miércoles, 22 de febrero de 2012

Lunes 13

Luisa sale temprano hacia el trabajo. Es joven, guapa y viste muy elegante y moderna. Ya en la calle, nota que la gente que pasa sonríe al verla; uno, incluso, se ríe a carcajadas, mirándola de pies a cabeza. Curiosa, se observa en un escaparate y… ¡va con zapatillas de lana!

Vuelve corriendo a casa y se pone los zapatos. Este incidente le da mala espina. Tendrá que ir de prisa para no llegar tarde. Es muy puntual.

Llega al edificio donde se encuentra su oficina, en el piso 16. Como subir en el ascensor le produce miedo, prefiere compaginarlo con las escaleras. Eso sí: jamás pasa por el piso 13 dentro de él; desde el doce va a pie.

Pero hoy  anda apurada de tiempo y se monta en el bajo para ir directamente a su planta. Menos mal que no va sola. Aún así, se tensa. Suspira aliviada cuando se anuncia que ha llegado.

Al salir del ascensor ve, con sorpresa, que el pasillo no es el mismo de siempre; éste es muy largo, sin puertas, con excepción de una al final del mismo. No puede ser. Se asegura de que es la planta 16. No cabe duda, porque hacia arriba no hay otra. Baja un tramo de escaleras y comprueba que la anterior es la 15. Vuelve.

Con recelo se dirige hacia aquella única puerta. El trayecto se le hace extraño. Ya frente a la misma se sorprende del color: roja y azul.  Duda un momento y llama. Sale una mujer vestida con los mismos colores.

- Que vols?- le pregunta en catalán. Luisa se queda  muda.
- Que vols?- insiste la mujer.
- …
- No parla catalá?
- No. ¡Pero es que estamos en Madrid!
- ¡Cómo! ¿Qué dice? -la mira con desconfianza. ¡Estamos en Barcelona!

Luisa  la escucha atribulada. Piensa: “¿Por qué me engaña esta mujer? Me quiere confundir. ¿Por qué?”

La mira a los ojos profundamente, intentando leer sus pensamientos. La otra parece imitarla.
Luisa gira la cabeza y contempla una vez más el pasillo estrecho y largo, tan extraño. Se frota los ojos, sacude la cabeza, se tambalea y se apoya en la pared.

-    ¿Se siente bien? ¿Quiere entrar y tomar un poco de agua? -su voz se ha vuelto más suave y amable.

Entran a una sala grande, dividida en espacios pequeños por medio de paneles. Se oye el murmullo de mucha gente trabajando. Las paredes están cubiertas de carteles, anagramas, fotos de… ¡del Barça!
Luisa se sienta y bebe un poco de agua, mientras sus ojos recorren la enorme sala.
 
Montse, que así se llama la mujer, le explica el trabajo de merchandising que llevan a cabo y le enseña algunos productos propios. “Venga”, le conmina. Por una escalera interna, bajan a otra planta donde se encuentra la parte audiovisual. Desde una ventana Luisa ve un ascensor exterior, de cristal.

- ¿Este ascensor..?
- Va directamente a la calle- responde la catalana.

Luisa, que está como en una nube, aunque no cree que se encuentre en Barcelona, le pregunta si puede salir por ahí.

-  Claro, mujer. Puedes bajar por éste. ¿Ya te encuentras bien?
- Sí, sí, gracias.

Montse no está muy segura de ello. Le nota una expresión perdida, como desamparada. Por eso le dice:

- Si no te sientes bien y necesitas algo, no dudes en venir o llamarme. Toma mi tarjeta.

Agradecida, Luisa se monta en el ascensor, donde ya se metieron tres hombres con portafolios y varios rollos de cartulina.
También van hasta la planta baja.

Atraviesa un amplio hall hasta una puerta giratoria que comunica con el exterior.
Ya en la acera, boquiabierta, comprueba que no es la calle de su oficina de Madrid. Mira hacia arriba: este edificio tampoco es el mismo. Camina hasta la esquina, lee el rótulo en la pared “Carrer Sant Jordi”. Sigue caminando sin dar crédito. Lee, aún con la expresión embobada: Bar El Vaixell, Restaurant del segle XX, Pastelería Mercè.

Su confusión va en aumento. “¡Esto no es Madrid!”. Se siente floja; se apoya en un portal. De pronto, sale del mismo una chica joven con un bebé en su cochecito. Se observan.

- ¿Se siente bien?
- Estoy un poco mareada, pero ya pasará. ¿Puede decirme qué día es hoy? Estoy confundida.
- Hoy es lunes -Luisa espera que continúe. Lunes 13 de junio, para ser exactos.
- Claro, claro. Gracias. Me voy al bar a tomar un café.
- ¿Ya está mejor?

Asiente la madrileña y se marcha.

Pide un descafeinado. Mientras se lo bebe, recorre con la mirada las paredes y el televisor que está dando noticias en… catalán.

Pierde la noción del tiempo, mirando a la gente que entra y sale, muchos hablando en la lengua local.

Por más vueltas que le da al asunto no puede entender qué es lo que pasa. “¡No es posible montar en un ascensor en Madrid y salir de él en Barcelona! ¡Algo extraño está ocurriendo! ¿Estaré delirando? ¿Me habré trastornado?”

Paga su consumición y sale. Camina en línea recta inspeccionando todo: personas, casas, coches, una  boca de metro que tampoco es madrileña…
 
Son las once de la mañana. Se detiene dándole vueltas a ideas que le vienen sin orden ni lógica alguna. Saca el móvil y llama a su hermano. Pero, ¿para qué? Si le cuenta esto le dirá que está loca. Pero necesita saber que está en este mundo, que sigue ahí su familia… Escuchar su voz le hace bien; le pregunta cómo está y le avanza que tal vez se pase más tarde por su casa. Se despide.

Decide volver al lugar donde comenzó el conflicto, la oficina publicitaria del Barça. Recuerda bien la entrada porque no se ha alejado mucho.

Si sube por el ascensor de cristal, entra al local y sale por la otra puerta, por la que antes había entrado… ¡Claro! Haciendo el recorrido inverso, tendría que ir a parar, al final, a la planta baja del edificio de “su” oficina. Sonríe, con esperanzas de que dé resultado.

Va decidida. Ya en el segundo ascensor, vence el miedo de pasar por el piso 13. Salir de este embrollo es urgente y prioritario. Tiene suerte: va acompañada por otras personas.
Se acerca el final del recorrido. Siente fuertes latidos en el pecho y en las sienes.

Ha llegado a la planta baja. Se abre la puerta y… allí está el conserje de siempre y la puerta de hierro negro con dorados que da a la calle. Da un suspiro tan profundo que algunos se vuelven.

-    ¡Hasta luego!-saluda.

El portero le contesta del mismo modo.

¡Ya está en Madrid! Sonríe por un momento, pero no está tranquila. Llama nuevamente a Enrique, su hermano, anunciándole que se dirige a su casa.

Se quedan los dos en silencio, cuando ella termina el relato de los hechos.

- Me estás tomando el pelo, nena -ella niega con la cabeza y él se pone muy serio.
- ¿Así que hoy no fuiste a tu trabajo? ¿Te tomaste alguna pastilla especial anoche o esta mañana? ¿Fumaste alguna droga?
- ¡NO a todo! Me he levantado como todas las mañanas, he salido a la misma hora, y todo lo demás que te he contado.

Enrique coge el teléfono, llama al trabajo de su hermana, pregunta por ella, escucha en silencio y dice: “¡Qué raro, con lo puntual que es! Me acercaré a su casa.”

- Efectivamente, no fuiste, pero eso no justifica esta historia desquiciada. ¿Puedes comprobar con algo que has estado en Barcelona esta mañana?

Luisa piensa y saca la tarjeta de Montse.

- Bien,  pero esta tarjeta te la pueden haber dejado algún día en la oficina. ¡No demuestra nada!
- Bueno, como no me crees, me voy. Pediré una cita con un psicólogo que es lo que me estás sugiriendo. ¡Adiós!
- ¡Espera! Siéntate un rato. Pensemos.

Luisa se sienta con los hombros caídos, la cabeza entre las manos, la mirada perdida. “¿Estaré enferma? ¡Es todo un delirio! ¡Ay, Dios!” Se quita la americana y la tira en el sofá, con el bolso. Ella también cae como un fardo. La chaqueta se desliza al suelo y de un bolsillo cae un papel, un ticket. Lo recoge. Es del bar donde tomó el café. Ahí está claro “Bar el Vaixell”, un café 1,80. 13 de junio de 2011.

-    ¡Es verdad, ha ocurrido hoy! ¡Mira Enrique! -le alcanza el comprobante, con la mirada anhelante.
-    Pero nena, es del 13 de junio.
-    ¿Y..?
-    Que hoy es 13 de septiembre.

Elsa Fías

jueves, 16 de febrero de 2012

Era viernes...

Era viernes. Ese día tenía que viajar a Barcelona. Mi misión consistía en negociar, con una empresa de sanitarios, la compra de diferentes piezas y accesorios para vestir 25.000 cuartos de baño que formarían parte de las nuevas viviendas que, en los próximos años, se construirían en una zona turística, al sur de Portugal. Cuando me levanté, me sentí extraño, alguien había estado en la habitación, e incluso en mi cama. Aunque me encontraba inquieto, pensé que estaba todavía bajo los efectos de la pesadilla vivida durante mi sueño. Tuve que darme prisa para llegar al aeropuerto y tomar el avión que me llevaría a una cita que jamás olvidaría. Cuando me encontré con Mrs. Bantú, la propietaria de Return, S.A., volví a sentir la misma sensación que al levantarme: alguien se encontraba cerca de mí, aunque no pudiera verlo. La reunión duró poco, prácticamente teníamos la operación cerrada de antemano, faltaba discutir algunos pequeños matices y estampar la rúbrica.

Cuando salí a la calle, mi intención era tomar un frugal almuerzo en un establecimiento conocido, desde el que podía ver el mar, y marchar después al aeropuerto, pero algo cambió mis planes. Mrs. Bantú apareció en el bar y, de forma sigilosa, se sentó a mi lado. Me comentó con claridad que no duraríamos mucho en esta dimensión, que la firma de ese contrato nos llevaría a un lugar impreciso, del que no podríamos volver. Yo miraba con estupor a aquella mujer de apariencia elegante y cordial. No supe qué decir, acababa de firmar un documento en el que nos comprometíamos a desarrollar una operación de alrededor de ocho millones de euros, ¿o no era así? Algo en común había entre nosotros, quizá era sólo esa sensación de percibir una realidad diferente a la que estábamos habituados. No recuerdo cómo llegué a casa.

Cuando al día siguiente me levanté volví a percibir la misma sensación que el anterior, pero esta vez era verdad. En mi armario, dulcemente acomodado, se encontraba un extraño personaje que hizo que mi corazón comenzara palpitar de una forma desenfrenada. Cuando me calmé, me di cuenta de que ninguno de los dos estábamos ya en casa, quizá nos hallásemos  en aquel lugar al que se refería Mrs Bantú, nada me resultaba familiar, tan solo veía personajes como aquél que se encontraba en mi armario y todos, dedicados a una actividad sosegada, se dirigían hacia pequeñas pantallas suspendidas en el espacio y repletas de fórmulas incomprensibles que modificaban constantemente.

Más tarde percibí que no era el único ser de mis características que se encontraba allí, alguien se acercó y me dio la bienvenida, comentándome que poco a poco todos nos reuniríamos en este espacio desconocido pero real. Me fijé en alguien. Eefectivamente, era Ms Bantú. Su aspecto estaba experimentando una transformación, me acerqué y la saludé con amabilidad. Ella me miró y cariñosamente me dijo que tendría que elegir a alguien para que me acompañara en un viaje similar al que había realizado y en el que ella tenía bastante que ver. Me explicó que no quiso traer consigo a alguien cercano, por eso me eligió a mí, aprovechando la firma del gran contrato sanitario. A partir de ese momento tendríamos que convivir en este lugar, en otra dimensión sin coordenadas conocidas hasta el momento. También me sugirió que pronto tendría que regresar a la realidad recién abandonada y decidir a quién elegir. No obstante, al otro lado, ya nunca sería como antes, ahora pertenecía a esta nueva realidad, nadie me reconocería, nadie sabría qué nueva misión debía realizar, solo percibirían alguna extraña sensación que me permitiría saber que el contacto estaba hecho. Se despidió deseándome feliz viaje.

Me encontré esta nota, escrita por mi hijo, un viernes que me había despertado con una sensación inquietante, como si alguien hubiera estado merodeando a mi alrededor durante mi sueño. A su lado estaba el documento, que debía firmar para que se iniciaran los trámites de mi tratamiento. Todavía podía leer y escribir algunos rasgos. El tumor estaba destruyendo poco a poco todas mis facultades. Con torpeza puede alcanzar aquel documento y sin dudarlo lo firmé.

Por Boni Pedraza

lunes, 13 de febrero de 2012

Cuaderno de bitácora

Día 31 de enero, cuarto año desde la invasión
He dormido poco. He pasado la noche pensando que tengo que verificar más a menudo el perímetro. Los generadores funcionan bien, ahora no hay problema por la energía, apenas hay consumo y las reservas que dejaron los supervivientes son más que suficientes. He estado viendo una vieja película en mi fiel tablet, en la que un sujeto con bombín y bigote hacía bailar a unos panecillos pinchados en unos tenedores. El contraste de mis risas con el silencio de la película me ha alterado y me ha devuelto a la realidad. Escucho el silencio, estoy siempre alerta, oigo los sonidos, trato de discernir si alguno de ellos no es de los habituales y supone una amenaza. Me he ejercitado subiendo y bajando las escaleras. Han sido cuatro veces, diez pisos, dos tramos por piso, trece escalones por tramo. Me he cansado mucho y me ha aliviado la tensión de mis músculos, pero sobre todo de mi cabeza. No ha dejado de funcionar, no me ha permitido un segundo de descanso.

Después de ducharme, incluso antes de vestirme, me he dirigido a la emisora y he vuelto a llamar a la espera de alguna respuesta, pero desde hace tres años sólo la niebla radiofónica contesta. A veces se perciben ciertas interferencias cuando ellos captan la frecuencia. Entonces, rápidamente, la cambio y activo el filtro anti seguimiento. Estoy seguro de que algún día  la localizarán, pero no me resigno a no encontrar alguien con quien hablar, aunque sólo pueda ser a través de las ondas. Lo he intentado también con el ordenador, he mandado correos a todas las direcciones posibles, pero nunca se ha encendido mi casillero de la bandeja de entrada. Esto es todo por hoy, quizás esta noche pueda dormir.


Día 1 de febrero, cuarto año desde la invasión
Tampoco he podido dormir bien. Me paso la noche agitado con ensoñaciones que me llevan a los tiempos previos a la invasión. Casi sin darnos cuenta, un día empezaron a extenderse epidemias por el mundo, luego pandemias y, por último, aparecieron esos seres que ahora patrullan por el planeta devorando todo aquello susceptible de ser su alimento. Tengo pesadillas. Recuerdo cuando era niño y jugaba en la playa con mis hermanos, corríamos, salpicábamos agua y reíamos. Papá nos regañaba y nos castigaba a estar quietos cinco minutos, pero éramos incapaces de cumplirlo y empezábamos de nuevo a rondar a mamá. Otras noches sueño contigo. Recuerdo la primera vez que te vi y  las cosas que escribí en mi diario ese día. No se pueden reproducir aquí; en cualquier caso, las guardo para mí.

Hoy he bajado al garaje y he estado corriendo, he contado las plazas que están vacías. Todo el mundo intentó huir de las epidemias, seguro que los coches están ahora pudriéndose en mitad de las carreteras y los garajes están tan vacíos como éste. He comprobado que las entradas estén cerradas  y selladas. Nada entra ni nada sale de este edificio. Si he sobrevivido hasta hoy, es porque he conseguido encontrar un lugar en el que ni un átomo de aire del exterior, por supuesto menos ningún otro ser vivo aparte de yo mismo es capaz de entrar.

Hoy he pensado que el edificio entero es muy grande y voy a hacer espacios estancos que me sirvan de zona de seguridad. A veces se encienden los sensores de alarma y las luces de todo el inmueble empiezan a parpadear. Eso significa que algún invasor merodea cerca y me previenen para que esté atento y no haga ruido alguno. Vivo con el temor de que las luces intermitentes se vuelvan rojas; ésa será la señal de alarma, la indicación de que la muralla de seguridad ha sido traspasada.

Día 2 de febrero, cuarto año de la invasión
Hoy ha sido un día duro, he sentido una profunda soledad. He recorrido todos los pisos del edificio, las escaleras y el sótano. He comprobado que los cierres estuvieran sellados, puerta por puerta, ventana a ventana, todo, y no he podido más. Me he encontrado sollozando en mi cubículo frente a vuestras fotos. No me queda ninguna esperanza, me encuentro abatido y abandonado de mí mismo. Cuando comencé mi encierro, pensé que tenía que ser fuerte, que habría más personas como yo y que nos podríamos poner en contacto, unirnos y volver a la lucha. Al principio, cuando llamaba por radio siempre respondía alguien, a veces en idiomas que no entendía pero que me resultaban familiares. Hace tiempo que nadie responde.

He sentido la necesidad imperiosa de ver el exterior por última vez y al anochecer he salido a la azotea. Me he decidido y me he puesto la  escafandra. A pesar de haberlo visto en tantas ocasiones, el espectáculo me ha vuelto a sorprender. Estoy conmovido.  Ha sido inimaginable. Desde la azotea he visto el Peñón y la bahía, con la fortuna de que he podido disfrutar, asimismo, del nacimiento de la luna por poniente, y del mar, plata liquida en movimiento a la espera del reflejo de las estrellas. No he visto ninguna luz, pero sé que están ahí. He procurado no hacer ruido, me he movido despacio y me he sentado a esperar que la luna estuviera alta, después cuando la noche comenzaba a morir he regresado. No he oído ningún ruido, pero sé que no estoy sólo.
Día 3 de febrero, cuarto año de la invasión

Después de la excursión de anoche, he estado descansando casi toda la mañana. Me he dormido, pues he estado soñando con cigüeñas y otras aves; creo que es un deseo de libertad más bien premonitorio. He verificado el edificio y todo está en orden. Lo tengo todo preparado, he creado un área de seguridad para que me dé tiempo a rellenar las líneas de despedida  antes del final. Sé cómo funcionan y no dejaré que me alcancen, guardo la lugger junto con el detonador. Cuando me vaya no me marcharé sólo ni, por supuesto, dejaré que profanen ni mi cuerpo ni mi memoria, donde estaréis todos vivos mientras siga respirando.

Las luces han comenzado a parpadear, creo que el momento se acerca. Ha pasado media hora y aún continúan, tardarán poco en encontrar un lugar por donde pasar... Las luces se han teñido de color rojo... ya habrán encontrado mi rastro; el silencio ya no es un medio de defensa, conectaré la música del tablet, quiero irme acompañado... tengo la lugger en una mano y detonador en la otra... solo queda tiempo para una última oración, lamento que desaparezcáis conmigo pero nuestro tiempo se ha acabado, en breve dejaré de ser la última alma sobre la faz de la tierra...

Luis Carlos Castilla

jueves, 9 de febrero de 2012

Museo de Antiguos

Hoy me levanté triste. Bueno, exactamente melancólico. Y tengo que trabajar. Preparar otro viaje para seguir aumentando la colección. Un museo tiene que renovarse constantemente, ir adquiriendo nuevas obras.

Así que, atendiendo a mi estado de ánimo actual, he pensado en Pessoa, la saudade y todo eso. Fernando Pessoa sería una buena adquisición para la Sala de los Olvidos. Junto a Marcel Proust, Thomas Mann... En la computadora central reúno toda la información necesaria para el viaje: biografía del abducido, época, sus costumbres. Y lo principal, buscar el vehículo adecuado para la travesía. Cada persona requiere de un transporte distinto, diferenciado. Así, ahora que recuerde, en el caso de Pablo Neruda me serví de un gran mascarón de proa en forma de sirena, precioso.

Ha sido fácil. Un par de horas delante de la pantalla del ordenador. La nave de tránsito en esta ocasión es sencilla. Me pongo un gabán negro con su sombrero a juego. En una mano el paquete con otro gabán, para el regreso con el abducido. Ajusto las coordenadas y pulso uno de los botones del abrigo; todo desaparece.

Lisboa esta linda en este tiempo del año. Es primavera y el aire corre suave trayendo el aroma salobre del puerto, allá abajo. Estoy apoyado en el escaparate del café “A Brasileira”. Enfrente de mí, sentado ante un minúsculo velador, esta Pessoa. Toma notas en una libreta de ante negro. Sobre la mesa una taza de café y un vaso de agua. Me acerco decidido. Se sorprende, le he sacado de su ensimismamiento. Me presento como fadista, un modesto cantor de fados, que admira al maestro de la saudade. Abro el envoltorio que llevo y le muestro el abrigo. Le pido que se lo pruebe. Es un regalo de todo corazón para el mejor escritor portugués.
Fernando Pessoa se cohibe, declina el obsequio. No cree merecerlo. Insisto. Al final accede a ponérselo. Ya está. Se contempla con él, ajeno a la situación que he provocado. Me acerco con intención de darle un abrazo y aprieto uno de los botones del gabán. Pessoa desaparece.

De vuelta al laboratorio, lo primero es borrarles los recuerdos. Un periodo de aislamiento en la Cápsula de la Desmemoria; a continuación pasan a la Sala de Reubicación, donde se les prepara la mente para su nueva situación. Y de aquí salen ya listos para formar parte del Museo. En total unos 30 días para que el público pueda disfrutar de la creación literaria en vivo.
Las autoridades de Ciudad Central se maravillan por el realismo de mis criaturas. Y me instan para que les revele las complejas maquinarias que gobiernan a mis androides. Androides, ¡ja!, si supieran...

Andrés Orellana


miércoles, 8 de febrero de 2012

El apareamiento de los seláceos abisales

—¡Para quieto, Hispanio!, no husmees los desinfectantes—, reprendía a su rubio y saltarín hijo una acicalada señora vestida con un rutilante traje de hilo de antracita.
—¿Has oído cómo se llama ese niño?—, inquirió Asturio a Ilerdina, su madre.
—Sí hijo, ya me he dado cuenta. Deben de ser de familia heráldica. Lo raro es que estén utilizando este dispensador, en el meridio de la gilípolis. No me extrañaría nada que, cuando cumplas los cuarenta y cinco y consigas la licencia para servir, ese niño rico, u otro como él, se prestara voluntario para realizar sin estipendio la función que se te haya asignado y a ti te enviaran al estacionamiento de inactivos.
—Eso nunca va a ocurrir. Me iré con papá. Seguro que él me proporciona una buena licencia y nadie me arrebatará mi función.
—Como se están poniendo las cosas, Asturio, nadie te la arrebatará si es una función que no quieran desempeñarla ni los chimpates, o si la libras en el rincón más abrupto del más lejano de los planetas asociados.

Madre e hijo abandonaron el dispensador, después de recoger de la cadena distribuidora, entre otras adquisiciones, la pieza de repuesto que habían encargado hacía unas semanas,  y pasar el anillo de hidroitrio por el lector de saldos.

A la salida se encontraron con una pequeña trifulca. Dos hombres de  desfigurado aspecto, uno alto, con restos de pelambre ambarina, y el otro achaparrado, moreno de piel y de pardusco cabello, discutían por una loseta donde implorar caridad.

—Déjame este espacio, me corresponde. Tú eres un advenedizo—, reclamaba el alto, mientras empujaba a su adversario.
—Tengo tanto derecho como tú. Mis antepasados llegaron a esta gilípolis centurias ha—, replicaba con fuerza el chaparro.
—¡Quietos! —gritó, mientras detenía su motocabina, un voluntario, posiblemente de familia heráldica, que habría arrebatado su función a algún guardián de paz; seguro ya en el estacionamiento de inactivos.

 Asturio, que había insistido a su madre para que pagara por ver el espectáculo, miraba la escena con gran interés.

 —Enseñadme vuestros anillos. Esos no, los de hidroitrio. Por lo que veo, te llamas Siberio —manifestó al talludo. Tus predecesores llegaron hace una treintena de lustros. Tu estirpe —reveló al moreno—, se presentó hace docena y media de décadas. La loseta te corresponde a ti, Guayaco.

Madre e hijo marcharon, después de que el árbitro dispersara a los espectadores, previo abono de los derechos de contemplación.

Una vez en la vivienda familiar, colocaron las adquisiciones dentro del almacén intervecinal, en los cajones accesibles desde el habitáculo, excepto la pieza que debían reponer en la cápsula de televacíado.

 —¿Ya estás preparado?—, apremió Ilerdina a su hijo, una vez reparada la cápsula.
 —¡Sí! Me llevo los anteojos de platino, con ellos se ven mucho mejor las especies abisales. Ya puedes abrir la trampilla.
 —Acuérdate de lo que tienes que decir a tu padre.

Pasaron una quincena de segundos, desde que la madre cerró la portezuela, hasta su apertura, en el interior de una cámara acristalada, en lo más remoto del Ártico, a seis mil metros de profundidad.

—Pero que alto estás, Asturio, ya se te queda pequeña la cápsula; tendré que hacerte una más grande. Menos mal que habéis podido repararla ¡Deprisa! —apremió Titulcio a su hijo—, que falta poco para que se apareen los seláceos abisales, y esto sólo se puede ver cada tres años.

Pasadas un par de horas, después de dar cuenta de una suculenta merienda, con comestibles orgánicos, como se hacía un par de siglos atrás, se despidieron padre e hijo. Cuándo éste iba a introducirse en el reducido artilugio, se volvió hacia su padre.

—¡Ah! Dice mamá que, si no quieres, no vuelvas a la gilípolis, pero que no se te olvide que también eres mi padre, y que con una merienda de vez en cuando, no me alimento todo el año.
Vicente Briñas

lunes, 6 de febrero de 2012

Transformaciones necesarias

Aquella noche, como tantos sábados, salí de casa de mi hermana para volver a mi apartamento. Caminaba rápido pues hacia un frió polar. Quizás por esto las calles estaban desiertas. Distraída en mis pensamientos, percibí pasos detrás. Seguí andando confiada. El sonido de la marcha se hizo más cercano. Inmediatamente, me puse alerta. Empecé a percibir el círculo electro-magnético del que me iba rodeando y cómo salían chispas de mis manos. Los tres entes me rodearon sin mediar palabra. Uno de ellos portaba una lanza quitamiedos de última generación. Mi piel quedó cubierta por una película flexible y aislante producto de la adrenalina. Sentí un enorme poder que me activó hacia el conflictivo encuentro. Mis ojos blancos adquirieron un punto central endiabladamente verde.

Las tres sustancias no veían el halo de colores que me rodeaba, ni la intensa luz azul que salía de mi frente. Mis movimientos se transmutaron adquiriendo una elasticidad y fuerza poco usual. Mi radar, atento, me iba describiendo el tipo de elementos a los que me iba a enfrentar: “son más de uno y van armados”, “son poco duchos en el entendimiento y muy agresivos”, “su naturaleza es inferior”. Mi capacidad de respuesta era infinitamente mayor.

Los caníbales no me conocían pensando que yo era una mujer comestible. Salté por encima de ellos y tomé tierra a sus espaldas. Lancé mi rayo azul dejándolos a mi merced. De mi mano derecha salió un látigo eléctrico y arranqué la lanza quitamiedos que portaba el más débil. La destruí. Con la mano izquierda expandida les agarré por el cuello y les puse cara contra cara.  Les envolví con mis distintas energías hasta dejarlos inermes.

Sujetos en esa posición, inmóviles y pasivos, les susurré con una voz profunda y ronca: “se os ha registrado en la memoria global”, “os queda una oportunidad”, “si no progresais, sereis degradados para siempre”. Les dejé ir, sabia que ya no volverían a ser los mismos. Pensé en el rayo rojo con el que les quemé la zona cerebral donde se instala la agresividad.

Reflexionaba sobre la tierra que habitamos ahora, “es totalmente distinta a lo conocido”. Diversas criaturas luchan por subsistir. En el lado humano hemos alcanzado la excelencia y nos distribuimos en diversos tipos. Sin embargo, los que se alejaron de este camino han ido envileciéndose hasta llegar a ser sustancias degeneradas. Sufren una involución progresiva hasta desaparecer. Sólo tienen una posibilidad de remisión, una vez que son advertidos.

“Estos tres ya no volverán a dar problemas”, me dije. Recordé el chip que inserté en cada uno de ellos con neuronas espejo, que permiten la empatía y las buenas relaciones sociales. Los abyectos se dedican a robar, apalear, explotar, violar, matar, destruyen a los humanos y la naturaleza que nos rodea. Pero son criaturas dignas de llegar a un nivel superior. Si se encuentran con un humano tipo 5, tienen la opción de evolucionar, a pesar de que no poseen el gen del altruismo. Llegué a casa con las capacidades electromagnéticas replegadas. Acuso un gran desgaste, hoy he trabajado más de lo habitual. Debo descansar profundamente. Me gusta mi condición para transformar el mundo, me siento feliz.

Por María de las Mercedes Martín Duarte

jueves, 2 de febrero de 2012

Maldito calor

Yo creía que esto se pasaría. Pero no. Si yo hubiera sabido… 

Hacía frío pero yo tenía calor, mucho calor. Un río de lava interno y cadencioso se acopló debajo de mi piel. Me poseyó, me anuló. Anhelé derretirme. Deseé con todas mis fuerzas evaporarme. 

Las gafas se me empañaron y de mi frente empezó a brotar el sudor. Primero, gotas que se deslizaban densas hacia el suelo. Luego su sonido repiqueteó como un caño en la roca. Miré hacia abajo y mis pies se habían convertido en una isla rodeada de mi sustancia vital. Quise tocar el líquido pero las manos se derritieron delante de mis ojos y cayeron en el charco. Grité,  pero de mi garganta no salieron palabras, si no unos tristes gorgojeos. Miré a mí alrededor y mi campo de visión había descendido hasta suelo.

Lloré, lloré con amargura, pero las lágrimas se mimetizaron con la charca en la que me había convertido. Empecé a temblar, a vibrar cada vez más. Un tam-tam repetitivo se acercaba  y retumbaba en todo mí ser. Cuando el sonido se hizo insoportable, sentí una enorme presión y me expandí por el espacio. Una parte de mí se fue adherida a unas enormes botas, otra salió despedida y lamió la rueda trasera de un Seat Ibiza.

Comprendí mi nuevo estado. Líquida, era líquida. No comprendía con qué parte de mi recién estrenada materia pensaba, con cuál veía, con cuál lloraba, con cuál sentía. Qué fracción se había ido con las botas y cuál se había quedado en la rueda. Mi apreciación me decía que estaba entera pero diferente.  Me sentí sola.  

Al menos el calor había desaparecido. Entonces recordé mi último pensamiento como humana. Advertí que mi deseo de derretirme se había cumplido. En ese mismo instante el fuego interior volvió. Esta vez era más sutil, menos agobiante, casi purificador. Me sentí libre y mi campo de visión se elevó y vi el charco del que había salido. Un rayo de sol lo envolvía por completo y a través de su haz, todas mis partículas viajaban ligeras. Me estaba desintegrando.
Llegué muy arriba y contemplé mi casa, y mi ropa tendida y a mi marido trasteando en la cocina. Quise llamarle pero sólo un pequeño efluvio surgió del aire.
El trayecto acabó en una nube pero, lejos de acogerme en su suave manto, me zarandeó y me  desplazó a su antojo de forma vertiginosa. Hasta que un revoltijo de energías eléctricas me lanzaron fuera de ella y me precipité hacia la tierra.

La fuerza y la libertad que me colmaban, deshicieron todos los prejuicios que me impedían disfrutar de mi nueva realidad.

La seta de la contaminación difuminaba los tejados de la ciudad, pero la atravesé sin dificultad y vislumbre de nuevo mi casa. Caía en picado hacia la fachada. Una mano apareció de improviso desde mi ventana y salió a mi encuentro. Oí que decían: “¿Cariño, ya estás aquí? Está lloviendo, llevas horas fuera”. Esa misma mano se posó en mi frente y escuché: “¿Te encuentras bien?, estás sudando.”

Miré hacia abajo y vi mis pies en el suelo de la cocina, ya no estaba en la calle, ni estaba el Seat Ibiza, ni el charco. ¿Cómo había llegado hasta allí?

- Sí, me encuentro bien-dije, sólo que creí que esto de los sofocos se pasaría, pero no. Si lo hubiera sabido…

 
Raquel Ferrero