el viento que arrasa las cumbres nevadas. Se irguió sobre el alfeizar y, de pronto, se encontró flotando sobre un tobogán de luz que, en un instante, la depositó sobre un arco de piedra bajo la lluvia que arañaba los negros paraguas de la comitiva.
Escuchó el bramido de la cercana galerna y percibió el aroma a salitre. Mientras, tomaba consciencia de su situación. Le sorprendió un desaforado trueno y la descarga simultánea que la dejaron inmóvil con el brazo en alto, en un intento de alcanzar la luz o quizás, en un último acto de súplica al infinito. Fue cuando recordó lo qué había ocurrido y por qué un blanco sudario cubría su piel.
Ahora era consciente de lo que significaba aquel lugar y de que el Arcángel pétreo, que había abierto los goznes de sus sueños, era su destino para la eternidad.
Por LuisCar

viernes, 26 de octubre de 2012

Un millón

¿Alguna vez se han preguntado cuántas esquinas hay en el mundo? Yo, sí. Soy ese tipo de hombres que se hace preguntas.  Y no preguntas fáciles, no. Incógnitas que son casi imposibles de despejar. Yo cuento esquinas, sí. Las cuento, las memorizo y las anoto. Voy por novecientos noventa y nueve mil ochocientos catorce. Todas diferentes, claro está. No hay nada más emocionante que coger el plano del metro y elegir una estación. Salir y descubrir un barrio nuevo, lleno de nuevas esquinas y chaflanes, sí, chaflanes, porque hay veces que son difíciles de clasificar. He decidido que a si su ángulo es mayor de ciento cuarenta grados, ya es chaflán. Lo siento. Esa no la anoto y no computa en mis cuentas. No es fácil la tarea, no. No puedes repetir itinerarios. Me llevo un mapa detallado de la zona y voy señalando por donde paso. Cuando llego a mi casa las enumero y las registro en mi libro.

Cuando empecé con mi ingente tarea mi mujer no me comprendía. Ya contaba con ello, sí. Me preparé durante meses para que ningún inconveniente me apartara de mi propósito. Anoté en un cuaderno todas las posibles preguntas que me haría mi señora y sus correspondientes respuestas, del tipo: ¿Para qué haces esto? Porque me gusta. ¿Y para que sirve? Servir, servir, para nada ¿Pero por qué te ha dado por ahí? Para salir de casa y dejarte tranquila. Van a pensar que estás loco. En efecto, que piensen lo que quieran.  Les puedo asegurar que me hizo todas estas preguntas y unas cuarenta más, y que yo, una tras otra, las fui contestando de acuerdo con mi estudiado guión.

Con el tiempo siguió sin comprenderme, pero se fue conformando al beneficiarse con creces de mi nueva ocupación. Las viandas y productos que le llevaba desde los diferentes barrios y localidades acallaban sus quejas. ¿Qué has traído hoy?  Me espetaba cada día con denudada excitación. No me lo decía, pero yo sabía que en el fondo estaba contenta, se libraba de mí unas cuantas horas, y los recados, tan monótonos antaño, se habían convertido en una sorpresa diaria.

Han pasado ya siete años desde que empecé a contar esquinas. A mis 80 años, mis huesos y mi corazón lo notan. Una noche, de madrugada, me desperté sudoroso y sobresaltado. Una pregunta pulsionaba mi sien y parecía materializarse en el espesor oscuro de la alcoba: ¿En qué esquina hallarás tu muerte? Era una certeza que moriría en cualquier esquina y una incógnita en cuál de todas ella perecería.  ¿Qué número tendría mi última morada? Me encantan los números redondos y el millón estaba a punto de cumplirse; me moriría feliz si esa esquina sirviera para cerrar mi círculo.

Hoy es el día. Llueve y hace un frío de muerte. Me sentaré en el bordillo de la esquina un millón y esperaré tranquilamente a que mi corazón se pare y mis huesos se rindan. Llevaré conmigo mi libro de esquinas y una nota despidiéndome de mi mujer: “Querida, te lego mi más preciado tesoro. Sigue tú con esta colosal tarea y en cualquier esquina volveremos a encontrarnos. Aunque no te lo dije mucho: Te quiero”.

Por Raquel Ferrero

jueves, 25 de octubre de 2012

Coponieve

Mi nombre, durante años, fue Adrián Rodelco. En este momento de mi vida carezco de la necesidad de nombrar las cosas, y mucho menos a las personas. Me he convertido en un observador mudo.

Vine al mundo una fría noche de invierno, y conmigo llegaron las nieves, que tiñeron de blanco toda la comarca. Quizá fuera esa coincidencia meteorológica la que explicaría la razón de mi fascinación por los copos de nieve; las formas más puras y bellas que he sido capaz de encontrar en la naturaleza. O tal vez no.

Mis primeros pasos transcurrieron siendo un niño hermoso, con facciones delicadas, tez clara y cabellos rojos como el fuego, que contrastaban con mis ojos negros, produciendo un efecto de atracción entre cuantos me rodeaban. Estos detalles de mi físico, que ahora me resultan lejanos y extraños, me fueron relatados en numerosas ocasiones por Analía, mi madre. Es curioso que, para referirme a ella, sí preciso utilizar su nombre.

Me contaba Analía que, siendo aún un chiquillo, anduve perdido durante días en el transcurso de una monumental nevada. Mi padre organizó con los lugareños grandes batidas para buscarme, peinando palmo a palmo cada rincón. No tuvo descanso ni tan siquiera cuando se hacía la noche. Entonces, en grupos más pequeños y alumbrados por candiles, proseguían con el rastreo. Decía mi madre que, días más tarde, cuando las esperanzas de encontrarme con vida comenzaron a desvanecerse, regresé por mi propio pie. Aparecí de la nada, descalzo, caminando sobre una alfombra de nieve, que se resignaba a abandonar su reino. Mis cabellos, hasta entonces del color del fuego, se tornaron blancos. Esta noticia, que se calificó de misteriosa, y mi inesperado regreso corrieron como la pólvora y dieron para mucho de qué hablar. A partir de ese momento, las leyendas en torno a mi persona se multiplicaron y hubo quien se refirió a mí como el hijo del hielo o el endemoniado blanco. Pasamos de ser una familia admirada a ser rechazados por toda la comunidad. Mi padre no aguantó la presión y desapareció sin más.

Nada pude explicar de lo que sucedió durante esos días ya que, a partir de entonces, dejé de pronunciar palabra alguna. Analía murió con la certeza de que algo sorprendente debió de ocurrirme durante el tiempo que permanecí en la nieve. Nada le dije porque nada podía decir para hacerle comprender mi verdadera esencia y preferí callar para siempre.

Ahora formo parte de otra realidad y, a través de mis cristales de hielo, contemplo un mundo que no me satisface demasiado. Me gusta crearme cada vez en formas diferentes, buscando la belleza y la armonía. Cuando las temperaturas lo permiten, me dejo caer sobre las ciudades, los campos, los coches o las cosas y colorear de blanco, por unas horas o días, su oscuro gris. Me doy por satisfecho tan sólo con contemplar la felicidad dibujada en la cara de los niños cuando me ven aparecer, en marcado contraste con el gesto de enfado monumental de sus padres.
Por María S. Martín González

miércoles, 17 de octubre de 2012

Desvistiendo el relato (el género erótico)

Antes de comenzar a adentrarnos en el relato erótico, en sus elementos y su estructura, hay que tener clara una distinción fundamental, la diferencia entre relato erótico y pornográfico.

Como norma general, aunque en ocasiones los límites son tan difusos que costaría trabajo y fatiga calificar un texto como erótico o pornográfico, se entiende que lo erótico es más sugerente, menos explícito (utiliza metáforas y otras figuras) que lo pornográfico, más tosco, más rudo, más descarnado y, sobre todo, más evidente. Diferencia entre ‘Diario de una ninfómana’, Valérie Tasso, y ‘Los cuadernos de don Rigoberto’, de Vargas Llosa.

En cualquier caso, incluso cuando no se sepa diferenciar uno de otro, como por ejemplo en el marqués de Sade, o en ‘Historia de O’, la gran diferencia entre uno y otro género es que, mientras en el relato erótico, la sensualidad está supeditada a la historia, es decir, es un recurso más de ella, en lo pornográfico el sexo es el objeto mismo. Se suele aceptar que un texto literario, aunque cuando sea estrictamente pornográfico, se convierte en erótico.

Para ciertos autores, como Vargas Llosa, lo erótico consiste en dotar al acto sexual de un decorado, de una teatralidad para, sin escamotear el placer y el sexo, añadirle una dimensión artística.

La literatura erótica
Es un género literario en el cual el argumento incide, tangencial o directamente con el erotismo o el sexo. Hay momento eróticos dentro de novela o cuentos que no lo son. ‘Ulises’, de Joyce, ‘El cantar de los cantares’, ‘La Celestina’ o ‘Don Juan’.

Tenemos ejemplos de literatura erótica en el antiguo Egipto, en el papiro de Turín, donde se detallan las variantes del acto amatorio. En Grecia y Roma, Aristófanes, por ejemplo, con ‘Lisístrata’ (400 a.C). ‘Los diálogos de las cortesanas’, de Luciano, es considerado el libro pornográfico más antiguo. En Roma, ‘El arte de amar’, de Ovidio, o ‘El satiricón’, de Petronio.

En el siglo IV, aparece el ‘Kama Sutra’, manual de sexualidad por excelencia, en gradación, desde lo que produce un simple beso hasta las posturas más acrobáticas imaginables. Como libro de cuentos, ‘Las mil y una noche’, incluye cuentos de temática erótica.

Pero fue en la Edad Media cuando surge el gran libro erótico, el ‘Decamerón’ (1353), cien cuentos muchos de los cuales abordan lances amorosos. Infidelidad, maridos con dificultad para salir airosos de la noche de bodas, jardineros que cuidan el jardín de los conventos y a sus novicias…

El Decamerón marcó muchísimo la literatura. En él se inspiran obras fundamentales como ‘Pantagruel’ o ‘La vida del gran Gargantúa’, ambos de Rabelais. Margarita de Navarra escribe ‘El Heptamerón’, 72 historias.

Durante la Ilustración, la literatura erótica, además de experimentación de un género sobre el que no había habido demasiado profusión, sirve de revulsivo contra el orden establecido: la Iglesia y la Monarquía (cuentos con María Antonieta en toda suerte de escenas: sadomasoquistas, lésbicas, desenfrenadas).

En 1748 aparece un libro importantísimo, ‘Fanny Hill’, de John Cleland. La narradora, una mujer, disfruta por completo del sexo, sin tener conciencia de culpa ni pagar consecuencias físicas o morales.  Hasta 1970 no fue legal tener una copia del libro en Reino Unido.

Durante la revolución francesa, el marqués de Sade crea escuela con sus estilo subversivo. ‘Los 120 días de Sodoma’, ‘Justine’. Violencia, libertinaje, parafilias. Crea el sadismo. Masoch llegaría más tarde, en 1870, con ‘La Venus de las pieles’.

Ya en el siglo XX, Henry Millar, ‘Trópico de Cáncer’ y ‘Trópico de Capricornio’ (1934 y 1938) se adentran en la prostitución como norma de vida. Anaïs Nin, Vargas Llosa, ‘Crash’, de Ballard.

Algunas recomendaciones a la hora de escribir un relato erótico1. Si se escribe un relato erótico, lo primero que hay que tener claro es la relación que vamos a describir: profesora de universidad con un alumno (en plan Miss Robinson), dos amigos que descubren su sexualidad, amor entre iguales, una prostituta y un cliente…

2. Saber exactamente qué queremos transmitir para valernos del género erótico: un despertad a la sexualidad, la pérdida de la inocencia en clave dramática, la fugacidad del deseo, la infidelidad...

3. Hay que mantener el tono a lo largo de la historia. Si nuestros personajes se conocen y entre ellos saltan chispas, el momento erótico también ha de ser electrizante. Si escogemos a inexperimentados, no podremos describir situaciones y sensaciones a las que se llega después de cierta pericia y práctica.

4.  Como en los demás géneros, pero aquí con más razón porque se recurre a ellos con más ahínco, hay que huir de los estereotipos. Por favor. Nada de ‘jardincitos’ o ‘frutitas maduras’, etc. Los hombres no sólo desenfundan y penetran, así como las mujeres no son pasivas. Tratemos de ser originales: ¿qué cosas pueden resultar eróticas, sensuales?
Por ejemplo, entrar en el ascensor y que nos embargue un olor, tratar de imaginar cómo es la persona que lo lleva en su piel… una mujer que lave la cabeza de su marido, una enfermera que, en el hospital de campaña da de comer a un herido…

5. Evitar el pudor. Una cosa es que no tengamos que dar detalles y otra distinta es zanjar la cuestión de un plumazo. Tener en cuenta que en lo erótico entran en juego todos los sentidos,  no sólo el tacto. El verbo excitar no sólo apunta a lo físico, sino también a lo espiritual.

6. No tengáis miedo al ridículo. Al igual que cuando uno escribe oto tipo de relato, con el erótico no os estáis describiendo a vosotros mismos. Si lo que contáis es un encuentro furtivo con un desconocido, no quiere decir que es lo que estéis deseando, ni mucho menos, así que tranquilos.

7. Un relato erótico no tiene que contener escenas de sexo, pero no sucede nada por incluirlas. Lo importante es la naturalidad del relato, que fluya atendiendo a lo que pide la historia, que el elemento sensual no se vea forzado.

Cómo escribir cuando se habla (el uso del guión)

El guión largo o raya es el signo ortográfico que se usa para indicar cada una de las intervenciones de un diálogo sin mencionar el nombre de la persona o personaje al que corresponde. En este caso se escribe una raya delante de las palabras que constituyen la intervención, sin dejar espacio entre guión y letra.

—Gitana, ¿tú me quieres?
—Más que a mi vida...
También se usa para introducir los comentarios o apreciaciones del narrador a las intervenciones de los personajes. Se coloca una raya delante del comentario del narrador, sin necesidad de cerrarlo con otra, cuando las palabras del personaje no continúan inmediatamente después del comentario.

—Pero, ¿por qué no te callas? —dijo el monarca, causando estupor a los allí reunidos.

Se escriben dos guiones largos (una de apertura y una de cierre), cuando las palabras del narrador interrumpen la intervención del personaje y ésta continúa.

—No entiendo por qué se ha producido esta polémica —zanjó el ministro—. Querer españolizar no puede ofender a nadie.
 
En ambos casos, si fuese necesario poner detrás de la intervención del narrador un signo de puntuación, se colocará después de sus palabras y tras la raya de cierre (si la hubiese).

—¿Deberíamos solicitar el rescate? —preguntó sotto voce Mariano a Soraya—. Todavía no estoy seguro de que sea una buena idea.
—Tómate tu tiempo —respondió segura su lugarteniente—, y procura no hacer pública tu decisión antes de las elecciones municipales.

El guion debe colocarse pegado a la palabra o signo de puntuación (como coma, punto, dos puntos, etc.) que lo anteceda o lo siga, sin espacio alguno.
 
* Por cierto, el guión largo, en el teclado, aparece pulsando
Ctrl+Alt+guión (el guión que está en la zona de la derecha, la de los números)

martes, 9 de octubre de 2012

¿Comenzamos a escribir..?


Iniciamos este nuevo curso recordando y actualizando algunas propuestas para enfrentarnos a esos momentos angustiosos de la página en blanco. A todos nos ha ocurrido que nos sentamos a escribir, y no surge nada. Ni una mínima historia. Nada.

El escritor Gianni Rodari, en su libro ‘Gramática de la fantasía’, propones algunas herramientas, unos útiles juegos. Ahí van algunos de ellos.

* Ondas en el estanque. Rodari parte de la idea de que "una palabra lanzada al azar en la mente produce ondas superficiales y profundas", provocaría asociaciones, recuerdos, fantasías... Se trata, por lo tanto, de proponer (se) una palabra y trabajar con los contenidos que les sugieran.

En realidad, otros antes lo vieron así de claro. Wittgenstein, uno de los filósofos que más ha investigado el asunto de las palabras, afirmó que “Las palabras son como la capa superficial de las aguas profundas”.

Sucede algo similar a los olores. Hay olores que nos devuelven a la infancia, a algún lugar muy concreto y preciso de nuestra biografía. Algo similar sucede con las palabras. Una palabra despierta en nuestra mente un conjunto de afinidades selectivas, unas lógicas y otras inconscientes, y se crea de pronto una urdimbre de palabras que tienen que ver entre sí.

Este juego es bueno para desperezar nuestra parte más creativa, puesto que toda obra artística es fruto de una técnica y un talento, en proporciones seguramente desproporcionadas.

Prueba a ver qué sucede. Piensa en una palabra. Degústala, piénsala, pronúnciala. ¿Qué ves? ¿Qué te sugiere? ¿Qué te provoca?

Prueba otra cosa. Piensa en una palabra y, a continuación, escribe sobre papel otras que creas tienen relación.

* Binomio fantástico, también llamado palabras dislocadas. Posiblemente, es técnica más rápida y eficaz para poder estimular la imaginación y desarrollar historias. El binomio fantástico está formado por dos palabras ajenas la una a la otra. Se escogen al azar y se fuerza su unión argumental. Hay que introducir ambas en el escrito, de tal manera que nuestra imaginación comeinza a urdir una trama. Servirán, pues, como pilares de la historia. Cuanto más extrañas sean ambas palabras, mayor será el estímulo. Como casi siempre, es posible que lo primero que venga a la cabeza no sea lo más atinado.

• Pétalo y conexión inalámbrica
• Desierto y perchero
• Caverna y sobre...

* Hipótesis fantásticas. Esta técnica es la más estimulante y la más acertada. Sin duda, es la que se mantiene a lo largo del tiempo. Consiste en preguntarse ¿Qué pasaría si..? Dependiendo del tono de la pregunta, originaremos un cuento de terror, de ciencia ficción, erótico... La literatura es eso, preguntarse constantemente qué hace tal personaje, cómo...

• ¿Qué ocurriría si alguien entra en su casa y se encuentra un tipo durmiendo en su cama?
• ¿Qué sucedería si nos mirásemos en el espejo y, aun siendo nosotros mismos, hubiese cambiado el físico?

* Algo similar es la resta fantástica, que consiste en eliminar del mundo un elemento vital o necesario. Por ejemplo, un mundo sin libros (Farenheit 541), sin sol, sin sal...

Fábulas en clave obligatoria. Se trata de variar los cuentos dándoles una modulación diferente. El flautista de Hamelín ambientado en Nueva York, por ejemplo.

Cuentos del revés. Se trata de trastocar el tema del cuento de forma premeditada:

Hansel y Gretel son dos delincuentes que entran en una cabaña para robar a sus habitantes...