miércoles, 30 de mayo de 2012

Hola, muerte, te saludo

I

Hola yo a ti te saludo, como amiga, como hermana;
tu que has estado conmigo desde la edad más temprana
jugando esta partida que al final tú siempre ganas.
Te conozco, amiga mía aunque no te vea la cara;
se que estás acechando, dicen que con la guadaña,
pero tú no necesitas de esa u otra artimaña.
Te conozco y no te temo pues por mucho que yo corra,
no conseguiré esquivarte, se que tu siempre me alcanzas;
vivir no merece la pena y menos con la esperanza
de evitar esa condena. Estás ahí, yo lo sé,
pendiente de lo que haga, porque estamos tan inmersos
y entretenidos de veras jugando esta partida
en la que el juego es la vida, deseando que la pierdas,
aunque a ti nadie te gana.

II

Nace un ser y empieza el juego,
un llanto da la salida de la partida anunciada.
Intentas ganar, y ciego, ves como ella te alcanza
no la llegarla ningún ruego y ella inclina la balanza.
A veces es muy cruel, otras siembra la bonanza,
otras te ofrece esperanza haciéndote tan longevo
que parece que ya el cielo a tu vida no le alcanza.
Pero efímero sueño es, ya que antes o después
ves como con sopor te va quitando la vida
para llevarte hacia arriba sin producirte dolor;
otras veces es de pronto, te clava el puñal ahí  hondo
y con mucha rapidez pierdes de pronto tu ser
sin enterarte de nada de cuanto a ti te sucede.

III

Al levantarte sonríes, saltas presto de la cama,
te duchas o bien te lavas, sales ufano a la calle
sin darte siquiera cuenta que ella está tras la ventana;
siempre ella está oteando, pendiente de lo que hagas,
sin que te indique cuando, ni le importe donde vayas;
siempre, siempre va avanzando esgrimiendo la guadaña.
Por fin un día da contigo y te lleva a otra casa
de donde solo saldrás envuelto en una mortaja
para entregarte a la tierra acabando la jugada;
el juego ya se acabó y como siempre esperabas
ella fue la que ganó aunque a ti te dio unas bazas.
No se sirvió del engaño para acabar la jugada.
Muerte yo a ti te saludo, aunque tú no des la cara
por estar siempre conmigo desde la edad más temprana
jugando esta partida que al final tú siempre ganas.
Jesús Llamas
 

martes, 29 de mayo de 2012

Apuntes de mar

Primer día
Por la mañana

El mar gris riela.
Faenan los barcos.
Los motores roncos resuenan.
Luz tibia, inmensidad.


El sol se derrama
entre las deshilachadas nubes.
y templa mi piel.
Los ojos ensimismados de agua
Y el espíritu
Tranquilo y vibrante
Como el mar.


Centellea el mar en el horizonte,
susurra murmullos suaves,
secretos de algas y seres húmedos.
con rítmica cadencia,
 el perpetuo balanceo del agua.


Por la tarde

Ruge el mar
con espumosa rabia.
Sopla el viento.
La cálida arena me acoge.
Tumbada, sueño.


Segundo día
Por la mañana

Una gaviota se ríe a carcajadas,
habrá encontrado un bocado…
Un barco se balancea apenas en el mar
y los pescadores limpian dentro las redes.
Dos  gaviotas centinelas,
los escoltan
atentas e impacientes.
Es día de faena.


Por la tarde

El viento,
látigo de poniente,
azota
agresivo
la jungla de chumberas
 y pitas
del desértico paisaje.


Abajo quedan
la media luna
de la solitaria playa
y el agua turquesa
que lame
suavemente
la orilla
con su lengua
de espuma blanca.


Se enseñorea
el aire enloquecido
vertiendo
a borbotones
quejas incomprensibles,
aturdidoras


Por la noche

A las dos de la madrugada
el mar ennegrecido,
de tinta,
escribe
su húmedo nombre
en la oscura arena.
En el cielo brilla la creciente luna
y deambulan
desorientadas
unas cuantas hebras de nubes.
Un grillo,
músico insomne,
rasguea
compulsivamente
su instrumento
para los paseantes de la noche.


Tercer día
Por la mañana

Una estela plateada
se aleja hasta el horizonte,
nadie la surca,
sólo algún pájaro
la sobrevuela


     ………………

El mar de Alborán
ruge hoy
estrepitoso estruendo.
El viento de Poniente
le impele
con frenesí agotador
un oleaje frenético
que asusta espumeante
y cautiva burbujosamente.


Olimpia de Benito

lunes, 28 de mayo de 2012

Sepas ciudadano

Te chupan la sangre,
te borran el alma,
te matan los sueños…
te dan la estocada.


Así que he vivido
como un poderoso.
Tú sabes que he sido
culpable de todo.

Creíste so tonto
que todo era orégano,
creíste so imbécil
ser dueño del mundo.

Sepas ciudadano
que eres sólo un número,
sólo uno de tantos,
uno de los últimos.

Te engaña tu jefe,
miente el presidente,
Europa te ofende,
y lo peor de todo…
de ellos no depende.

Vicente Briñas

La Ribera

Ajado sayo de recio amanecer
aviva la piel del invierno día,
cubre la inquieta esencia
de abandono henchida.


Castaña madera, emboscada,
escolta de nubosos ejércitos
en tu cauce reflejados,
cristalino brillo de sol bruñido.


Piedra gris lavada en patios efímeros de vida
fina lluvia de parca luz buscada,
telaraña tejida en troncos
de sutil rocío perlados.


Brisa fragante que inhalas silencio
escuchas el son al mecer tus frutos,
aroma fresco
pálida esperanza de tu calor huérfana,
de tu salvaje
salvaje existencia
que fluye desde tu llaga airada
y acaricia con mimo y dulzura
los cálidos brazos de mi amada.


En tus ojos la mirada,
de tu tambor el compas,
de tu luz la brisa que canta nanas a los luceros
de tus labios el silencio que baila con la escarcha
de tu figura el dulce aroma que mis sueños arropa.
Tú.

domingo, 27 de mayo de 2012

Poemas

1

Lobos de amores afilados
 desgarramos con besos y caricias
 los cuerpos perplejos de madrugada.
 Absortos en nuestra inconsciencia
 vehementes en el abismo.

¿Haikus?


 Al paso del tren
 torcaces tras las nubes
 prendidas del gris.


Alma de roca
 la ciudad del nómada
 arena sola.


Andrés Orellana
 Vía peregrina
 camino con la verdad
 Quijote audaz.

sábado, 26 de mayo de 2012

Deshabitados

I.

Caerá el polvo sobre los hombros.

Cíclicamente.
Caerá elíptico, como con órbita perfecta,
se regocijará del dolor que le es ajeno,
creará una capa generosa
                   sobre los trastos inservibles.


Caerá
y serán irreconocibles las fotos,
las que descansan,
los ceniceros llenos de nosotros,
el amarillo de nuestro armario que envejece,
el hueco que debió ser nuestro
y se va quedando vacío.


Sabes amor,
caerá el polvo sobre los hombros
aprovechando el descuido
                            de las ventanas abiertas,
permanecerán vacíos los anaqueles,
repletos de una ausencia
                                  que lo ensucia todo,
que nos alcanza hoy,
que nos hace parecer abandonados.


Caerá el polvo sobre mis hombros,
amor,
sobre los tuyos,


y ya nadie quedará para limpiarlo.
Emilio José Isidro

viernes, 25 de mayo de 2012

La amistad

Cuando quieres cantar
Y la voz te abandona
Cuando quieres reír
Y la risa es una mueca
Cuando quieres hablar
Y las palabras son ecos
Es entonces cuando te preguntas
¿Qué estoy haciendo mal?
¿Es la cordura sólo una palabra,
O la vida me es infiel y me traiciona?
Cuando la noche se nutre de tu silencio
Cuando a luz es fugaz
Y las estrellas pierden su identidad
Cuando el ácido de la verdad
No respeta nada
Es entonces cuando te preguntas
¿Qué es la amistad?
Fragilidad en la dureza
Una lágrima en el desierto
La brisa en la calima
Una mano en el cadalso
El equilibrio en la vorágine
La alquimia imposible que todos queremos poseer
Y que solo algunos logran disfrutar
La orilla que anhelan todos los náufragos
Y el maná de todos los hambrientos
El espejismo que nos engaña
Y la cuna que nos mece
Lo que nos hiere y lo que nos calma.
La amistad, qué difícil, la amistad.


Raquel Ferrero

jueves, 24 de mayo de 2012

Camino

Declarado el fin por otros,
Tronco cortado, inocente.
Vago  y triste, agónico.
Penosa y eterna, muerta.

Abrir los ojos
Y saltar,
Del sueño a la vida.
Aurora plena,
Sin noche derrumbada,
Sin alegría rezagada,
Ausente.
Volver a los abrazos,
Las sutiles caricias,
Los ímpetus saciados,
Sedientos.

¡Oh! no, no quiero
la tristeza débil, del
tallo de amapola.
La sangrienta bomba que
Vuela a su destino.
La traición temible
En el volcán resucitado.
La dictadura
Del niño consentido.

¡Oh! sí, si quiero
la caricia del arroyo,
la lluvia bajo el sol,
la suavidad del lago,
la arena de la orilla.

¡Oh! sí, si quiero
el libro que conforta,
una melodía despierta,
la sublime emoción
en la imprevista belleza.

Quiero, sí, quiero
Unas noches cercanas,
Encontrarme con otros,
Traspasarme de vida.
Ser dueña de mí misma,
Sin marcos acerados,
Déjame ya, rutina,
Recoger más poesía,
De mágicos momentos,
Palpable, sugerida.

María de las Mercedes Martín Duarte

domingo, 6 de mayo de 2012

Santalum album, pata de palo

Permítanme que me presente, y no se sorprendan por lo inusual de la ocasión, pues no es muy frecuente escuchar los relatos de una pata de palo. Debo decirles que no soy una extremidad cualquiera sino aquella de la que el insigne escritor José de Espronceda escribió en su relato “La pata de palo”, publicado allá por 1835 en la prestigiosa revista romántica “EL artista”.
Yo nací en el Londres de finales del siglo XVII, y mi hacedor fue ese habilidoso artesano llamado Mr. Wood que recibió el especial encargo de uno de los, a la sazón, más importantes comerciantes de la ciudad inglesa por aquellos años. En realidad, fue mi segundo nacimiento, cualidad que tenemos los objetos de madera, pues primero nacemos como árboles y luego como objetos, siendo así que disfrutamos del grandísimo privilegio de poseer dos almas, la vegetal y la que nos confiere las manos creadoras del artífice que nos fabrica. Tengo que decirles que hasta en eso soy única, pues mi esencia vegetal es aromática, desprendo un agradable olor a sándalo y mis efluvios son capaces de producir cierta armonía espiritual. Respecto a la condición de acabar como pata de palo, en principio no tuve nada que objetar, pues ayudar a un hombre que había perdido una pierna me pareció algo noble, a la par que viajar a una isla tan lejana como el Reino Unido se me presentaba en mi imaginación vegetal como una experiencia exótica y original, digna de una madera tan apreciada como la mía.

Sé que Mr. Wood no trabajaba habitualmente con madera de sándalo, porque mientras me daba forma, yo era la única pieza de mis características en su taller, y sé también que me tenía un cariño especial, lo notaba en la energía suave con que me trabajaba y en los monólogos que conmigo se solazaba.

Asimismo me consta que era una pierna querida y deseada por mi comprador, a juzgar por sus muestras de alegría el día que me llevó a su casa el maestro artesano. Entonces ¿qué sucedió? Con esos antecedentes tan positivos, ninguno de los dos, pierna ni comerciante, tuvimos jamás la más mínima sospecha del aciago y cruel destino que nos esperaba.
Desgraciadamente, tengo la certeza de que todos ustedes me consideran culpable de aquel suceso porque el señor Espronceda me describió en su relato como una pierna venal, errática e irresponsable, pero nada más alejado de mi verdadera condición como ya les he ido comentando y en breve terminaré de explicarles.

Según me encajaron en el muñón de la pierna derecha de mi inseparable compañero, noté que algo iba mal. Es cierto que me habían encarecido insistentemente a comportarme como una pierna modelo, como  una obra maestra que llevase al caballero; pero alguna incompatibilidad debíamos tener porque nada más sentirme sujeta, me encontré prisionera y me entraron unos irrefrenables deseos de liberarme de esa carga, así que empecé a correr, incluso a saltar para que aquel hombre, al que yo no había elegido y  del que, en realidad, no tenía nada en contra, me descabalgara. Corrí por la isla, me embarque, surqué océanos y continentes buscando el consuelo de mi madre tierra, la India, y no paré hasta que encontré al árbol del cual, como rama me habían desgajado, y al que me subí de un salto arrastrando los pocos huesos que aún quedaban de mi inseparable compañero. Solo entonces descansé.

Luego de mucho reflexionar, he llegado a formular una hipótesis que cada vez me parece más aceptable sobre el loco mal que me nubló el entendimiento en aquellos días lejanos. Les ruego que la escuchen y me comprendan, pues como madera sensible que soy, tengo verdadero interés en que entiendan y disculpen mi aparentemente feo comportamiento. Creo que la mezcla entre la espiritualidad a la que incita el sándalo y el carácter materialista del comerciante resultó incendiaria, me volvió loca y me obligó a actuar como ni yo ni nadie jamás hubiéramos imaginado. Ése fue el único y grave error. ¿Me comprenden ahora? 

Olimpia Benito

sábado, 5 de mayo de 2012

Fantasía vital

Se me quedó grabada aquella serie televisiva desde la infancia. A lo largo de mi vida no dejé de recordarla ni un sólo día. Sin embargo, la desgraciada realidad convertía mi sueño en algo del todo inalcanzable.

El día en que mi hija cumplió cinco años quedó toda mi vivienda patas arriba. Las paredes manchadas de tarta de chocolate, los juguetes desparramados por las habitaciones, los armarios desordenados pues los/las niños/as habían estado jugando al escondite dentro de ellos. La cristalería agotada en su uso, las copas de vino primero, y luego los cubatas de los padres y madres que se quedaron hasta las tres de la mañana. Tuve que echarlos delicadamente, ya que ellos, peor que los infantes, no veían el fin de la fiesta. Alguno de los enanos y enanas se quedaron a dormir, habían caído derrotados/as. Era un auténtico caos. Sólo pensar lo que tendría que hacer a la mañana siguiente me desbordaba.

Al amanecer ¡me encontré toda la casa recogida!. Las copas y la vajilla impolutas, las paredes blancas como nácar, el parquet reluciente, los espejos tan límpidos que parecían permitir pasar al otro lado.

No salía de mi asombro pero tampoco quería investigar por miedo a desvanecer el hechizo.
Acostumbro a dormir como un ceporro pero, una noche de insomnio, oí extraños ruidos. Muy lentamente, salí de mi habitación y quedé gratamente sorprendida: mi perrita, que tantos disgustos me había dado, era la que, para redimir sus continuos excesos, se dedicaba a escondidas a cumplir con las tareas domésticas.

Desde entonces mi vida ha cambiado. Me he convertido en una auténtica anfitriona y mi casa siempre tiene las puertas abiertas para quien quiera compartir la velada. Cada noche me acuesto sin preocuparme. Al día siguiente encuentro todo perfectamente ordenado y limpio. La fantasía se ha cumplido. Ni siquiera necesito mover la nariz y decir las palabras mágicas.

María de las Mercedes Martín Duarte

viernes, 4 de mayo de 2012

Una soledad estresante

De repente, abro la puerta y todo cambia; y digo de repente porque cuando vuelvo a casa entro en otro mundo. Abandono la velocidad de los coches electrónicos, la celeridad de los ascensores ultrarrápidos, el tentempié ligero entre horas, el tiempo tasado de la oficina y a los ejecutivos de corbata, mis jefes, que me miran por encima del hombro, calibrando sus beneficios, evaluando la relación entre la cantidad y la calidad de mi trabajo. Acabo agotado. Ahora, pienso como cada día que regreso, me sumergiré en la paz del hogar.

Pero hoy no es un buen día, como tampoco lo fue ayer y anteayer ya no recuerdo; aunque estoy seguro que si echo mano de las estadísticas de mi agenda, fue, sino malo, al menos lamentable. De la depresión me salva mi gran facilidad para el olvido. A causa del trabajo me he convertido en un tipo sin memoria. Una facultad incierta que me conduce de igual forma al ahorro y al derroche. Puedo leerme el mismo libro cien veces y disfrutarlas todas, o comer dos veces cada día y quedarme con hambre. Pero, a pesar de mis amnesias temporales, no he pagado una factura dos veces; entre otras cosas porque nunca han intentado cobrármela por segunda vez, y porque tengo la agenda electrónica excesivamente organizada para evitar esas disfunciones cerebrales; hasta el punto de que si una de sus entradas estuviera repetida, el aparato me martirizaría con su timbre agudo de alarma, y no me dejaría vivir en paz antes de subsanar el más simple error de duplicidad.
Después de la jornada laboral en la quinta planta del Edificio IBEME, en la Oficina de Reclamaciones de Mecanismos Robóticos, diseñé la programación de esta tarde de viernes con una calma chicha hogareña, antes de iniciar los recorridos del fin de semana por parques, tiendas, paseos diversos —con perro, con niños, con mi compañera— que me mantienen en forma, de la misma manera que prolongan mi vigilia las palabras, las discusiones, los maullidos de Arturo, los ladridos, que me entran por las orejas de forma continuada. Llegaba derrengado, como casi siempre, buscando una tranquilidad absoluta; la que exige un amante del silencio desértico las cumbres del Himalaya.

Abro la puerta y están esperando Marta, los niños, Jaime y Manuela, Sandor, el perro, y el gato. Son todos tan perfectos que estoy a punto de derramar unas lágrimas sobre la pizza familiar y las dos hamburguesas gigantes que se conforman en montaña sobre la mesa. Es cierto que excedo unos kilos del canon marcado por la relación masa-altura como peso ideal, pero me gustan esos alimentos. Mi compañera los señala con una sonrisa y me regaña con los ojos. Mi vida es tan maravillosa fuera del trabajo que la falta de preocupaciones me impide adelgazar.

Todos miran la comida, pero a ninguno les apetece, como si no tuvieran la necesidad de alimentarse. Marta observa mi barriga, con sus ojos me está recordando el «ya te lo dije» diario, cuando por las mañanas trepo a la báscula del baño y me comenta su decepción, mientras parpadean los números de la balanza hasta quedar fijos, a la vez que mis ojos hacen chiribitas de sorpresa ante el marcador numérico; los de ella permanecen insensibles, policiales, como si ya hubieran calibrado mi peso bruto antes se subirme a aquel artefacto diabólico de tortura. Los niños comienzan su pelea cotidiana lanzándose gritos y palabras malsonantes, nunca ofensivas, programados por la educación estricta que han recibido. Sandor se suma a su batalla verbal con sus ladridos —he llegado a diferenciar en él catorce tonos distintos— y el gato, que sólo tiene tres varaciones, maúlla y se pasea entre mis piernas abiertas, haciendo ochos para que le acaricie el lomo, preparado para ronronear.

Pido silencio, pero no me hacen ni caso. A veces pienso que se autoprograman en mi ausencia para fastidiarme; quieren autonomía pero no la independencia, porque viven bien bajo mis alas. No sé que responderles y me hundo en el sofá.

¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! Me llaman los tres, los niños y Marta; y yo, que no soy padre y a la vez papá por triplicado, e incapaz de hacer una carambola, no tengo ni papa de lo que quieren, y tampoco habilidad o paciencia para jugar a tres bandas, y mucho menos gozo de la infalibilidad necesaria en la cuestión del adoctrinamiento. Sin fe en mis facultades organizativas en tiempo real, con la moral por los suelos, me derrumbo todavía más, y me sacuden las tentaciones de apretar el botón de silencio. Hoy tengo un mal día.

Estoy encendido y no quiero más combustible. Esta mañana he soportado un atasco de una hora por un accidente de un camión de reparto, he andado y desandado del primer al último piso en el ascensor por un asunto de reclamaciones de hacía tres años, sin resolver, por supuesto; la empresa trataba de recusar las demandas por prescripción temporal, y yo con el agua al cuello, intentando sofocar el incendio provocado por el demandante y su abogado; toda la responsabilidad para mi, para el chicho de la ventanilla que atiende los cabreos de los clientes insatisfechos, mientras me miraban los jefes encorbatados. Me sentía como un muñeco en manos de todos, una marioneta que desprendía calor, luz y humo; con el pensamiento lleno de reacciones impredecibles y terminales, camuflado en una sonrisa de lava petrificada tras la erupción de un volcán. Pero no estaba dispuesto a morir como el fuego que succiona todo el oxígeno y luego se suicida.

Un botón nuevecito, recién estrenado, que remplazado la semana pasada al antiguo diseño, menos aerodinámico y desgastado de tanto uso, moribundo desde hacía unos meses, cuando le fallaba la memoria en ocasiones, y no obedecía a mis presiones, teniendo que tragar en casa con todo lo que se me venía encima.

Marta se acercaba con un reproche, atravesaba la comida como si fuera una imagen óptica tridimensional; los niños seguían porfiando por unas tonterías de prioridad en cualquier asunto sin importancia, acompañando al gato Arturo en su ronroneo a mi alrededor, pidiendo justicia para uno de ellos, mientras sufría berrinche el otro, y Sandor trotaba hacia mi lugar de descanso con el rabo levantado, una sonrisa en los ojos y la correa de paseo atrapada entre los dientes.
Apreté el Botón Rojo, el de la bomba de expansión electromagnética que dejaba sin energía mi conjunto residencial de cuarenta metros cuadrados hasta que no se reactivara la palanca manual de reinicio. El mecanismo actuaba como un obús apagaincendios explotado en medio de las llamas, que chupaba todo el aire y consumía el fuego, ahogado sin oxígeno.
El pulsador tiene la funcionalidad de dejar congelado a todo bicho viviente que se encuentre en ese radio de acción; les chupa la energía. Cuando lo aprieto, todos los robots se paralizan, Marta deja de rumiarme —yo tengo mala memoria— ya te lo dije, el gato Arturo deja de maullar pidiendo una recarga de baterías, y al perro le cortó cuando viene con la correa entre la boca... cuando estoy tranquilamente tumbado en el sofá, incluso apago el reproductor de hologramas y desaparecen los niños con sus discusiones grabadas, que tanto nos gustan ver en otras. Se construye un silencio religioso, no hay nada, incluso desaparece el aroma de botafumeiro, las colonias, y los inciensos. Lástima que todo quede paralizado, lástima por la comida, porque lo único que escucho en estos momentos son los arrullos de mi estómago, que me suplica que accione el reinicio. Es la lucha entre la materia y el cerebro, entre cuerpo y alma. Pasa un tiempo mientras decido si me voy a la cama o me quedo tumbado en el sofá; una disyuntiva fácil de elegir en cuanto a comodidad, pero una elección complicada una vez acoplado en el tresillo. Con el silencio del hogar congelado, me domina el sueño y, entre sus brumas, encuentro la felicidad del paso del tiempo, sin nada más que dormir a la sopa boba, con las piernas encogidas como en el inicio de mi tiempo.
Por Tomás Alegre